MIRÁ LA VIDEOENTREVISTA
El músico uruguayo conversó con El País sobre su flamante álbum, las crisis que atravesó en el último tiempo, el amor y el parecido entre C. Tangana y Jaime Roos
El arte de tapa pone blanco sobre blanco como un homenaje directo a la mejor herramienta que Jorge Drexler ha tenido: la hoja vacía, desierta. Confiesa, desde la Madrid que habita hace más de 20 años, que antes de cada álbum lo atraviesa una crisis “de autoestima compositiva” y entonces una pregunta lo atormenta: ¿podrá volver a componer canciones que lo enorgullezcan tanto como para convertirlas en un nuevo álbum?
Es probable que de cara a Tinta y tiempo, el disco que lanzó este viernes y que presentará en el Antel Arena el 15 de setiembre, el hallazgo de la respuesta se le haya dificultado de más. Una pandemia, la ausencia de conciertos, las dos veces que le tocó atravesar el covid y hasta el fallecimiento de su madre hicieron que la historia fuera diferente.
Tinta y tiempo, dijo alguna vez, podría no haber salido. Pero Drexler sabe, aunque a veces se le olvide, que la hoja en blanco tarde o temprano, en soledad o con ayuda, se llenará de canciones. Sobre todo ese proceso, esta es parte de la charla que tuvo con El País.
—No puedo no empezar preguntándote cómo se hace para meter “la era del Mesoproterozoico” en una canción, en este caso “El plan maestro”.
—(Se ríe) Cuando escribí esa canción dije: “La única manera en que puedo meter esto en el disco es que sea la primera en la frente, así, de entrada”. Porque más vale dejar en claro que es una intención poner una palabra tan complicada. Tengo una prima uruguaya, Alejandra Melfo, exiliada en Venezuela, que es astrofísica y tiene una historia de la Tierra escrita en décimas; es un genio, y esa décima que canta Ruben Blades está escrita por ella. (Recita) “Fundirse los dos en uno, buscar en otro cobijo, crear la palabra hijo barajando la fortuna. Aullar de amor a la Luna con un trizno, una canción”, eso está escrito por ella, que escribió todas las eras de la Tierra con un poema. Y esa es la dedicada al Mesoproterozoico.Y me decía que el amor no siempre ha estado ahí, que el amor también fue inventado; tuvo que ser creado en algún momento. La vida en la Tierra era toda unicelular hasta que de repente, hace 1600 millones de años, dos células se juntaron y formaron un individuo. Nació la cooperación, el sexo, el amor, la simbiosis, las finalidades comunes. Y fue una buena estrategia de supervivencia. Yo lo que quería contar es que hablamos todo el tiempo del amor, pero no lo había contado nunca como estrategia biológica, evolutiva; como un buen plan, un plan maestro. Y más en esta época en la que de vuelta nos hemos metido en una guerra incomprensible. Me parece todavía más importante, en el momento en que nos estamos matando no muy lejos de aquí, recordarnos que un día dos células inventaron una cosa que se llama el amor, que es un plan muy bueno.
—Este es un disco de amor, pero la sensación que me quedó es la de un disco de crisis. No necesariamente de crisis de la edad, sino del artista: de perderse y no saber para dónde ir. Lo pienso por la presencia de amigos, familia y maestros; por cómo el disco dialoga con otros trabajos tuyos, y también por el uso del caos, de una energía ordenada pero caótica. ¿Hubo algo de eso atrás?
—Sí (se ríe). Pero antes de eso, porque yo tengo un altísimo concepto del caos y aspiro a navegar el caos, contame dónde lo ves.
—En el rol que juega la canción “Tocarte”, por ejemplo, me parece que hay algo caótico desde lo pasional; en “Oh, el algoritmo” también hay algo desordenado, en “Bendito desconcierto” con Martín Buscaglia...
