Una nena con una remera con arcoíris de lentejuelas baila alegre mientras suena la versión más rocanrolera de “Tengo”, que es una invocación al Sandro más pasional. Una sombrilla que dice Capurro gira y gira mientras suena “Rocanrol de Rasputín”, que surfea sobre una batería salvaje hasta estrellarse contra “Hey Jude”. Un vaso de fernet completo cae como lluvia y baña cuatro espaldas mientras “La rubia tarada” es gritada por todos. Son tres fotos distintas, en momentos distintos de una noche distinta, pero algo las conecta, algo las une: la sonrisa de Ricardo Mollo, que durante dos horas es un niño libre, o es un niño, así, a secas. Un nene que no conoce otra felicidad que esta, esta electricidad que pasa cuando su guitarra suena y la multitud canta y no hay nada en el mundo que sea más importante, más relevante, más fascinante que esto que ocurre bajo las estrellas de Atlántida, una noche de verano cuando se termina enero y Divididos se hace uno con Uruguay.
Este jueves 30, el power trío argentino coronó el arranque de una nueva edición de Canelones Suena Bien, el festival musical que organiza la intendencia canaria y que va por su cuarta edición, con intenciones claras de convertirse en clásico de temporada. Temprano, Oriah y El Gato de Ponce templaron al público con actitud y una cuota de música local, que se desparramaba mientras caía un atardecer naranja y el público llegaba lento para probar el plato principal.
¿Cuántas personas dirán, 10 o 15 o 20 años después, que se embarcaron en esto de la música porque un día vieron tocar con entrada gratis a Divididos en Atlántida? ¿Cuántos guardarán este recuerdo en el lugar en que se guardan las cosas importantes, las definitivas? ¿Qué recordará mañana esta mujer arrugada de gorro de visera y musculosa verde que ahora baila como si tuviera en el cuerpo a la adolescencia?
Este jueves 30, Divididos volvió a probar lo incontable, lo lejos que llega la música cuando la ejecuta un trío de guitarra, batería y bajo que no precisa más que conectarse para poder vibrar, para alcanzar algún estado remoto, envidiable, que de lejos se parece al éxtasis. Un trío que es esa esquina extraña en la que confluyen Sumo, Atahualpa Yupanqui, los Beatles, la música celta, la canción mexicana, Hurlingham, Eduardo Galeano y la quintaesencia porteña. Un trío que alguna vez alguien bautizó "aplanadora", y que desde entonces, cada vez que salió al escenario, arrolló todo a su paso.
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En Atlántida, la banda repasó más de 35 años de historia en dos horas de un recital intenso, que abrió con “Cajita musical”, el clásico de Vengo del placard de otro (2002) que de alguna forma establece el vínculo de la música y Divididos (“un atardecer de acordes / el gran ensayo de encontrar / la eternidad”), y cerró con el frenesí de “Nextweek", de la herencia de Luca Prodan. Sobre una formidable puesta en escena con una pantalla curva cruzando todo el escenario, y con creativos visuales trabajados en negro y rojo sobre las imágenes en vivo de la propia banda, hubo lugar para un tendal de clásicos (“Ala delta”, “Sábado”, “El 38”, “Par mil”) y para un par de aplaudidos guiños uruguayos.
Antes de hacer “Como un cuento”, bajándole la intensidad al ritmo que para entonces cargaba la noche, Mollo (que estuvo toda la noche con la remera de El Gato de Ponce, la banda de Suárez que había tocado antes), recordó que la canción ya es también un poco uruguaya, que la trajeron para acá “los chicos de No Te Va Gustar”, que recientemente la grabaron para el ciclo Portal Session. Y luego recordó que “Huelga de amores” está inspirada en un poema de Eduardo Galeano, algo que dijo antes de cederle la guitarra a Diego Arnedo para que se despachara con esta chacarera rebelde, que le grita al viento que “la historia escrita por vencedores no pudo hacer callar a los tambores”.
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Catriel Ciavarella tuvo su propio momento de destaque con un larguísimo solo de batería que aterrizó en “El arriero” de Atahualpa Yupanqui. Mollo también, cuando quedó solo en escena y tocó “Spaghetti del rock”, los ojos llenos de lágrimas, el coro compacto de una multitud. El resto del tiempo, no hubo individualidades ni protagónicos, solo una banda cumpliendo, defendiendo, entregándose.
Al final, mientras sus compañeros improvisaban un cierre instrumental, Mollo se bajó del escenario y recorrió el vallado entregando las púas que usa para tocar sus guitarras. Pero no fue solo eso: con paciencia, miró a los ojos de la gente que se aplastaba para estar lo más cerca posible del escenario, dio algunos abrazos, tocó algunas manos, se inclinó varias veces como si estuviera ensayando una reverencia. Fue su manera de agradecerle a la gente por estar ahí, pero en verdad fue una forma de agradecerle a la música, que al menos para las 25.000 personas que fueron el jueves a Atlántida se impuso como algo sagrado, como un lugar seguro.
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