"Qué bueno es hablar también, ¿no? Como que últimamente la prensa se ha vuelto casi que un trabajo de los propios artistas: sos vos mismo que subís una historia a Instagram anunciando que tocás, eso le llega a la gente que comulga con vos, que le gusta lo que hacés y más o menos hace que el toque funcione”, dice Martín Buscaglia. “Pero entonces te perdés el pensar”.
Sentado en el mismo estudio en el que nacieron tantas de sus canciones e, incluso, la coautoría “Bendito desconcierto” que fue incluida en el último disco de Jorge Drexler, que un día lo llamó y le dijo que necesitaba un tema en La mayor y le tocó el timbre con un vino bajo el brazo, Buscaglia habla del lado más trascendental de una maratónica gira de prensa que lo tuvo por todos lados. Es que para hacer un Solís hay que trabajar duro. Y ahora va por esa empresa.
Este sábado a las 20.00, el cantautor llevará a la sala principal del Teatro Solís un espectáculo llamado Una canción no tiene importancia, que está lejos de una mirada dramática y tiene como espíritu poner el foco en las obras completas. Lo acompañará un coro de jóvenes talentos, una banda de percusión y un repertorio que rescatará temas de sus orígenes y estrenará inéditos. Quedan entradas en Tickantel.
Sobre eso pensó y charló con El País. Este es un extracto de la nota.
—Hablás del pensamiento de 15 segundos en Instagram, que un poco es el tono de hoy: la idea fragmentada, limitada a algo breve.
—Exactamente, y hay cosas que necesitan desarrollo. Por eso está divino un single, puede ser simpatiquísimo, pero lo que tiene poderío es un disco. Con el single es más fácil hacer algo que te encandile, pero el encandilamiento por definición dura un ratito. Después volves a ver.
—Es el disco el que ilumina, entonces. Y ya estás trabajando en uno, ¿no?
—Estoy pensándolo y sintiendo que va llegando. Nunca tuve ni la obligación de hacer un disco cada dos años ni la necesidad anímica o espiritual. Entre un disco y otro igual sigo haciendo música. En estos tiempos produje, pasé música, compuse para teatro, toqué muchísimo. Pero ahora en el Solís por lo menos cinco temas son nuevos, porque me gustó la experiencia de tocar los temas antes de grabarlos. También hice eso de componer y grabar enseguida; el disco con Kiko (Veneno, El pimiento indomable) es el más extremo: lo compusimos y al mes lo grabamos y al otro lo mezclamos y al otro salió, pero después en el trajín te vas conociendo con esas canciones. Igual es eterno. El otro día escuché un poco de Temporada de conejos y de verdad que no sabía cómo había hecho muchas cosas. Si me pasara como Taylor Swift, que tuvo que regrabar los discos, le pagaría a alguien para que se devane los sesos y lo haga. Estaba muy metido en una cosa más maximalista. Y en general aprendo tan fácil como olvido lo que aprendí. Aprendo lo que necesito. En la música, seguro. No sé si en la vida, pero en la música sí.
—¿Las letras también te develan cosas con el tiempo?
—Es que para mí, todas las cosas buenas contienen misterio; una canción ni hablar, y es algo que he conversado con grandes compositores, Kiko Veneno, Fernando Cabrera, gente que sé que escribe a conciencia y también escribe porque le bajó y confió en que esa frase, aunque ni sepa bien por qué tiene que ir. Yo me hago cargo de todo lo que hago y sé más cosas de las que se notan; no quiero que todo sea evidente. Pero me parece que si vos controlás y sabés todo, alumbrás el misterio e instantáneamente perdés acceso a él. Pasa con la canción: si te tirás a la tempestad de la inspiración pura te ahogás, pero si querés tener la brújula, ves el lugar mítico al que querés llegar, pero no llegás nunca.
—Taylor Swift divide su carrera en eras. Vos venís del disco Basta de música y llegás a este show, Una canción no tiene importancia...
