Por Belén Fourment
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Una hoja de ruta puede ser así: se ubica el 8 de abril en Miami para un show propio; frena una semana después en Nueva York para una actuación en uno de los late night shows más famosos del mundo; vuela una semana más tarde a Bahamas y el 1 de mayo está de vuelta en Nueva York en otro show, con otros músicos, otra impronta. Después, quién sabe: hoy, la rutina de la bajista uruguaya Patricia Ligia es un concepto roto que se arma y desarma un día a la vez.
Hasta el año pasado, la vida de Ligia —34 años, música y compositora, miembro fundadora de Croupier Funk— tenía una estructura flexible. Viajaba de Miami a Boston, tocaba en vivo todas las semanas —ya fuera con sus proyectos propios o en convocatorias ajenas— y daba clases como había hecho tanto tiempo en su Uruguay natal. Era común, dice.
Entonces apareció Karol G.
A comienzos de 2023, Ligia fue fichada para la banda de la artista pop más reconocida de Colombia después de Shakira; la que con “Tusa” desplazó a “Thriller” del tercer puesto de la canción más premiada de la historia. La que en vivo toca con una banda hecha íntegramente por mujeres que aplanan.
“Es como muy de la nada”, dice Ligia en charla con El País, ahora que su nombre se cuela en los medios uruguayos por esta suerte de conquista internacional. “Vengo laburando hace mucho tiempo, y de repente lo que se ve y llama la atención es la punta del iceberg. Pero todo lo que hay abajo, que estuvo ahí todos estos años para sostener esa montaña, viene pasando y seguirá sucediendo. Y se siente bien”.
Sentada en el piso del apartamento de Miami que comparte con una “gringa” de la Florida, con los brazos largos descubiertos y el pelo recogido, Ligia, que también toca el piano y que supo practicar nado sincronizado con ahínco y disciplina, dice que si viaja hacia un lugar muy íntimo, a lo más hondo de la niñez, y piensa en cuando jugaba a dar shows ante un público ficticio, todo estaba ahí. “Todo lo que fui haciendo en la música estaba proyectándose. Y la idea de girar también. Como estar en el mundo”.
Ahora, algo de aquello que “fantaseaba a full” es una realidad que, en las ligas mayores, da sus primeros pasos: con Karol G debutó en el Festival Calibash de Los Ángeles y ya tocó en Puerto Rico, Viña del Mar, Saturday Night Live y así. Tiene un tour en agosto y una proyección de gira para el año que viene, pero aunque la exigencia es de deporte olímpico, la cotidianidad es laxa.
“Me deja tranquila que la dinámica no sea tan corporativa”, dice. “Al contrario, se siente muy familiar”.
Ligia sabe que este proyecto urbano y pop marca un cambio sustancial en su camino, pero sabe, también, que hay mucho más por lo que trabajar. Que hay, por ejemplo, tres “kioscos” que atender: la banda de fusión Mestizas con la que este mes girará por España; el trío de world music que conforma con el chelista Mike Block y el rapero y beatboxer Chris Bacon; y el grupo con el que toca sus propias músicas, esas que espera grabar este año.
Hasta ahora, el proyecto más personal que había tenido Ligia había sido Guanaco. Era un dúo instrumental con Pepe Canedo, baterista de Peyote Asesino y La Vela Puerca; llegaron a lanzar un solo disco.
Si piensa en Guanaco, Ligia piensa en que ahora su voz musical floreció, tuvo hijos, abrió las alas.
Si piensa en su banda actual, que es expansiva e instrumental y ecléctica, dice esto: “Suena a mi mente, a todo lo que viene pasando”.
El presente de Patricia Ligia
Dice que una vez vio una escena de una película “random” en la que una mujer tocaba un bajo. Que no tenía idea del instrumento ni de las notas pero quería saber cómo replicar aquel sonido de los Red Hot Chili Peppers. Y que siempre ha sido de romper “un poquito” las reglas y eso podía ser, por ejemplo, estar ahí, en las cuatro cuerdas, ese lugar donde solo parecía haber hombres.
Fueron esas tres cosas las que hicieron de Patricia Ligia una bajista, que transitó la escena uruguaya hasta que en 2018 se fue Boston para estudiar composición de jazz en la prestigiosa Universidad de Berklee.
Se graduó en mayo de 2021 y a fines de ese año se mudó a Miami, un poco para zafar del invierno más cruel y otro poco para explorar nuevos horizontes.
Ahora, venir a Uruguay es “un trampolín”: “Voy y es para rebotar, para recargar energías, volver para acá y recordar. Acordarme siempre, eso: acordarme de dónde vengo, qué quería ser, nunca olvidarse”.
—Venías tocando en ámbitos más de la música popular, hasta que entrás a formarte a un lugar mucho más duro, académico. Cuando volvés a la calle, a tocar, ¿qué es lo que te llevás de Berklee?
—(Piensa) Lo que yo siento es como si dos puntas que pareciera que iban para lados distintos se empiezan a conectar, y todo se vuelve a encontrar. Es reinteresante ponerse a estudiar después de que ya sos medio profesional, porque hay un tema de bajar revoluciones, volver a ponerse en modo lento, practicar; también hay que aguantar un poco el ego. Berklee estuvo buenísimo y aprendí muchas cosas a nivel de música, composición, tecnología de la industria; en su momento me sumó un montón.
—¿Cómo definís hoy tu vínculo con el bajo y su sonido?
—Relindo. No cambió nada, se hizo mucho más fuerte: a la música le das y ella te devuelve. Lo que me pasó es que en los últimos cuatro años quise trabajar mucho mi sonido, la forma en la que tocaba, la articulación, y decidí embarcarme en esto que era como resetear mi técnica. Y fue superdifícil. Pasás por una fase en la que parece que estás tocando peor, con la fe de que en algún momento todo eso va a dar resultados. Y después de un tiempo largo vi cómo mi sonido cambió.
—¿Cómo aplica esa búsqueda, ese reseteo, a un proyecto como el urbano y pop de Karol G?
—Superaplica, y lo vengo pensando mucho. Creo que en un proyecto como este se requiere un nivel de ejecución y performance muy alto, casi atlético. No hay tanto lugar para equivocarse, improvisar o resolver, entonces lo que más practico es un ejercicio casi mental: es el intento de la perfección. Tengo la posibilidad de balancear mucho. Creo que porque existen todos esos proyectos míos, entonces yo voy y me presento en el escenario de una forma tranquila, sin ansiedad. Y cuando estoy en lo otro ni idea el reggaetón, me olvidé del reggaetón, estoy en un moño que no tiene nada que ver y sí tiene todo que ver. Y a nivel de performance también. Estuve en un escenario tan enorme como el de Viña del Mar, y a la semana siguiente tenía un show con mi grupo en un lugar mucho más chico, para 80 o 100 personas, y yo era otra. ¡Era otra! Todo te da experiencia, todo suma, pero al final sigo siendo yo. En distintos lugares, pero siempre al servicio de hacer la música, de tocar, del arte.