—Tenés toda la razón. Te voy a contar una cosa que no había contado. El disco se iba a llamar Palos de ciego en algún momento, porque tenía algo caótico y eso viene de lo primero que dijiste, de estar perdido. Es un disco claramente de crisis; no se suele apreciar pero me alegro mucho de que se vea. La canción que da nombre al disco es una canción de crisis compositiva, personal. Creo que también hay una crisis de la edad; uno se va haciendo mayor y hay muchos miedos que se juntan. Vas diciendo: ¿podré volver a escribir?, ¿me habrá quemado el jet lag el cerebro? Porque he vivido toda mi vida con jet lag, viajando todo el tiempo. ¿Me habrá quemado el cansancio el cerebro?, ¿el éxito? Porque me ha ido bien en los últimos años... ¿Y la edad? ¿Me habrá quemado el covid el cerebro? Fue la última cosa que empecé a pensar, porque no se sabía nada de la enfermedad la primera vez que la agarré. “Tinta y tiempo” es una especie de canción de cuna para un compositor, (recita buena parte de la canción) como si estuviera diciéndome: “Esto es lo que hacés, porque igual no te acordás”. Cada vez que empecé un disco he tenido una crisis de autoestima compositiva, siempre. La intención al ponerme a escribir un disco es de verdad intentar desaprender lo que sabía como para buscar desde otro ángulo. Intentar no repetirme. Yo ya sé que al final uno tiene un estilo que acaba apareciendo, entonces no tengo miedo de probar cosas raras. En el disco hay muchas cosas raras y hay mucho de desaprender, de estrenar. Desde el momento en que estaba escribiendo “Cinturón blanco” pensaba en “Starting Over” de Lennon, y siempre dije que qué pena que Lennon nunca nos explicó cómo se vive después de los 40. Qué se hace con la crisis de los 50 y de los 60 y los 70, cómo es hacerse viejo haciendo canciones y teniendo pareja. Entonces sí que hay muchas crisis concomitantes. Fue la muerte de mi madre entre los dos discos y fue mi primer contacto con la muerte con alguien así, muy cercano. Entonces sí. A pesar de la jovialidad aparente que tiene el disco, lleno de orquestas e instrumentos y experimentos, atrás de esa luminosidad, hay otra cosa que yo no sabía si se notaba.
—En el diálogo de Tinta y tiempo con otros discos anteriores, lo pensaba casi como si viniera a completar una trilogía con 12 segundos de oscuridad y Amar la trama: con 12 segundos como un disco de crisis, de otro tipo de crisis, y con Amar la trama con esas canciones que hablan de amar los procesos. “El día que estrenaste el mundo” me lleva hacia ahí, “Tinta y tiempo” me llevó a “Soledad”, hay cosas en “Bendito desconcierto” que también me hicieron pensar en algunos momentos de Amar la trama… Cuando estás trabajando en un álbum, ¿tomás conciencia de cómo dialoga con el resto de tu universo musical?
—No tanto (se ríe), porque tengo muy poca perspectiva sobre lo que hago. Y escribo en una especie de trance mezclado con desesperación. No disfruto del acto de componer. Me lleva muchos meses, me cuesta mucho y soy muy mala compañía durante ese tiempo. Me obsesiono, me pongo eufórico cuando encuentro una rima, estoy supertrancado cuando no la encuentro, de manera injustificada: ni se arregla el mundo con una rima ni tu vida se arruina porque no la solucionaste. Estoy pensando en esos discos porque no lo había visto así. Yo veía algunos componentes rítmicos con Bailar en la cueva, pero sí es cierto que Amar la trama, que tiene la vocal “A” como un palíndromo imperfecto, la vocal del amor, del pecho, sí noté que es un tema al que aquí volvía. Te voy a ser muy sincero, no tengo muchos temas sobre los que escribo. Pero tampoco los tenía Borges, dicho por él. Escribimos de tres o cuatro cosas. Muchas veces tengo la sensación de que es un telar y voy escribiendo la misma canción una y otra vez; cruzo los dedos para que no se parezcan demasiado pero no siempre lo consigo, a veces se parecen mucho. Tengo cuatro acordes que fueron los primeros que aprendí, los de “Yo quiero tener un millón de amigos” que fue la primera canción que aprendí a tocar, cuando tenía seis o siete años, y en esos cuatro acordes caigo permanentemente. Y hay muchos diálogos. Hay una canción del disco anterior, “Mandato”, que pasó casi desapercibida y este disco muchas veces parece ser un spin-off de ella.
"Escribo en una especie de trance mezclado con desesperación"
—En cuanto a las nuevas búsquedas, en estos últimos años apareció esta dupla compositiva que generaste con C. Tangana, que para el público puede haber sido inesperada por las estéticas que manejan. En algún momento dijiste que escribir con Antón Álvarez era como un estado febril permanente. ¿Cómo esa forma inmediata se coló en vos?
