OBITUARIO
El músico, performer, escritor e historiador argentino falleció el jueves y dejó una obra sin igual
La primera vez que lo escuché fue por el entusiasmo del editor de estas páginas. Gabo Ferro venía a tocar a la Sala Balzo hacia fines de 2015 y yo quería saber quién era este desconocido al que le dábamos la apertura de la sección con un título de esos que atrapan: “Música extravagante de hechizos”. La puerta de entrada a su mundo fue “La casa, nuestros discos”, un hardcore de autor, digamos, que retrata una separación a partir del nexo musical.
“Y así quedo la casa que alguna vez fundamos/ Partida por los discos que alguna vez unimos”, declamaba una voz rarísima sobre una guitarra tocada con brío y con furia. No hizo falta mucho más; nunca nadie había cantado sobre una ruptura desde, quizás, uno de los lugares que más duele cuando las convivencias se terminan: los discos perdidos, la música que fue en conjunto y ya nunca más será.
A Gabo Ferro, sin embargo, canciones así le parecían de la parte floja de su obra y se reía cuando alguien la pedía —a esa y a otras— en un recital en vivo. Se reía mucho, en la vida en general, y alguna vez le dijo a El País que tenía “una vida fenómena”; sin embargo, cuando se subía al escenario y se ponía a cantar, el mundo se hacía diferente. La música lo atravesaba de esa forma que le pasa solo a unos pocos artistas.
Sentado en una silla, en general vestido de negro, tocaba y cantaba y todo su cuerpo se convulsionaba por dos, tres minutos, y su voz se elevaba y toda la sala quedaba suspendida hasta el fin del tema. Ahí venían el aplauso, el estallido, el alivio, y luego de vuelta a la tensión.
Gabriel Fernando Ferro, cantante, autor y compositor, poeta, performer, historiador, admirador de Marosa di Giorgio e Idea Vilariño, murió el jueves a los 54 años. Se había iniciado en el hardcore con la banda Porco a principios de los noventa, y tras una larga ausencia de la escena volvió convertido en cantautor, armado solo con una guitarra y con el provocador disco Canciones que un hombre no debería cantar, en el que exhibía una sensibilidad profunda y una voz que no se parecía a nada.
En los 15 años que vinieron después, Gabo Ferro no paró de trabajar: editó nueve discos en solitario, otros tantos en sociedad, publicó libros e hizo montajes escénicos. Entre esos pilares, entre la canción popular y el rock, construyó un discurso lleno de verdad, de juego y de poesía que también estuvo en cada uno de sus intercambios con la prensa. Era de esos entrevistados de una lucidez estimulante.
Desafiaba, decía él, el canon de la belleza; su expresividad vocal estuvo siempre al servicio de la canción y no importó si el resultado era de difícil acceso, incómodo, extraño. Esa libertad y la independencia elegida lo mantuvieron como artista de culto: tuvo el reconocimiento de sus colegas, de la crítica y de los premios, y sin ser masivo conquistó un público fiel que le permitió agotar entradas casi que en cada show. Eso también se replicó en Montevideo, donde estuvo por última vez el año pasado, en la Balzo junto a Luciana Jury. Fue una noche memorable; mi amiga Inés y yo fuimos testigos, como tantas otras veces.
Gabo Ferro podía ser tierno y feroz casi que al mismo tiempo. Podía ser amenazante, un perro rabioso a punto de masticar a la presa, y podía tener la dulzura triste y etérea de una cajita musical. Su arte fue así, estremecedor y radical, movido por la urgencia que solo está en la conciencia plena de lo finito.
“La memoria es asesina: da muerte a la misma muerte”, cantaba Gabo Ferro y decía, ahí también, que hay que llorar un poco, abrir los ojos y después seguir bailando. Que todo está vivo, presente.