Pocas composiciones son más icónicas y representativas del siglo XX que Rhapsody in Blue de George Gershwin. Y con motivo de su centenario (se estrenó el 12 de febrero de 1924 en el Aeolian Hall de Nueva York), la Banda Sinfónica de Montevideo la interpretará como cierre de temporada este lunes en el Teatro Solís, con el pianista Luis Pérez Aquino como solista invitado. Entradas a la venta por Tickantel a 390 pesos.
Nacido en Tala y hoy instalado en Atlántida tras pasar varias décadas en el exterior, el artista —ganador de tres premios Juventudes Musicales, más los certámenes Hugo Balzo y Cluzeau-Mortet y becado en Polonia y Roma— comenta que Rhapsody in Blue es una obra disruptiva que forma parte del repertorio habitual de los pianistas. “Es una obra que tiene lo mejor del sinfonismo, pero también lo mejor del jazz y del blues, una unión que nunca se había hecho antes. Gershwin creó una obra maestra que perdurará en el tiempo como uno de los grandes clásicos de la música occidental”, dice el maestro, sentado en la cafetería del Solís.
La Banda que dirige Martín Jorge comenzó las celebraciones por el centenario de esta sinfonía en los barrios, lo que incentivó a que Pérez Aquino aceptara la propuesta. “No es habitual que en el Uruguay vayan con un pianista y un piano de conciertos a lugares no convencionales como canchas de básquetbol. Y me gustó que vaya el vecino y la vecina con su termo y mate a escuchar a Gershwin. También me tiene superilusionado tocarla en el Solís”, comenta.
—Llegó de Roma a Uruguay hace 20 años y se instaló en Atlántida. ¿Por qué eligió ese lugar de Canelones?
—Cuando llegué vine a Montevideo, donde tuve un fugaz pasaje que no fue del todo feliz. Y encontré en Atlántida un lugar que me dio la serenidad y paz que estaba buscando. También me interesaba la docencia, se fundó el Conservatorio de Canelones y lo estoy dirigiendo desde entonces con la Cátedra de Piano, y además me empecé a involucrar en la gestión, algo que me interesaba muchísimo. Mientras tanto he dado conciertos aquí y en la región. Seguí viajando, pero me quedé en ese lugar que colmaba mis expectativas, y ha crecido y hoy es una ciudad donde tenés todo lo que necesitás. Ahí estoy con mis perros, mi jardín y mis pianos.
—¿Los pianos fueron el motivo para la estancia “no del todo feliz” en Montevideo?
—Sí, tenía una vecina a la que no le gustaba mucho que tocara el piano a cualquier hora de la noche. Pero más allá de eso vengo a Montevideo, ya sea por un día, y termino aceleradísimo. Pero allá estoy bien, equilibrado y disfrutando mucho de la música.
—La música ha estado en su vida desde chico, pero no comenzó tocando piano…
—Sí, para la edad que lo hace un pianista, empecé grande. Fue porque empecé tocando el acordeón en mi pueblo, y era buenísimo. Estudiaba con una monja, imaginate lo que era en un convento aprendiendo acordeón... Lo dejo todo a tu imaginación.
—¿Cómo eran esas monjas, con regla en mano y gato en la falda?
—No, eso nunca me pasó. Siempre fueron muy consideradas conmigo. Siempre tuve cierta libertad, y un carácter que no sé si hubiera suportado eso. Porque soy un tipo bastante rebelde, y soy de tomar distancia. Si no estoy de acuerdo en algo lo hablamos, pero no voy a discutir. No soy de armar conflictos, bardos, ni de andar buscando ruido, para nada. Dame libertad, felicidad y risa. Tiene que haber esa energía, esa química, y eso es algo que aprendés cuando sos grande.
—¿Y cómo pasó al piano?
—Tenía 14 años y del acordeón tenía la musculación, la técnica y todas las cosas ya aprendidas. Y la monja, para que no me desmotivara y porque me adoraba, y yo también a ella, me puso a tocar el piano. Era una monja inteligente y progresista. Y cuando me senté en el piano dije: “Quiero ser esto, voy a ser esto”. No fue planeado.
—¿Y su familia qué opinaba respecto a que se dedicara a la música?
