La incansable maestra del piano que es una estrella global y solo vino dos veces a Uruguay

La argentina Martha Argerich habla de su presente a los 83 años y con actuaciones en todo el mundo y repasa una de las carreras más elogiadas del circuito mundial de la música clásica

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Martha Argerich

Javier C. Hernández, The New York Times / Basilea
La pianista argentina Martha Argerichacababa de ofrecer una actuación electrizante en una noche nevada en el norte de Suiza. Los fans hacían fila entre bastidores para conseguir autógrafos, y sus amigos le llevaban rosas y crisantemos al camerino.

Pero Argerich, quien a sus 83 años sigue siendo una de las pianistas más asombrosas del mundo, no estaba por ningún lado. Se había escabullido para fumar un cigarrillo Gauloises.

“Quiero esconderme”, dijo afuera del Stadtcasino de Basilea, encogiéndose bajo su voluminosa cabellera gris. “Por un momento, no quiero ser pianista. Ahora soy otra persona”.

Mientras fumaba, Argerich -una de las artistas más elusivas y enigmáticas de la música clásica-se obsesionaba con cómo había interpretado el inicio del Concierto para piano de Schumann esa noche con la Orchestra della Svizzera Italiana. (Su veredicto: “no muy bien”). Y se dejó llevar por el recuerdo de la primera vez que tocó la obra, cuando tenía 11 años en su Buenos Aires natal.

Allí, en el Teatro Colón, en 1952, un director cuyo nombre nunca olvidó -Washington Castro- le advirtió: nunca olvides que a los pianistas que tocan el concierto de Schumann les suceden cosas extrañas.

Argerich pensaba en esas palabras cada vez que interpretaba la pieza. Y ahora sentía que cosas extrañas también le estaban ocurriendo a ella.

Estaba desafiando todas las expectativas de la edad —muchos pianistas pierden velocidad y fuerza a los 70 u 80 años—pero sus dedos aún realizaban hazañas acrobáticas. (”Ahora parecen viejos”, dijo sobre sus manos, “pero aún funcionan”). Soñaba con Schumann, el compositor más cercano a su alma. Descubría “nuevos colores, nuevas dimensiones” en una música que había tocado cientos de veces.

Y a medida que veía a más amigos y colegas musicales enfermar o fallecer, Argerich reflexionaba sobre lo que llamaba su “existencia peculiar”. “No sé qué estoy haciendo, por qué sigo aquí”, dijo. “Este sentimiento es nuevo. No saber”.

Días antes, fui a buscar a Argerich a las costas esmeralda del lago de Lugano, cerca de la frontera suiza con Italia. Artista notoriamente reservada, rara vez concede entrevistas.

Argerich, quien creció en Argentina pero ha vivido durante décadas en Ginebra, tiene fama de mística. Puede invocar un inmenso poder y velocidad en Prokofiev y Tchaikovski. Pero también puede tocar a Bach con delicadeza y elegancia; a Ravel con gracia intuitiva; y a Schumann con inocencia y asombro.

“Es una diosa pura”, dijo la estrella del piano Yuja Wang, quien vendrá a Montevideo en esta temporada 2025 del Centro Cultural de Música, la institución que trajo a Argerich a Uruguay en 2020 (ver recuadro). “Te hipnotiza. Vas a sus conciertos y sales diciendo: ‘Dios mío, ¿qué fue eso?’”.

Las excentricidades de Argerich la han convertido en una figura de culto en la música clásica. No firma contratos, por ejemplo: como es Géminis, dice, teme el compromiso. No tiene publicistas ni asistentes. Desde la década de 1980, evita los recitales en solitario porque la hacen sentir sola, “como un insecto” bajo una luz.

En Lugano, un lugar sagrado para ella, la sorprendí en el escenario del Auditorio Stelio Molo tras ensayar el concierto de Schumann con Charles Dutoit, un exmarido. Me recibió con ojos inquietos, diciendo que estaba cansada, que no se sentía bien, que necesitaba practicar desesperadamente y que no tenía nada que decir. Pero después de un cigarrillo y una Coca-Cola, me invitó a su camerino.

