Dice que la música está en ella desde antes de nacer: que debe haber conectado con la voz de su madre, que siempre cantó, y que algo habrán hecho las vibraciones musicales en la panza porque, cuando empezó a hablar, dicen, su primera palabra fue algo así como “toco toco”.
Se crió entre San Bautista, San Ramón y Jardínes del Hipódromo. Fue a la Escuela de Educación Artística Virgilio Scarabelli e incorporó todos los estímulos que allí le ofrecieron: cantó en coros, bailó folclore, aprendió piano, jugó a componer como si cada elemento de la canción fuera una pieza separada. Después se desconectó. Dice que su adolescencia fue esto: “un bichito que estaba todo el día encerrada, escuchando música que no podía compartir”. Que su barrio de periferia le imponía cumbia, plena, reggaetón, pero ella tenía otro mundo interno, uno de Pink Floyd y Extremoduro y los Doors. Lo guardó bajo llave hasta que, con 18 años, decidió irse.
Se liberó en el liceo IAVA, al cierre del bachillerato. “Pude ser yo”, dice ahora a El País, “y fue hermoso”.
De ahí en más, todo en la vida de Valentina Núñez (28) fue de apertura: ella, que había cantado siempre, se acercó a la guitarra mientras cursaba Trabajo Social en la Facultad de Ciencias Sociales; hizo amigos, se animó a tocar en los ómnibus y luego, a componer. Ocho años después, acaba de ganar el Premio Graffiti a mejor artista nueva por su disco debut Anónima, que grabó tras conseguir el primer puesto en el concurso Canciones de Otoño de 2022. En 2023 pasó cuatro meses en Brasil, y Río Grande recibió su música de brazos abiertos; está a punto de volver, para una gira por Porto Alegre y Pelotas.
Antes, Valentina Núñez, que cuando hace música es Fulana de Val, presentará su debut Anónima en Montevideo. El show será mañana a las 20.00 en Sala Balzo, con bailarines, invitados y más propuestas; quedan entradas a la venta en Tickantel. De todo eso, este es un extracto de su charla con El País.
—Toda tu historia desemboca en Fulana de Val, un nombre muy impersonal, y en un disco que se llama Anónima. Con la cuestión de la identidad tan presente, ¿qué sentís que te define hoy?
—Es la primera vez en mi vida que tengo alguna certeza sobre mi identidad (se ríe). Nunca encajé en ningún nado, era “la Fulana”, una cosa que no se terminaba de desarrollar. Y ahora encontré mi lugar. Cuando gané el disco fue importante, porque hasta ese momento todavía estaba medio perdida; sentía que la música era lo mío, pero no terminaba de convencerme de que yo era artista. Ahora estoy segura, y Fulana de Val me dio esa herramienta, me hizo empoderarme. Gracias a ella logro conectar con quien soy realmente y tomo poder de mi propia vida. Anónima salió de otro lado, tiene que ver con que durante mucho tiempo me sentí una anónima que tenía sus canciones pero no se animaba a compartir lo que hacía o mismo la voz, la opinión. Me sentía un poco silenciada por un recorrido de mi vida de muchos prejuicios, bloqueos, muchas cosas. Fue difícil poder sacar mi voz; recién ahora me di cuenta de la personalidad que tengo, y conecto con tantas mujeres que incluso ahora no pueden sacar su voz. Sentí también que tuve suerte para poder estar ahora donde estoy. Si no, hubiera sido una anónima por siempre.
—¿Cuál es el momento en el que dejaste de sentirte una anónima?
—Cuando empecé a tocar mis canciones, cuando me animé. Me costó un montón y tuve que cambiar un montón de cosas de mi personalidad a la fuerza, como si yo fuera alguien por encima de mí: “Ta, ya está, cambiá de una vez”. Creo que después de mi primer toque, nunca más sentí nervios: me siento muy segura cuando canto.
—De alguna manera Anónima, que es tu carta de presentación, resume toda esta historia porque por él pasan un montón de cosas: está la canción de autor, hay algo de Brasil, están el candombe, el arrabal del tango, hay algo más jazzero. ¿A todo eso suena tu cabeza?
—Sí, y todos esos estilos fueron importantes en algún momento de mi vida. Son claves. Hace unos días pensaba que a cada canción la puedo identificar con algún artista que me marcó. “Pa florecer”, por ejemplo: Mónica Navarro fue mi primera profesora de canto y me cambió la vida. “Amor eléctrico” va de la mano con lo que escuché de niña; “Ilusiones”, el candombe, con esa etapa de Jaime; “Girasoles” tiene que ver con las jams, que es donde yo aprendí; esa fue mi escuela...
—¿Hoy cómo te vinculás con el disco?
—Ahora le tengo más cariño que nunca. Hace poco fue la primera vez que lo escuché sin juzgar, y me encantó. Estoy muy agradecida con esas canciones, conmigo misma por haber bancado todo ese proceso, por las puertas que se siguen abriendo y por la fuerza que me dio para seguir en este camino. Que no es fácil, es un laboratorio infinito, no hay receta y no se sabe bien por dónde es, tenés que ir improvisando. Este disco me dio eso, la confianza para seguir improvisando.