No dijo una palabra. Su encanto fueron sus sonrisas eternas, como pintadas, hechas para deslumbrar; sus coreografías simples de movimientos de cadera, la cantidad de centímetros entre la boca y el micrófono para dejar que la voz saliera limpia y resistente y poderosa, y el repertorio inapelable que explica este fenómeno: que un artista que lleva siete años sin lanzar discos, que ha sorteado varias caídas mediáticas y que defiende lo clásico como bandera, tenga una de las giras más lucrativas del momento y convoque, en Uruguay, a una multitud inclasificable que cae rendida a sus pies.
Ese es Luis Miguel. El puertorriqueño, el Sol de México, el divo, el incomparable, el dueño de un sinfín de éxitos, el de la serie de Netflix, el que cantó con Frank Sinatra, el seductor, el trágico, el que el viernes salió a cenar en Carrasco y se dejó ver como nunca, el conflictivo, el misterioso, el enigma. El que solo necesita cantar, cantar y sonreír, para demostrar cómo se conquista a un público.
Este sábado, cuando apenas pasaba un minuto de las 21.00, un Estadio Centenario repleto quedó en penumbras y de inmediato comenzó a sonar una banda que, después de algunos compases, recibió a Luis Miguel y se ensambló con el estallido. La aparición de Luismi, uno de los tantos apodos con los que lo tratan sus fanáticos, arrancó un alarido a la altura de las expectativas: llevaba 25 años sin reencontrarse con sus espectadores locales, pero la distancia no justificó ninguna concesión.
En esta gira, ya se sabe, Luis Miguel no habla. Intercala alguna arenga entre sus canciones —algunos lo escuchamos mencionar a Uruguay un par de veces, otros pueden jurar que no ocurrió—, interactúa con la platea a base de gestos, señales y miradas cómplices, pero se ahorra reflexiones, lugares comunes y hasta banderas patrias. La única que hizo aparecer fue la de México, en forma de serpentinas que estallaron después de "La fiesta mariachi". Fue un momento altísimo de su noche.
El espectáculo, abierto por Meri Deal y que tuvo entre el público a figuras como Lucas Sugo, Luis Alberto Carballo o Diego Godín, encontró en la audiencia la confirmación del renovado esplendor de "Micky". El rango de edades, géneros y perfiles fue amplísimo, posiblemente apoyado en el impulso que ha significado, desde 2018 en adelante, una serie biográfica que lo ha posicionado como ídolo de varios tiempos. La convivencia entre espectadores en sus veintes y otros en el entorno de los 80 fue una foto definitoria de la velada.
¿Qué de eso supo Luis Miguel? ¿Qué divisó desde su feudo inalcanzable, rodeado de pantallas, con una gigante al fondo, otras grandes en los costados, tres pequeñas arriba del todo y otras dos bastante singulares, en las caras internas del escenario, como espejos en los que él mismo podía verse? ¿Qué retuvo mientras se acomodaba el traje e intentaba controlarlo todo con una atención casi obsesiva?
Se percató, sí, de las rosas blancas que algunas fanáticas habían llevado para ofrendarle, pero no recogió ninguna. Sonrió con algunos carteles, reconoció soles dorados en las manos que se levantaban altas, distinguió la cortina de luces que bañaba la Tribuna Olímpica cuando las pulseras que entregaban en la puerta se encendían y brillaban. Tuvo un gesto claro cuando, al momento de "Oro de ley", el público levantó los carteles que se habían dejado previamente sobre las sillas y que decían cosas como "Uruguay te ama" o "Gracias por volver": fue señalando las hojas mientras se tocaba el corazón, como agradeciendo, como devolviendo el amor.
Pero no dijo una palabra. En su vuelta a Montevideo, Luis Miguel se limitó a cantar durante una hora y 40 minutos, respaldado por 13 músicos, dos guardias de seguridad que a veces se cubrían con una cortina, un despliegue de luces y visuales a la altura de las circunstancias, y claro, las canciones. Se mostró incómodo con el monitoreo hasta casi el final del recital, con constantes indicaciones para que le subieran diferentes volúmenes; en algunos sectores del Estadio Centenario, la audiencia también reclamó por cómo se escuchó (esta crónica, vale aclarar, se escribió desde la parte delantera del campo). Sin embargo, su semblante y entusiasmo permanecieron impolutos.
No hubo sorpresas en el repertorio ni en la mecánica de su actuación. Abrió con "Será que no me amas", siguió con "Amor, amor, amor" y "Suave", hizo "Culpable o no" como primera balada, ofreció varias combinaciones —"Por debajo de la mesa" y "No sé tu", o "Fría como el viento", "Tengo todo excepto a ti" y "Entrégate", entre otras—, cantó con 13 mariachis "La Bikina" y "La media vuelta", tuvo en "Hasta que me olvides" un momento colosal, y cerró con una fiesta de impronta veraniega con "Ahora te puedes marchar", "La chica del bikini azul", "Isabel" y "Cuando calienta el sol", mientras una decena de pelotas negras rebotaba en manos y cabezas de un público entregado.
Fiel a la línea que ha marcado su oscilante carrera, todo fue clásico: pop de arreglos rimbombantes, pinceladas de R&B, boleros, baladas viscerales, traje y corbata o conjunto de un negro absoluto, secuencias de baile con la sección de metales, coristas salidas de un ensueño hollywoodense, rosas blancas sobre una pequeña mesa, una lluvia suave de corazones rojos para el cierre, una oda al amor y al desamor. Besos al aire. Más sonrisas. Más de su juego de seducción a veces melancólico, a veces inocente. Y ni una palabra.
Porque artistas así, con ese magnetismo y esas canciones, pueden prescindir de la conversación, los saludos, las frases hechas. En su vuelta a Uruguay, que terminó con la camioneta brevemente interceptada por los fanáticos en la salida rauda del Estadio Centenario, Luis Miguel se entregó a través de la música, su lugar en el mundo. Y sus admiradores no necesitaron más, solo la comprobación directa de su gran momento, la euforia del reencuentro y el impacto de su voz.