—Vengo de una familia donde había que ser panadero, como tus padres, o había que hacer una carrera. Aquello de “m'hijo el doctor” seguía muy presente entonces. Me opuse con todas mis fuerzas, tuve muchísimo apoyo de muchísima gente del pueblo, y acá estoy.
—¿Cómo se logra ser un excelente pianista?
—Con disciplina, así de sencillo. Todavía estoy intentando saber qué es el talento, lo digo de verdad. Porque es una mezcla de facilidad, musicalidad, sentido del arte, del ritmo, y a eso sumarle maestros que te que te sepan guiar, porque esto es un arte complejo y ancestral. Pero a la vez todo eso es negociable. Lo que no se negocia, si querés ser un buen pianista, uno que da conciertos y es solista, hay que sentarse mucho tiempo a tocar el piano.
—Desde sus inicios ganó becas para todo el mundo. ¿Cómo recuerda aquellas primeras épocas ?
—Era bueno para los concursos, pero era una época rara para mí. Hoy me autoanalizo y si bien disfrutaba mucho, no lo podía compartir mucho con mi familia, porque no les interesaba demasiado lo que hacía. Pero apareció gente muy importante que se convirtieron en amigos y estuvieron supliendo esa parte. Pero no tenía ese apoyo que se necesita y que, a mi edad, estoy seguro hace la diferencia. Llegar de un concierto y que alguien te pregunte “cómo te fue”, cosas básicas como esas, en aquel entonces no se estilaba. Igual fue una época muy fermental, estaba muy inquieto tratando de aprender todo, porque venía de atrás, estaba grandecito. Todo cambió cuando logré irme a Brasilia en 1983, a un curso de verano, donde vi otro panorama de la música. Y en 1988 llega la beca a Polonia que fue un antes y un después. Fue trascendental, me cambió la vida.
—¿Por qué?
—Porque me hizo entender que estaba solo, que el asunto era conmigo. Fue duro, porque estaba a 12.000 kilómetros de distancia, con un idioma que no era el mío y en la más grande soledad, con mi maestro y nada más. Allí hice muchísimos amigos que perduran hasta hoy, porque fue mucho tiempo, casi tres años. Me cambió la vida porque venía de un pueblo de Uruguay, donde las cosas, si bien no se me hacían fácil, tampoco la pasaba mal. Y viví un montón de cosas porque fue en un momento crítico, cuando cayó el muro de Berlín.
—¿Esa libertad y serenidad que tiene, se transmite al piano?
—Sí. El otro mes estaba tocando en el Teatro Colón de Buenos Aires, y cuando quise darme cuenta, estaba llorando mientras tocaba el piano. Y eso, el público lo siente. Fue un silencio mágico, como que te abrazan con el silencio, y la gente no sabe qué hacer, si moverse, si aplaudir, si toser para romper ese momento, hasta que alguien pega el grito y arranca todo. No sé porqué me emocioné, porque que es una obra que he tocado mil veces y nunca me había pasado. En ese momento bajó el duende, como dicen. Después de un concierto así te dormís todo y descansas como nunca.
—Hablando de emocionarse, en 2022 lo reconocieron en su ciudad natal, Tala. ¿Qué se siente ser un Ilustre?
—Es raro, porque nunca me ha dado por esas cosas, los premios y las distinciones. Y fui engañado, o al menos sin saberlo, porque no iba a ir. Pero me llamó Yamandú Orsi que en ese entonces era el intendente de Canelones y me dijo que estaba con el auto afuera de casa y que tenía que ir. ¿Qué le iba a decir? Resulta que era una especie de emboscada amorosa porque me encontré con un montón de gente que hacía mucho que no veía. Y entre besos y abrazos se me hacía un nudo en la garganta, porque ahí estaba mi vida, mi niñez. Hasta hoy me emociono por esas cosas. De grande me he vuelto más emotivo.
—¿Fue reencontrarse con un lugar al que no iba desde hacía mucho?
—Sí. Fue idea de Orsi, del alcalde y la gente de de Tala. Fue en la plaza pública donde iba a tomar mate con mis perros, porque siempre fui muy perrero. Era el terror del pueblo porque tenía un doberman que se me escapaba, y las viejas salían despavoridas porque en aquella época esos perros tenían una fama terrible. Lo que pasó me reconfortó mucho. Fue sanador.
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