Por Belén Fourment
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Es todo blanco. Los zapatos de punta redondeada y calce elegante. El pantalón, que cae con gracia recta sobre sus piernas flacas, de rodillas angulosas y todavía bailarinas. La camisa al cuerpo, el saco que la cubre y la realza. A veces, él mismo: el público que lo ha elegido durante más de 50 años debe ver, en él, algo parecido a la luz. Es todo uniforme, níveo, impoluto, salvo por un bordado plateado, que trepa por adelante en forma de flores y se remata, en la espalda, con la palabra en cursiva más veces dicha por la boca de Palito Ortega: “Gracias”.
A los 81 años, el cantante y compositor, uno de los más icónicos de la canción popular argentina y con larga carrera de actor, lleva un rato largo a bordo de su gira de despedida. La inició en 2021, en 2022 la llevó al escenario del Luna Park (el registro del traje blanco está en YouTube), y el próximo sábado la traerá a Uruguay. Estará en Enjoy Punta del Este en la noche del 18; últimas entradas en Redtickets.
“Estoy como sintiendo la sensación del abrazo de la despedida, y me siento profundamente feliz y con un sentimiento de gratitud muy grande hacia la gente”, dice en charla telefónica con El País, a metros de Evangelina Salazar, la mujer con la que ha compartido 58 años, el gran amor de su vida.
¿El otro? La música, los escenarios o, probablemente, la melodía. Ahí está el secreto. Ahí está todo.
“Mis canciones han sido muy sencillas, pero varias de ellas han dado la vuelta al mundo. ‘La felicidad’ se grabó en francés, alemán, italiano; grabaron versiones instrumentales las grandes orquestas del mundo, y cuando uno alcanza esa satisfacción, hay algo que ya está lejos de analizarse con precisión. ¿Por qué puede pasar eso?, ¿por qué pasa?”, reflexiona.
“La música popular tiene ese misterio. Tal vez la época que vivimos nosotros haya sido una época más tranquila. No se corría tanto, la velocidad era otra, había más tiempo para escuchar. Me parece que ahora es más consumo y desechar. Aquella imagen de cuando empezamos, en los años 60, era de una familia sentada alrededor de una mesa, viendo un programa o escuchando a un cantante; la gente tenía un poco más de tiempo y asimilaba, con más cariño o amor, cualquier mensaje, o una canción”.
Ortega —que salió de Lules, entonces un pueblo precario de la provincia de Tucumán, y llegó a Buenos Aires siendo apenas un adolescente desgarbado y con la convicción de que un día iba a ser popular— dice que a él lo respaldó su autoría. Que en aquellos sesenta los cantantes latinos se hacían conocidos por, sobre todo, versionar los estrenos de Elvis Presley, Paul Anka y así. Pero a él le pasó otra cosa: la audiencia lo asoció enseguida al repertorio propio, y ya no dependió de nada más que no fuera, a grandes rasgos, su talento.
Entró a El Club del Clan y de ahí salieron sus primeros éxitos (“Bienvenido amor”, “Media novia”) y el himno que lo definiría como el mayor promotor del optimismo en clave pop: “La felicidad”. Vendrían otros —“Sabor a nada”, inoxidable; “Viva la vida”, “Un muchacho como yo”—, pero nada como ese.
“Es una melodía tan, tan simple”, dice ahora. “Yo me acuerdo que estaba en el auto, por la calle, escuché algo que hacía ‘pa, pa’, y no sé por qué se me disparó una idea… llegué a casa, tomé la guitarra y creo que no me llevó más de 10 o 15 minutos terminarla”.
Se han contado otras versiones: que la escribió para cedérsela, justo, a Paul Anka; que se inspiró en su flamante amor con Evangelina, que la hizo de golpe. Se ha escrito, también, sobre lo que aquella canción, que parecía ir a contramano de todo, generó en la convulsa Argentina de fines de los sesenta.
Con lo que se queda Palito, el que siempre agradece, es con otra cosa. Con los videos que vio, grabados en el Albert Hall de Londres, de orquestas tocando su famosa melodía. Con las personas a las que por entonces, cuando el mundo solo le daba sorpresas, se cruzaba en la calle mientras silbaban su canción.
Con las emociones.
