SEMBLANZA
Este jueves se conmemoran 86 años del accidente aéreo que le quitó la vida a Carlos Gardel, pero su legado sigue tan vivo como en su época de oro
El pelo engominado y esa sonrisa amplia, que queda grabada en la memoria de quien se la cruza, son, desde hace décadas, presencia obligatoria en los bares históricos de Uruguay y Argentina. Todas las fotografías de Carlos Gardel, el máximo cantor rioplatense, siempre transmiten la sensación de estar enfrentado a un galán seductor, hipnótico, melancólico y hasta misterioso que logró trascender el paso del tiempo. Y, por encima de todo, está su voz.
“Ese hombre tiene una lágrima en la garganta”, exclamó un ejecutivo de Paramount apenas lo escuchó cantar en el set de grabación de una de sus películas filmadas en Estados Unidos. El tono sentimental con que interpretaba cada letra que grababa, el uso de los matices, los silencios, la acentuación de las consonantes y su manera de compenetrarse con cada situación que describía, inauguraron una forma de cantar tango que se transformaría en una escuela para los interesados en conocer los secretos de una buena interpretación.
Este jueves se conmemoran 86 años del accidente de avión que le quitó la vida en Medellín, pero su legado sigue presente. Está en los cientos de vinilos que se ven cada domingo en la feria de Tristán Narvaja, en las horas pares de Radio Clarín, en los boliches que aún exhiben su retrato como si fuese una estampita y en la voz de quienes interpretan clásicos como “El día que me quieras” y “Volver”.
Pero también se mantiene el mito en torno a su figura, ese que no deja de alimentar extensos volúmenes de ensayos gardelianos y que busca desentrañar cada misterio de su vida. Si era francés, argentino o uruguayo, si había nacido en 1887 o 1890 y si era un hombre solitario que jamás había tenido pareja. Hasta se llegó a alimentar la teoría de que el cantor sobrevivió al accidente de Medellín y que, desfigurado, se ocultó en una hacienda del norte de Colombia.
Como sucede con las grandes leyendas, todo parte de la fascinación en torno a esa voz irrepetible.
“Gardel se ofrece a los ojos de la posteridad como un constante enigma”, sintetiza Ernesto Sábato en su libro El tango. Discusión y clave. Pero, lo que es irrefutable, es que murió en la cúspide de su carrera, haciendo de la tragedia la consolidación de una figura casi divina.
Es que en 1935, año en que falleció, había filmado dos películas, El día que me quieras y Tango bar —de las que nacieron clásicos como “Por una cabeza”, “El día que me quieras”, “Volver” y “Sus ojos se cerraron”—, y se encontraba en medio de una gira latinoamericana que lo había catapultado a la fama continental.
Además de su figura como cantante de enorme talento, ya se había consagrado como un galán cinematográfico -nada que ver con la imagen que mostraba en sus primeros años- y había enamorado a toda su generación con su presencia y ese tono seductor que entrelazaba una raíz arrabalera con la cordialidad de la época.
Afortunadamente, todavía queda la colosal cifra de las 950 canciones que registró a lo largo de sus dos décadas de carrera. Y ese es el secreto de la vigencia de El Mago, el que cada día canta mejor. Sin la exageración ni la repetición de recursos, podía adoptar una expresión dramática y desesperada, pero también presentarse en un rol alegre y casi humorístico.
Sabía cómo abordar esas interpretaciones repletas de dulzura y delicadeza, ideales para hacer suspirar a sus fanáticas. Y, por si fuese poco, también brillaba en las canciones en que, a través de sobregrabaciones, hacía duetos consigo mismo.
Todo eso en una época en la que los recursos técnicos de las grabaciones eran sumamente inferiores al estándar del momento. Por lo tanto, usted puede imaginarse que el impacto sería aún mayor si las guitarras o sus inflexiones se hubiesen grabado con mayor claridad y en más pistas.
Pero, lo que hace a la figura de Gardel algo mayúsculo, es que siempre hay alguna joya escondida para encontrar en sus recopilaciones. Y, lo más importante, es que su obra representa un diálogo entre generaciones —siempre habrá abuelos o padres dispuestos a mostrarle su obra a nuevos públicos—, que permiten que esa voz inagotable siga emocionando. Ochenta y seis años después de Medellín.