Luis Barbé Espinosa no es un hombre de casualidades. A los 27, tras cumplir el sueño de integrar una orquesta en Viena y a días de volver por un rato a su Florida natal, sabe que esta historia tiene un par de claves: la disciplina y la constancia, pero también la causalidad. Todo —el hallazgo fortuito de un talento, la migración a los 17, el estudio, las frustraciones, las casas que limpió para pagarse la carrera, el año entero en el que estuvo peleando por conseguir una visa, la soledad, las alegrías, los prejuicios, las grabaciones, cada vez que pensó en abandonar, cada vez que siguió adelante— lo trajo hasta aquí.
El uruguayo de carrera internacional está en Montevideo con un par de excusas. Mañana, el martes y el miércoles se presentará en la Sala Balzo del Auditorio del Sodre con Ecco Wind Quintet, conjunto que completan un portugués y tres españoles y con el que promete dar conciertos “superdivertidos” que van de lo clásico a lo contemporáneo (entradas en Tickantel) y, jura, dejan al público pidiendo más.
A su vez, los conciertos se enmarcan en la residencia SonArte, un proyecto personal de Barbé que busca ayudar a músicos latinoamericanos que están construyendo su camino. Va del 24 al 30 en Montevideo, con cinco docentes extranjeros en actividades para unos 50 músicos de la región. Recibieron más de 250 postulaciones de 10 países distintos, dice Barbé, todavía incrédulo.
¿Cómo fue que un muchacho de Florida que no tenía ni idea de qué era un corno francés terminó tocando en Viena, grabando bandas sonoras para Hollywood, y liderando un programa para ayudar a los que, como él, también sueñan alto?
Esta es la historia de Luis Barbé, el músico que construyó su pasión.

De una orquesta de Florida a vivir y trabajar en Viena
No funcionó. Cuando era niño, Barbé fue a una clase de guitarra con la ilusión de que le bastaría una lección para salir con un talento pulido. Cuando eso no ocurrió, por primera vez pensó que la música no era para él.
Hijo de una enfermera y un médico, y el menor de cuatro hermanos dedicados a la rama de la salud, Barbé no termina de explicar (quizás no termina de entender) por qué lo sedujo el arte. Llegó a la Orquesta Juvenil de Florida por iniciativa de su madre. En una ciudad en la que no se hablaba de música clásica y en un tiempo en el que las orquestas sonaban a concepto arcaico, Luis, adolescente, fue. No sabía de qué se trataba nada de eso ni qué podía hacer él en esas filas. Pero fue.
Un profesor le dijo que tenía cara de cornista y ese fue su primer contacto con un instrumento que hasta entonces ignoraba. El corno es la unión, dice, entre las maderas y los metales, el sonido que queda justo en el medio de flautas, clarinetes y oboes y de trompetas, trombones, tubas. Un punto de encuentro y también, un poco como él, una rareza.
Pasó la adolescencia estudiando entre Argentina y Uruguay. A los 17 se instaló en Buenos Aires. Poco después se fue a la Karajan Akademie de la Filarmónica de Berlín. Fue uno de los tres finalistas de la audición y resultó becado para la cátedra de acceso imposible con el cornista Stefan Jezierski, una eminencia.
Tenía 20 años y la vida, de pronto, era extraña. Barbé asegura que volvía una y otra vez a la misma pregunta: ¿qué estoy haciendo acá?

“Creo que lo que siempre me gustó fue conectar con otras culturas. Mi sueño siempre era ser embajador y viajar, y después me di cuenta que como músico uno también se puede dedicar a eso, a conectar”, dice a El País cuando se le pregunta por qué la música, por qué esta llama artística, por qué insistir.