“Todo me sorprendía en los comienzos de mi carrera, y yo no hacía más que tomar la guitarra y ver qué ocurría”, dice. “Me acuerdo que fui a un festival en Parque del Plata (en 1964) y llevé una canción, la orquesta hacía un acorde y yo decía ‘A mí me pasa lo mismo que a usted’”, narra y entonces canta, bajito, los versos de “Lo mismo que a usted”.
Aquella noche, tras el estreno absoluto de otro de sus clásicos, el público se fue cantando la pieza que acababa de descubrir. Casi 60 años después, Ortega se vuelve a preguntar cómo una melodía puede irse así, tan rápido, de las manos de uno a las bocas de otros.
—¿Hoy qué lo sorprende?
—Uno no pierde la capacidad de sorprenderse de las cosas que lo emocionan, lo movilizan. La vida se va ampliando. Si tomo como referencia los primeros años desde que llegué a Buenos Aires, con 17 años no cumplidos todavía; bajé con una valijita que me habían prestado de mi pueblo para viajar -que después la tuve que mandar de vuelta-, y salí afuera de la estación, me paré y juro que no sabía para dónde ir. No tenía amigos, no tenía familia… Corrían los tranvías por aquellos años, así que de repente pasó uno y subí. Así empezó mi existencia, esa parte de mi vida aquí en Buenos Aires. Uno parte de ahí, empieza a transitar, va viendo las puertas que se abren y se cierran, y tiene que agradecerle a Dios haber tenido, en esos momentos, la visión clara y el espíritu sereno para elegir bien por qué puerta quería entrar. Porque hay muchas ofertas, y si uno se equivoca, entra en la puerta equivocada y después le cuesta salir. Pensando en esto, siempre le doy gracias a Dios por haber tenido la claridad. Siempre tuve presente el consejo de mi padre, las palabras claras, sensatas y amorosas, que a uno le marcan un poco el camino. Porque en Buenos Aires, cuando llegué y tenía tantas posibilidades, siempre aparecía la imagen de mi padre recomendándome el buen comportamiento, el trabajo, el tener siempre la voluntad de no bajar los brazos. Son todas cosas que uno las lleva por siempre y le sirven de mucho en este largo camino.
—Pensando en aquel tranvía que es, de algún modo, el que lo trae hasta acá, y ahora que el viaje de las giras está por terminar, ¿de qué tiene ganas?
—(Se ríe) Me emociona y me asombra la vida que me rodea, la familia. Me emociono con los chicos; vienen los nietos, me pongo a jugar a la pelota con ellos y digo: qué regalo de la vida esto que me está pasando. Porque si uno no se va muy arriba, no vuela muy alto, no pierde la visión de lo terrenal. Gracias a Dios que no lo perdí. Lo disfruto enormemente. Pensar de mis primeros viajes a Uruguay a ahora, que estoy ya preparando mi recital en el Enjoy para ir a pararme en un escenario tan importante y cantar con la gente, es un regalo que no puedo dejar de agradecer. Porque no sé cuánta gente emprende una carrera y esa carrera se trunca, por una u otra razón. Yo disfruto enormemente del abrazo, de jugar con esos nietos que vienen, tocan la guitarra, cantamos, cosas simples que uno puede hacer y me dan una felicidad enorme. Y si todavía puedo alegrarme con eso, solo queda agradecer.
"Uruguay me recibió cuando no era figura"
“En el comienzo de la carrera íbamos mucho a un estadio, ahí en Montevideo, y realmente era una fiesta popular enorme. El uruguayo ha sido siempre muy cariñoso, muy demostrativo, y desde las primeras grabaciones fui mucho a la televisión allá”, dice sobre su vínculo con la capital uruguaya, a la que no descarta visitar en esta gira final (no hay, de momento, nada confirmado más que el show en el Este).
Palito Ortega recuerda sus amistades con músicos uruguayos, “haber vivido la noche” montevideana y sobre todo de la costa, y el trabajo, incansable.
“Uruguay me recibió cuando yo no era la figura internacional, cuando no había vendido tantos discos ni había hecho tantas películas, y sin embargo me abrieron los brazos generosamente”, dice. “Y eso siempre hay que reconocerlo”.