—Totalmente, son cosas que no pensé y ahora son obvias... Antes del Basta estuve haciendo cosas que yo sentí al servicio de otra cosa, no de mí mismo. Y ahora pienso que aunque retomé las riendas de mí, ese camino todavía es el camino. Cada vez con menos elementos doy más rápido en mi diana. Hay una cosa que vengo probando este año: toqué en España y antes por el sur argentino y por Córdoba, y en estas tres giras fui sin guitarra. Entonces viajaba así: llegaba con una mochila, decía “hola, soy el músico”, un colega o la gente de la sala o la producción me conseguían una guitarra, todas diferentes —una de cuerda de acero, una de nylon, una supermoderna, una de una abuela—, me conocía con la guitarra en ese lapso de probar sonido, tocaba, devolvía la viola y me volvía al hotel o a tomar el avión o el tren, solo. Fue una experiencia de despojo divina, muy musical y de aprendizaje. El saber y el confiar en que lo que sea que tengo, para bien y para mal, lo llevo conmigo.
—¿Encontraste algo inesperado en esa experiencia?
—Bueno, la exacerbación de todo ese lado que siempre me interesó, todo el lado más allá de lo evidente que tiene la música, más allá del tocar. Es como que el tocar y llegar a componer una canción de la que estés satisfecho y que te guste, que te emocione y que eso le guste y le emocione a otra persona, no es el final de un camino: es el comienzo. Entonces se tiende a pensar que primero no sabés tocar o componer o cantar, o luego grabar, y vas aprendiendo y en un momento ¡pin!, ¿no? Lograste dominar las herramientas de tu oficio. Bueno, no es que ahí se acaba: ahí arranca, ahí se pone mucho más bueno.
—¿Sentís que la sensibilidad es algo que se ejercita?
—Puede ser, probablemente. Si solo te pasás jugando un jueguito en el celu, que yo también lo hago, no creo que eso te dé unos picos sensibles. Es como una luciérnaga, pero sin la poética que tiene una luciérnaga. Ahora, conversar, la naturaleza, ir al cine… Yo vi dos películas hace unos días, una que me indignó y otra que me emocionó muchísimo, la nueva de Nanni Moretti; salí conmocionado, inspirado, pero de la otra también salí inspirado, porque cuando ves algo que te disgusta, también ejercitás las sensibilidades. De hecho, las vi en el cine las dos, que obviamente es como ver un concierto. Ahí pasan cosas.
—¿El despojo podría ser, entonces, la característica de tu era actual?
—Totalmente. Si la pienso así, hay una era que contiene todo lo que hice hasta mi primer disco; se acaba ahí, pero empezó tocando mis temas en un bolichito o acompañando al Tunda (Prada), a Popo Romano, o en una banda de covers que cantaba Tabaré Cardozo y yo tocaba el bajo a los 18; eso termina en Llévenle. Después veo otra, la de Plácido Domingo, El evangelio según mi jardinero y Temporada de conejos, que es la de llegar a una canción mía definida, más controlada y, quiero creer, sin perder ese misterio. Después tengo la era en servicio: hacer discos y ponerte en servicio de Kiko, de Antolín y de la guitarra sola, como en Somos libres. Y yo creo que el Basta de música arranca una nueva era. Me siento contento con lo que pasó, y tengo más para investigar. Y al mismo tiempo, en todos esos discos que hice hay de todo, y no siento que me falte hacer algo.
—El nombre de este concierto puede sonar apocalíptico. ¿Algo de lo que está pasando con la música hoy te pone en estado de alerta?
