Si todas las formas y todas las posibilidades y todos los mundos que se abren ante la experiencia de la música en vivo jugaran un campeonato, ninguna puede ganarle a esta: la que funciona como viaje en el tiempo, como ventana a un tiempo distinto, eufórico, quizás mejor. La que por un rato empuja al público a través de un portal y lo devuelve a la adolescencia, ahí donde todo era más intenso, pero también más divertido, más simple.
Algo de eso, anoche, fue lo que hizo The Kooks. De eso se trató: de la energía febril que por una hora y cuarto envolvió La Trastienda de Montevideo para entregar quizás el show de rock internacional más caliente que se ha visto en la ciudad en lo que va del año. De eso se trata, a veces, la felicidad.
Este lunes, los Kooks debutaron en Uruguay con entradas agotadas y cumpliendo a rajatabla el cliché de la puntualidad inglesa. Fueron, más que una aplanadora, un subidón: la lluvia de verano que le da a la tarde un chispazo épico, el instante previo a un beso, una canción inesperada cuando la fiesta está a punto de terminar.
Con 20 años de carretera y un sonido que fue virando del britpop al indie rock más adrenalínico, con Luke Pritchard como el Mick Jagger de otra línea temporal —menos sexual, menos arrogante, igual de magnético—, la banda desembarcó en Montevideo con una apuesta a la contundencia y a la sencillez. Eso fue: bajo, batería, guitarra y voz como el esqueleto de su sonido, una pantalla con visuales de neón como único soporte, una hora y cuarto de canciones como su oferta final.
Sobre filosos riffs de guitarra y baterías galopantes, con canciones que son la mezcla perfecta entre la banda que toca en un sótano de mala muerte y el soundtrack de una road movie juvenil, The Kooks no le dio tregua a un público que retribuyó la pasión. Hacía tiempo que en Montevideo no se veía a un frontman internacional tan entusiasmado con los uruguayos: Pritchard no paró de decirle a los presentes que eran hermosos, que estaban locos, que eran increíbles. Dejó en el aire la ilusión encendida ante la promesa de un regreso.
Fue fácil creerles, entusiasmarse. Ayer, Pritchard y Hugh Harris en guitarra y Alexis Núñez en batería, o sea los Kooks originales, más el bajista Jonathan Harvey que gira con el grupo desde 2021, dieron muestra de su efectividad y sonido con un show sin respiros, y una ejecución precisa que articuló muy bien el profesionalismo y el corazón. Lo hicieron a toda velocidad, completando un show tan breve (una hora y cuarto, casi un set para festival) que al final, cuando La Trastienda se iba vaciando apenas pasadas las 22.15, había en el aire una sensación de ráfaga, de algo que pasó y sacudió al público y se desvaneció antes de que nos diéramos cuenta.
Aunque conservaron todos los méritos de sus registros de estudio, las canciones, desde la pasional "Always Where I Need to Be" hasta el inevitable cierre con "Naïve", no desfilaron como réplicas: se sintieron vivas.
Con excepción de "Sunny Baby", el tema inédito que vienen ofreciendo en su gira sudamericana, en La Trastienda todo se coreó a la par. Desde el estribillo de "Ohh La" a la calma de "Seaside" que fue casi que el único remanso de la noche, hasta el combo letal de "Matchbox" y "Junk of the Heart (Happy)" que fueron invitaciones directas al baile, para todo hubo una respuesta. Y para todo hubo alegría.
Es que lejos de saber solo a nostalgia, la noche del lunes pareció tener el gusto de un sueño cumplido, de algo que pasa cuando ya se creía que era imposible. Fue el encuentro tardío entre un montón de (esencialmente) treintañeros que se enamoraron del rock cuando hace 20 años escucharon a los Kooks, y la banda que un poco les marcó la vida. Fue un abrazo entre amigos, un buen show, y la vuelta al lugar donde se fue feliz.
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