Mariano Bermúdez tiene cinco o seis años. Vive en el Cerrito de la Victoria, hijo de una profesora de arpa y de un herrero. Está en un asado rodeado de los amigos de su padre que son hombres grandes, cantores, “borrachines de boliche”. De repente uno se para, camina hasta su auto, vuelve empuñando una guitarra. Se acomoda y canta “Estrella”, un tango dramático, que a medida que avanza se va como desesperando. Algo cambia para siempre: Mariano quiere hacer eso que está descubriendo, quiere cantar así, esa pasión.
Cuatro años después, se quedará dormido abrazado de su primera guitarra. Su madre le habrá enseñado tres acordes y él, con los deditos de niño persiguiendo un La menor, un Re mayor, un Mi menor, habrá hecho algo parecido a “Zamba de mi esperanza”. Tendrá ilusiones, pero ninguna noción de que 30 años después va a ser una figura importante de la plena local.
Ahora Mariano Bermúdez tiene 14, la piel surcada de acné juvenil. Transita Carnaval de las Promesas cuando un amigo le dice que se necesita a alguien en la banda de Rolando Paz, quizás uno de los mejores cantantes que ha dado la música tropical nacional. Hace apenas dos, tres años era un escolar de túnica y moña; ahora, recién abierta la adolescencia, curte la noche más marginal parado frente a un micrófono. Rolando Paz le dice a su padre que mejor no lo deje solo. Él, Mariano, siente que todos quieren cuidarlo: se acostumbra a los veteranos que vienen a decirle que si lo ven con un cigarrillo en la boca lo matan, mientras se desdibujan en el humo de sus propios tabacos.
Vienen otras escenas.
Canta cada vez más seguido, pero nunca se siente del todo cómodo. De repente, con 18, se mete de lleno en la cocina de las canciones y empieza a componer, a producir, a crear; conoce sus limitaciones vocales, pero ya sabe que un día será solista.
Años más tarde, lo reclutan para formar una nueva banda pero la fantasía dura apenas un mes. El proyecto se hunde antes de levantar vuelo. Mariano Bermúdez le pregunta a los dueños de la fallida orquesta si él puede usar el vestuario que iba a ser archivado, las partituras que iban a ser encajonadas y a los músicos que acababan de quedarse sin trabajo, y recibe una generosidad absoluta como respuesta. Tiene 25, siente que hubo muchos resultados desfavorables y que esta es su última bala. Debuta como solista en un cumpleaños en una cooperativa de viviendas, ante un público obrero que, contra sus peores miedos, se levanta y baila. Después, un amigo apela a la viveza criolla y le consigue tres bailes. Mariano tiembla.
“Cantaba pensando: si en una canción se vacía la pista, ¿cómo me quedo solo acá? Sentías las miradas de los que te contrataban como rayos láser, diciendo: que se vaya ya. Era todo temor, mucho más temor y tensión que alegría”, dice a El País, ahora su camino se ha vuelto tan distinto, ahora que está tan presente.
Este jueves, Bermúdez —fanático de Spinetta y Divididos, padre de una adolescente, pareja de Chris Namús— tocará por segunda vez en el año en una Sala del Museo casi agotada (Redtickets). Con más de 20 años de escenarios a cuestas, más de 70 mil oyentes mensuales en Spotify y canciones como “Roto”, “La noche” o “Ya nomás” que andan entre los ocho y los cinco millones de escuchas en YouTube, está en un presente mejor de lo que alguna vez soñó. “Yo sé que estos son los días que voy a extrañar cuando las cosas se enfríen”, dice.
Estos días están hechos de cosas para atesorar. Bermúdez subraya el reconocimiento de sus pares, colegas de varios rubros, igual que el del público.
“Todavía no caigo en ser el plan de un montón de gente que saca una entrada para ir a vernos, y no quiero que se me escape por nada en el mundo”, dice.
En 2022 hizo un par de recitales en el Teatro Movie pero sintió que el público se merecía bailar más allá de las butacas. Encontró en Rambla y Maciel una pista apropiada: una sala de conciertos para 1.100 personas, todo un desafío. En 2023 llenó el lugar por primera vez, pero no pudo disfrutarlo tanto. “Honestidad brutal”, dice, “pero sentí que me faltaba un montón”.
Entendió que eso, un temor que de una u otra forma ha acompañado su recorrido como una sombra, tenía que ser espantado. La gente estaba ahí, donde él siempre había querido, como él siempre la había querido, y tenía que hacerse cargo. Así que se puso a estudiar canto, expresión corporal, guitarra, otros instrumentos. Se armó un equipo, llevó su apuesta a otro nivel. También hizo terapia.
En julio volvió a agotar Sala del Museo. Y fue una fiesta.
El jueves repetirá y tendrá cuatro invitados que se reserva: una artista extranjera, un colectivo singular y dos referentes del género. Está convencido de que este es el comienzo de una era y su banda, formada en su mayoría por músicos que tocan con él desde el momento en que todo empezó, hace 13 años, lo sigue. Cuando Bermúdez les dijo que quería hacer menos boliches y perfeccionarse en el arte de los recitales, todo fue un sí. “Si sale bien va a estar buenísimo, y para la gente también: ver un Mariano que no cambia la esencia, pero que artísticamente intenta ir a más. Yo haría esto todo el tiempo. Si pudiera, me dedicaría solo a hacer recitales”.
Dice otra cosa: que con su banda “son verdad”. Es su mayor orgullo.
La del jueves va a ser una de esas escenas con las que puede contarse la vida de Mariano Bermúdez. Hay otras: la primera vez que extendió el micrófono hacia adelante, en un baile, y la gente cantó el estribillo de “Locas pasiones”. El día que escuchó “Paisaje” a poco de la muerte de su padre, sintió que se le partía el corazón, pensó en grabarla en plena y encontró así su primer gran hit (pasó de cinco a 25 shows por fin de semana). El día que en pandemia escribió “Roto”, el tema que le cambió definitivamente la vida. O lo que le pasó este año, cuando lo convocaron Juli Taramasso y su abuelo, Popo Romano, emblemático bajista, para participar en su ciclo de conciertos. “Yo realmente soñaba que esa gente me llamara un día”, dice y la voz parece derretírsele. “Fui a la casa del Popo a ensayar, vi una foto de Fattoruso, Jaime, Rada y él, y dije: ¡mirá dónde estoy, hermano!, ¡es increíble! Porque realmente en un momento el mapa indicaba que eso nunca iba a pasar”.
En octubre de 2024, Mariano Bermúdez, 32 años después de aquel asado en que escuchó “Estrella”, se sienta frente a su celular y si hay temor, no se nota Toca su guitarra eléctrica de un azul de fantasía, canta “Volver” sin impostar un estilo y sube el video a Instagram. Todo tiene sentido.