—Apocalíptico exactamente no. Todas las generaciones piensan que tienen la posta y tienen esa energía para cambiar el mundo y después todas dicen: “en mis tiempos era mejor”. Hay algo que tiene que ver con la instantaneidad y la obligación de hacer todo y estar siempre presente, porque si no, supuestamente desaparecés. Onda, “si no saco un single se van a olvidar de mí”. No, lo que te tiene que preocupar es que la música se olvide de vos, y eso es una relación más íntima. Por eso me pareció deprimente el affaire Spotify que hubo a principios de año, ver colegas defendiendo a quien te esclaviza, creyendo que dejaban de ser músicos si no existían ahí. “Nuestro amo juega al esclavo”, decía el Indo Solari. Después veo que esa instantaneidad que se te exige conspira contra este elemento que tiene la música, de rescate emotivo; después de la pandemia hubo como un subidón de energía en los conciertos, que al principio lo tomé divinamente, o sea, salís al escenario ahora y es como que salís gritando un gol. Pero eso se cooptó, se agarró y ahora es como una histeria que perdura. Entonces parece que hacer música es sólo tocar en un festival con una pantalla gigante, bailarines atrás y publicar posteos desfachatados. Y yo que sé, un festival para mí es como ir a un shopping. Y no lo digo positivamente. En ese sentido, este concierto apunta para el otro lado. Después pienso que esa necesidad de hiperexposición histérica, ¿viste todas esas películas que hay en las que las máquinas se vuelven inteligentes? Eso es lo que está pasando ahora, usas las máquinas para tu comodidad, pero a cambio de esa comodidad les entregás lo más preciado que es tu discernimiento, tu libre albedrío, todo. Entonces yo también le puedo hacer caso a un algoritmo que me sugiere una canción, pero ahí le estoy entregando lo más entretenido que es decidir si esto me gusta o no, si esto me emociona o no. Las máquinas no se están volviendo más inteligentes para dominarnos: lo que están haciendo es volvernos más tontos a nosotros para dominarnos.
—Más allá del concepto detrás de Una canción no tiene importancia, hay canciones que son fundamentales en la obra de cada artista. ¿Es “Cerebro, orgasmo, envidia & Sofía” tu tema clave?
—Depende. Ahora que subí el remix (con Arnaldo Antunes), repasé la ficha técnica y me gustó ver que básicamente somos Nico (Ibarburu) y yo. Nico tocando batería, no Martín, y yo tocando las otras cosas. Después hay coros, hay unos saxos, pero el combo, lo que hace funcionar el tema, somos dos músicos uruguayos de una generación con influencias en común. Eso me emocionó. “Cerebro” es una que en cierta faceta funkera mundial salió en películas yanquis, una comedia con negros que actúa Mos Def (Next Day Air), ahora me está haciendo un plagio una megaempresa de comida orgánica, están usando un jingle que es un hurto, ya estoy accionando ahí; lo que pasa es que es tan perverso el sistema de que te hagan plagios o que usen tus canciones sin permiso… Pasa mucho. En general terminás conciliando, ¿no? Siempre ganás, porque si usan tu canción, es un robo. Y la usan instituciones y personas que no te imaginarías, que no son solo un gordo de traje fumando un habano, sino gente que después defiende supuestamente a la cultura, que tiene cargos políticos y todo eso. Es superperverso. Y como el músico, sobre todo en Uruguay, siempre necesita un mango, terminás arreglando y no se habla más. A mí me ha pasado te diré que casi una decena de veces, tanto plagios como casos de uso así, sin pedir nada. Pero cantar en un show “Mil cosas” o “Yo nunca pedí” conecta con otra sensibilidad. Por ejemplo, “Visionarios” la cantan en todos los fogones y es divino eso, es precioso.
—Y como persona que vive así la música, ¿cuáles son esas canciones que tienen importancia en tu vida, a las que siempre volvés?
—El otro día escuché “Moon River”, que canta Audrey Hepburn en uno de esos clásicos (Desayuno en Tiffany), y dije: pah, esta es la mejor canción que se escribió en la historia. O por las mañanas a veces pongo “Cuerpo y alma” de Mateo y pienso lo mismo. El día que compusimos con Jorge ese tema, “Bendito desconcierto”, bajó mi hija Juana desde el piso de arriba y dijo: “Bo, acabo de escuchar la mejor canción que he escuchado en mi vida, ‘Alma de Diamante’ de Spinetta Jade”. Y de hecho si escuchás “Bendito desconcierto”, no te digo que es parecida, pero tiene esa bajadita. Porque quedó en el aire esa reflexión y con Jorge dijimos: sí, es así. Lo lindo de la música es eso: que al otro día vas a pensar lo mismo de otra canción.