Los 30 años de No Te Va Gustar: de una plaza, un plan secreto y un favor a transformar la música uruguaya

Tocaron por primera vez en una placita de la calle Alto Perú, y hoy festejan 30 años en medio de una gira por Europa. Un viaje al origen de No Te Va Gustar, la banda mestiza que le mostró a la música nacional que había otro camino.

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NO TE VA GUSTAR
No Te Va Gustar a comienzos de los años 2000.
Foto: Archivo El País

Dicen que en Malvín, en los noventa, nadie tocaba la guitarra como él. Se llamaba Hugo Bernal, se lucía en una banda de covers de Los Redondos y se defendía en la batería. Vivía solo y tenía ese halo enigmático, entre la seducción y la amenaza, que tienen los personajes de la noche ante los ojos de un adolescente a punto de descubrir ese mundo. Le decían El Loche. Sin él, quizás, No Te Va Gustar no habría existido.

¿Cuántos eventos deben encadenarse, cuántas variables se sincronizan para que una gran historia suceda? ¿Qué movimientos de los elementos pueden cambiar el rumbo o definirlo todo? ¿Dónde se empieza a construir el origen de las cosas?

¿Dónde se empezó a cocinar el comienzo de No Te Va Gustar, que hoy celebra 30 años? ¿En la primera vez que Emiliano Brancciari y Mateo Moreno compartieron auriculares? ¿O antes, desde que un argentino y una uruguaya se enamoraron? ¿O aquel día en que El Loche decretó un nombre y diseñó un plan secreto que haría que todo, un 25 de junio de 1994, sucediera como debía suceder?

¿Quién iba a imaginar que la que empezó como una banda de amigos del liceo iba a festejar su 30° cumpleaños en Barcelona, en medio de una gira por Colombia, Costa Rica, Ecuador, México, Argentina, España, Alemania, Reino Unido, Irlanda, Dinamarca, Perú, Chile, Estados Unidos, Paraguay, Uruguay?

La primera vez que Andrés Sanabria escuchó a No Te Va Gustar, un día de primavera de 1997, no tuvo nada de especial: se la había mostrado el primer mánager del grupo, Santiago Svirsky, y era una banda buena, dice el exdirector de Bizarro, “pero no mucho más”. La segunda fue definitiva. Ya era 1998 y Sanabria, que trabajaba en el sello Obligado, se quedó prendido de una canción, sintió que nadie había descrito a la Montevideo de los noventa con tanta precisión. Se acordó de “Ghost Town” de los Specials, dice a El País, y entendió que esta era “una banda buenísima”.

Dos años después, aparecería como productor ejecutivo de Solo de noche, el disco debut de No Te Va Gustar, para el que aportó 4.000 dólares y que llevaba aquel sol rústico que se convirtió en decoración de cientos de mochilas de ferias barriales.

La canción que lo había conquistado ya no se llamaba “Montevideo”, como en el demo. Ahora era “Nada para ver”, la declaración de amor de un argentino, Brancciari, a la ciudad que lo refugió: “No hay nada para ver, casi nada para hacer / La sorpresa ya no existe más / No hay nada para ver / Pero de eso fue que yo me enamoré”.

Hoy Sanabria, que está en Sony Music y acompañó todo el recorrido de NTVG, dice que la influencia de la banda en la música uruguaya actual es “muy clara e inevitable”, por la presencia que su repertorio consiguió “en la vida de decenas de miles de uruguayos, muchos de ellos músicas y músicos”. “Yo escucho canciones de gente tan distinta como Tabaré Cardozo o Eté & Los Problems y escucho la influencia de No Te Va Gustar”.

El comienzo de NTVG y su influencia en la música local

En Memorias del olvido, la biografía de No Te Va Gustar (2019), Mateo Moreno dice que recuerda los auriculares de un walkman que compartían con Brancciari como si fuera “un cordón umbilical”.

Se conocieron, los dos y Pablo “Chamaco” Abdala”, en el Liceo 10 de Avenida Italia y Mataojo. Brancciari había nacido en Buenos Aires, Chamaco en México, Moreno en Montevideo; la dictadura había atravesado a todas sus familias. Cada uno intentaba encajar, los primeros transitando sus desarraigos; el último con un contexto familiar complejo. Y la música, su lugar seguro, los unió.

En 1993, Brancciari y Moreno quisieron armar una banda. Reclutaron algunos músicos e intentaron convencer al Chamaco, que ya tenía su proyecto, Cerrado por Duelo; se negó. Entonces apareció El Loche.

Personaje pequeño y sustancial en esta historia, fue el que, en medio de una confusión, determinó que el grupo se llamaría No Te Va Gustar (el nombre original, dicen, se lo llevarán a la tumba). Y el que a pesar de que había asumido el compromiso de tocar la batería, nunca llegó al recital de junio de 1994 en la plaza de Alto Perú.