—A Pucho lo conocí en Las Vegas y me acerqué a elogiarlo por las letras del disco de Rosalía (El mal querer), que me habían gustado mucho y sabía que él había participado. Tuve la sorpresa de que fue un tipo increíblemente cariñoso y le gustaba lo que yo hacía, lo conocía. Él estaba en el período de Ídolo, del disco anterior, y veía que estaba girando en otra dirección. Entonces quedamos en Madrid, en esta misma habitación donde trabajamos con Pucho, mi hijo Pablo y Víctor, uno de los colaboradores centrales de Pucho. Y enseguida me di cuenta que tenía un don de escritura y un vector estético clarísimo, como no le había visto a ningún otro artista en mucho, mucho tiempo. Tenía una claridad sobre lo que quería, los límites que podía tocar y hasta dónde podía forzar en otra dirección que igual se iba a contrapesar. Es un maestro del contrapeso Pucho; se fue hacia un lado superurbano, transgresor, y de golpe abre e incluye todo el lado de raíz española. Que si hubiera ido directo a la raíz sería un disco más de los muchos que hay aquí en España, pero como lo trajo desde el universo de lo urbano estableció un terreno único, increíble, almodovariano, colorido, con una idea propia de vestuario, fotografía, puesta en escena. Con una narrativa que todo el país entiende y Latinoamérica también. “Tocarte” fue la primera canción que hicimos juntos. Después “Hong Kong”, con Calamaro, que fue una locura, y luego “Nominao”. Cada una se hizo en una sola jornada de cinco, seis, ocho horas, empezando a veces a medianoche y terminando a las 10 de la mañana. Él trabaja muy rápido y yo nunca trabajé así, y me encantó, porque le damos demasiada vuelta. Hay que ser más expeditivo y confiar más en el primer volcado. Aprendí muchísimo con él. ¿Sabés a qué personalidad me hizo acordar? A la de Jaime Roos. Fijate que no son estéticas similares, pero Jaime también es un centrocampista que distribuye juego. También en su escenario hay muchas personas cantando, también en sus discos hay otros cantantes, también canta y evita cantar, tiene una visión estética clarísima y una comprensión de su país y su momento. Los dos son controladores completos de su proyecto, ensayan muchísimo, todos los detalles se cuidan. De Pucho me sorprendió la velocidad que tiene para escribir. En “Tocarte”, la primera mitad está escrita por él, porque al tipo le va la cabeza con una velocidad tan grande que yo me tuve que ir al balcón y aislarme porque estaban terminando la canción y yo no había puesto una coma. Me puse a escribir bajo mucha presión y al final quedé muy contento. La canción es una especie de candombe minimalista medio pasado por el funky carioca, una cosa de la que estoy muy orgulloso.
—Con un abordaje al erotismo completamente diferente a tu repertorio.
—Con un abordaje al erotismo que yo no hubiera podido hacer solo, porque hay lugares a los que uno le cuesta más llegar, por el propio discurso que estableces. Y se complementa con el video, solo que tiene el punto de vista de una mujer (la directora Joana Colomar). Nosotros queríamos algo superartístico para evitar que cayera en los estereotipos de la música urbana por el lado del video; ni loco. Es un video muy poético que empuja la canción hacia el lado poético. Estoy muy contento, hay cosas que hay que plantearlas así. Y estoy muy contento de haber pedido ayuda.
—¿Y cómo es para vos escribir del amor hoy? ¿Cómo está siendo escribir el amor desde tu lugar actual?
—El amor es EL tema de toda la música iberoamericana. Se canta mucho, se le canta demasiado, es muy monotemático el abordaje, está en todos lados y hay artistas que nunca han hecho una canción que no sea de amor. Entonces te da mucho pudor meterte a hablar de eso, porque es un tema esencial del ser humano, pero está tan visto y cantado que lo principal que me planteo es, a esa gran bola de espejos, no mirarla siempre desde el espejo del amor de pareja, que es por el que entre el 80% del repertorio que suena en una radio. Ahí va lo del Mesoproterozoico o el amor como una manifestación filial, el amor disfuncional, que no tiene que ver con todas esas promesas de media naranja o del gran lema del reggaetón que es: “Yo te lo hago mejor que otro”. Que a veces me dan ganas de decir: “Muchacho, ¿de verdad? Te vas a dar cuenta que no es así” (se ríe). Es que me parece una cosa tan infantil… Entonces la premisa es encontrar un espejo diferente, e intentar cantarle al amor con el que vos tenés contacto. Por eso también hacés coautorías, para hablar de otras realidades. Por supuesto que tenés todo el derecho del mundo a la ficción, pero a mí no se me da muy fácilmente y tiendo a escribir de las cosas que me pasan.
Por eso pido ayuda.
—Y es otro ejercicio de amor, de amor al arte, el de la coautoría.
—Es otro ejercicio de amor. No dejan de ser dos células que se juntan para hacer una cosa entre dos. Y llevamos en eso 1600 millones de años.
"Martín Buscaglia es uno de mis artistas favoritos"
Las colaboraciones que Drexler incluyó en su nuevo disco de estudio, Tinta y tiempo, son cuatro: "El plan maestro" con Ruben Blades, "¡Oh, algoritmo" con Noga Erez, "Tocarte" con C. Tangana y "Bendito desconcierto" con Martín Buscaglia.
A propósito de su canción con el músico uruguayo, dice: "Martin es uno de mis compositores y artistas favoritos. Es una figura absolutamente inspiradora para mí. Tiene un grado de genialidad que no conozco en su generación en otros países. Al igual que Ruben Blades, son artistas muy completos que participan de las tres facetas del ser humano: las ideas, las emociones y luego el cuerpo, el ritmo. Es una música que te sirve para bailar, para pensar o para emocionarte, y cuando un artista es así me emociona especialmente".