Algunos críticos la han llamado la mejor pianista viva, la última en la línea de titanes como Serguéi Rachmaninov, Arthur Rubinstein y Vladimir Horowitz, su ídolo. Pero ella rechaza ese título.

“¿La mejor pianista del mundo?”, me dijo, sacudiendo la cabeza. “Eso no existe”.

Acompañé a Argerich en su gira por Suiza durante el invierno. Traté de hacerla sentir cómoda, ayudándola con su equipaje y hablándole en español. Pero rara vez tenía ganas de hablar.

Cuando lo hacía, podía ser hipnótica. Me habló del amor y la música como los dos grandes misterios de la vida; de su afinidad con compositores fallecidos (llamó a Chopin “mi amor imposible”); de cómo la música la hacía sentir viva y de sus constantes dudas sobre su talento.

En el escenario mundial, está más ocupada que nunca. Tocó en más de 80 compromisos el año pasado, un estilo de vida que describió como “un poco absurdo”. Recibe elogios casi unánimes, aunque algunos críticos dicen que su interpretación puede ser volátil y desenfrenada.

Su vida en la música comenzó antes de los tres años, cuando un niño en su jardín de infantes en Buenos Aires la desafió a que no podía tocar el piano. En respuesta, se sentó frente al teclado e interpretó a la perfección una canción de cuna. Su maestra, asombrada, llamó a sus padres.

“Era como si estuviera hipnotizada”, dijo. “No tenía otra opción”.

Siendo liceal, Martha ya era conocida en Argentina. Con la ayuda del presidente Juan Domingo Perón, su familia se trasladó a Viena cuando tenía 14 años para que pudiera estudiar con Friedrich Gulda, un iconoclasta pianista austriaco.

Años más tarde, se mudó a Nueva York con la esperanza de conocer a Horowitz, el virtuoso de la época. (“Fue el mejor amante que ha tenido el piano”, dijo). Nunca se encontraron.

Sola y aislada en Nueva York, cayó en depresión y dejó de tocar el piano durante dos años.

Comenzó una relación con Robert Chen, un compositor y director chino, y en 1964, cuando tenía 22 años, dio a luz a su hija, Lyda. Chen y Argerich se separaron más tarde, y ella perdió la custodia de Lyda. No se vieron por más de una década antes de reencontrarse cuando Lyda era adolescente.

Lentamente, Argerich volvió al piano. En 1965, tuvo un gran triunfo: ganó el primer premio en el prestigioso Concurso Internacional de Piano Chopin en Varsovia. El público polaco quedó cautivado. Los comentaristas describieron su interpretación como “cercana a un susurro” y la compararon con Chopin. Argerich recibió un apodo: el huracán argentino.

En los últimos meses, Argerich se ha involucrado en la política, apoyando a un pianista ruso crítico del presidente Vladimir Putin, que falleció en prisión, y rindiendo homenaje a un pianista israelí detenido en la Franja de Gaza. Dijo que sentía la importancia de alzar la voz porque “estos son días muy peligrosos para el mundo”.

Ha evitado actuar en Estados Unidos durante la última década, en parte, según explicó, debido al trato que recibió Dutoit, quien fue acusado de agresión sexual por varias mujeres en 2017 y perdió compromisos con importantes orquestas estadounidenses. (Se divorciaron en 1973, pero ella todavía actúa con él frecuentemente; Dutoit ha negado las acusaciones).

Le hice una última pregunta. Esa noche la vi afuera del teatro, mirando las estrellas. Le pregunté si alguna vez pensaba en su lugar en el universo.

Argerich dijo que a veces reflexionaba sobre la absurdidad de una vida inclinada sobre teclas blancas y negras. “¿Qué somos los pianistas?”, dijo. “Nada. Creemos que es algo extraordinario. Pero no lo es”.

Argerich dijo que ha hecho las paces con su vida.

“Ya no me lo pregunto”, dijo. “Solo toco”.

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