Para salir del apuro, ya en la madrugada convencieron a Chamaco de que los rescatara y entones Brancciari, Moreno y Abdala tocaron juntos en vivo por primera vez. En Memorias del olvido, Loche confesaría: “Para mí, la banda eran Emi, Mateo en el bajo y Chamaco (en batería). No fui a propósito. Forcé la situación”.

Aquella noche de vino cortado y frío polar, en una plaza como la mayoría de las plazas de barrio de Montevideo —alguna palmera, algunos árboles, algún murito—, todo lo que tenía que suceder, al fin, sucedió.

No Te Va Gustar tocando en Palacio de la Música, en 2001. Foto: Archivo El País

Andrés Torrón, músico, productor, periodista y un estudioso de la música uruguaya, todavía se acuerda de la frescura que encontró la primera vez que vio a No Te Va Gustar, en el Cine Plaza, como apertura de los brasileños Paralamas hacia fines del año 2000, y también se acuerda de cómo conjugaban “influencias que aunque no eran novedosas, estaban presentadas de una manera distinta en lo que había en ese momento en la música uruguaya”.

El rock argentino, Fito Páez, Sumo, “cosas lejanas” de Rada y Jaime Roos, la impronta reggae que vinculó esencialmente al rock brasileño: eso, dice Torrón, tenía de especial NTVG. Una conjunción particular, que terminó en “una de las bandas más populares del ‘rock’ latinoamericano”. “Y pondría ‘rock’ entre comillas”, dice a El País, “porque creo que uno de sus méritos es no ceñirse a un concepto cerrado de banda de rock. Me parece que una de las cosas más interesantes que tienen es justamente una sensibilidad pop que no es tan común en la música uruguaya, y que capaz que es eso: que finalmente apareció una banda pop uruguaya que fue exitosa, y no solo en Uruguay”.

Pero la proyección no es solo artística, sino profesional. Como señala Sanabria y han declarado decenas de músicos a lo largo de los años, No Te Va Gustar se convirtió en un modelo de trabajo que funcionó como faro en una industria pequeña y limitada como la local. Aquí donde el arte es a pulmón, Brancciari y su cofradía definieron temprano una forma de funcionar, una ética, un código, un compromiso, que hizo la diferencia. Y otros entendieron que esa manera de emprender era una posibilidad.

"Lo han mostrado como un camino posible, un camino de trabajo profesional constante, con objetivos", dice la cancionista Florencia Núñez. "Yo los veo trabajar y veo que tiran todos para el mismo lado, son un equipo, se reparten las tareas. Uno podría pensar que la banda son los músicos y ya, pero van como en bloque e intentan ayudar a otros para que sigan esa senda".

No Te Va Gustar 2021. Foto: Lu Lee
Los No Te Va Gustar en la actualidad. Foto: Lu Lee

Núñez lo ha confirmado de primera mano. Cantante y compositora rochense, se acercó a la órbita No Te Va Gustar hace cinco años, cuando la banda la convocó a abrir un par de sus recitales en el Auditorio del Sodre y a cantar juntos una canción. Desde entonces, ha visto de cerca el funcionamiento de la familia NTVG, pero también sus mecanismos, su conducta: el rol que juega cada integrante, el aporte que hacen uno a uno más allá de lo artístico; la disciplina de Brancciari, la forma en la que el mánager Nicolás Fervenza "va por todo con uñas y dientes", la impronta y la mirada clave de Nicole Hareau, la mujer más importante de la estructura que han montado, esa a la que, en la interna, nombran como "mami".

Tienen otra cualidad, dice Núñez, y es su disposición a abrir puertas. "Entienden de la sinergia que implica este oficio", dice. "Entienden que es imposible, quizás, crecer solos".

A lo mejor porque así empezó todo: una noche en que una batería había quedado vacante, y apareció la ayuda de un amigo.

De aquella madrugada en una plaza de la calle Alto Perú, queda un hombre, una chispa. Después, 30 años de cosas: empezar a tocar, componer, completar la formación (de esa primera época solo queda el trompetista Martín Gil), trabajar, hacer, siempre con un norte. Anotarse a un concurso, ganar, conseguir plata para grabar el primer disco. Empezar a sentir cómo cambiaba todo, presentarlo en la Sala Zitarrosa, hacer otro y ponerle Este fuerte viento que sopla y llevarlo al Teatro de Verano. Sonar en la radio y la tevé y en todos lados. Viajar. Crecer sin pausa, sin respiro. Cambiar de músicos. Seguir creciendo. Enfrentar la muerte de Marcel Curuchet, caerse, levantarse, confiar en las canciones. Convivir con las críticas y y el amor. Hacerle una canción a la selección. Inspirar banderas y tatuajes y pasiones. Cantarle a decenas de miles. Ser un emblema del rock uruguayo y después, también, del rock argentino. Llenar estadios. Recorrer el mundo. Grabar por el mundo. Hacer lo impensado. Ser empresa y ser familia. Cumplir 30. Nunca parar. Tener con quién quedarse a festejar.

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