Subió al escenario a la chica que llevó una bandera que decía: “Dejé a mi esposo en casa para venir a darte un abrazo”, y le concedió eso, un abrazo genuino, de varios segundos, que coronó con una reverencia. Posó con ella para una foto, la vio irse, le extendió la mano como quien intenta prolongar una despedida. Luego caminó hasta el micrófono y quiso pronunciar “Montevideo”, pero su lengua tropezó entre las letras y terminó balbuceando alguna cosa. Entonces acomodó el cuerpo —muchas veces, Lenny Kravitz camina como si lo llevara el viento—, se rió y dijo: “Estoy abrumado. No puedo ni hablar”. Después dijo: “¿Por qué nos tardamos tanto?”. El Estadio Centenario le regresó un grito parejo, el ida y vuelta del amor.
Este domingo 1 de diciembre, tras meses de expectativa y una espera que algunos habrán masticado más de 20 años, Lenny Kravitz se presentó por primera vez en Uruguay, ante una Tribuna Olímpica repleta que no escatimó en aplausos, ovaciones y algún cántico como gestos de cariño. Sin mayores expresiones de euforia, tal vez bailando tímida e individualmente en pequeñas pistas imaginarias, la bienvenida uruguaya conectó con uno de los aspectos centrales de la música de Kravitz: el mantra, el trance, el poder del ritual.
A minutos de las 21.30, el riff de “Are You Gonna Go My Way?” surcó la noche y fue como un rayo eléctrico que se desparramó sobre la multitud: en tres segundos, con cada golpe de la batería de la fabulosa Jas Kayser rebotando en el pecho, la mayoría estuvo de pie y ya nunca más volvió a sentarse. Inmediatamente después, “Minister of Rock N’ Roll” funcionó como un llamado, o más bien como un despertar: para cuando la envolvente “Bring It On” empezó a girar una y otra vez sobre sí misma, el rebaño de Lenny Kravitz ya estaba convencido. Hubo adoración, y fue recíproca.
Entonces, como si se hubiera conjurado algún hechizo que solo tiene sentido cuando se trata de la música, y como si no hubiera nada más que hacer que entregarse y disfrutar, durante la siguiente hora y media, Lenny Kravitz fue y vino entre todas las épocas de su música (de "TK421" a "American Woman", "Fly Away" o "It Ain't Over 'til It's Over"), tocó el bajo, tocó varias guitarras, cantó como si de repente lo perfecto sí fuera posible, se arrodilló a besar el suelo, se estiró lo más alto que pudo para agradecerle a Dios, contorneó la cadera, se tocó el cuerpo mientras el aullido de la gente parecía producirle un placer animal, ofrendó sonrisas, se jactó de su formidable banda, habló en español, prometió volver muy pronto ("esperamos que sea el comienzo de una relación, porque verdaderamente amamos Uruguay", dijo) y al final se sumergió entre el público, se perdió entre la gente, predicó el amor.
Pero antes de "Let Love Rule", como un manifiesto personal y una declaración de algunas de sus razones para ser artista, hizo “Human”. Entonces sonó ese verso que dice que está aquí para ser humano, y el recuerdo de aquel fallido “Montevideo” que había dicho más temprano se apareció de golpe, como si hubiera sido el único instante concreto y real de una noche imposible, en la que Lenny Kravitz vino, cantó y conquistó, y nunca dejó de sentirse como una fuerza de otro planeta, mitad máquina infalible, mitad ensoñación.