Barbé lleva varios años viviendo en alemán. Estudió en Berlín, hizo la Licenciatura en Música en la universidad HMDK Stuttgart y luego se mudó a Austria, donde cursa una maestría e integra la Radio Symphony Orchestra y la Synchron Stage Orchestra, con la que graba bandas sonoras para videojuegos y superproducciones. En la lista reciente está alguna Misión Imposible, alguna de Marvel, Gran Turismo, la serie The Crown, La extorsión con Guillermo Francella, el popular videojuego Call of Duty y hasta una miniserie de Bob Esponja.
“Es una profesión muy solitaria, y en una orquesta que graba para Netflix y HBO y todo eso, se necesitan muchas horas de estudio encerrado en una sala chiquitita. Con muchos músicos es muy difícil hablar porque no están acostumbrados a salir de su instrumento, nuestro instrumento es más bien nuestro escudo: vas al ensayo, tocas, después te vas. Lo único que tenés son charlas de pasillo, ‘hoy está frío’, ‘qué rico el café que tomé ayer’, nada más. Eso fue lo más difícil. Muchas veces me planteé: ¿realmente es esto lo que quiero?”, dice.
Supo perderse en la misma pregunta cuando, para pagar parte de sus estudios y negado a depender de un esfuerzo de sus padres a miles de kilómetros de distancia, comenzó a limpiar casas. “Lloraba todos los días que iba a limpiar porque decía: mis compañeros estudiando, preparándose para una audición, ¿y yo limpiando una casa que no es mía? Pero no me arrepiento. Lloré muchísimo, pero en verdad mi propósito era terminar la universidad y poder pagar mis estudios”, dice. “Todas estas cosas me fueron llevando a lo que hoy es SonArte, para motivar y guiar a otros músicos latinoamericanos”.
Ser músico sudamericano en Europa y el presente
Cuando necesita abstraerse, Barbé no apela a la música clásica: es como si un doctor, dice, llegara a casa a ver Grey’s Anatomy. Escucha reggaetón, tango, jazz. Tiene amigos que no tienen nada que ver con su mundo artístico. Va al gimnasio, uno de los lugares en los que verdaderamente se relaja. Lee thrillers, “novelas superdramáticas”, y sobre todo disfruta del tiempo para sí. “Después de un concierto o de tantas horas de ensayo o de una grabación, es superimportante bajar un poco los decibeles y estar tranqui, sin pensar en nada”.
Barbé disfruta “muchísimo” trabajando, pero reconoce que, al menos en su ámbito, no es la idea que impera en Europa sobre los latinos. “En una audición, uno como latino tiene que tocar mucho mejor, marcar la diferencia, porque ya te miran con otros ojos. Ni hablar de los comentarios de que somos impuntuales, irresponsables o nos encanta dormir la siesta. Por eso creo que uno siempre tiene que estar mucho más preparado”, dice.
Luego equilibra la balanza. “Allá se gana muy bien como músico, es una profesión muy buena y un ámbito en el que siempre estás en movimiento, además de que te da un prestigio muy grande estar tocando de invitado con orquestas reconocidas a nivel mundial. Pero yo sigo siendo ese adolescente que salía de las clases en Berlín con lágrimas en los ojos, porque no podía creer lo que estaba viviendo. Para mí lo más importante siempre fue disfrutar el hoy, tener los pies sobre la tierra. Cuando te subís a dar una audición acá tenés a 90 personas evaluándote y te sentís tan chiquito, que en los bordes de las partituras, siempre me anotaba cosas como ‘hoy y ahora’ o ‘disfrutar’,”.
Todo —las grabaciones, los llantos, las anotaciones en los bordes de las partituras— lo trajo hasta aquí. Ahora, a punto de tocar en el Sodre, antes de hacer la residencia que soñó durante años y justo antes de visitar sus lugares que ya no son tan suyos, Barbé dice que no sabe cuándo fue que esto, la orquesta, el corno, se convirtió en una pasión. Confiesa que se lo pregunta a menudo. “Y basta con sentarme a tocar o a escuchar una de estas sinfonías para saberlo. Me veo yéndome por otras ramas, pero nunca dejaría la música”.
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