Es la forma en la que se va al fondo del escenario y le sostiene el micrófono a su tecladista, Joaquín López, para que cante en vivo una de sus nuevas canciones propias. Es cómo se alegra cuando, con la entrada de Chacho Ramos al escenario, el lugar parece derrumbarse a gritos. Es el modo en que cada vez que en sus canciones dice “Matías”, el público responde, con toda su fuerza y alegría: “¡Valdez!”. Son las vinchas de flores luminosas y de brillantina plateada salpicadas por el lugar. El llanto desconsolado que suelta en un momento de la noche, tan comprimido que parece que ya no va a poder pararlo. Son sus canciones, sobredosis de dulzura y romance que equilibra cuando se suelta a hablar y en sus palabras, sus tonos, su manera de enunciar “abombao” y “tarao” y “muchacho”, irrumpe todo el campo y toda una cultura y todo el interior.
Es eso que dice: que él pudo y puede ser él mismo, sin personaje ni pose, porque el público lo aceptó. Y que no hay forma de agradecerlo.
¿Qué hizo de Matías Valdez el nuevo ídolo popular de la música uruguaya de un país? ¿Que llevó a un muchacho de Mendoza, un diminuto pueblo de Florida, a cimentar una carrera masiva en apenas dos años y qué lo hizo el artista nacional más escuchado en 2022? ¿Qué había en un tema como “Latidos” para cambiarle la vida de manera tan drástica?
El sábado, Valdez dio su primer show propio en el Antel Arena, con entradas agotadas con semanas de anticipación. Y las respuestas estuvieron ahí: en la generosidad para con el otro, en un entusiasmo casi infantil plantado en un cuerpo mayúsculo, en un carisma llano y una emoción compartida, en las pegadizas melodías de su charanga y en la cercanía que transmite, pueblerina, casi familiar.
Matías Valdez podría ser cualquiera. Lleva una cruz colgada del cuello pero no habla de símbolos religiosos ni de fe, sino que deja su buena fortuna en manos de los demás. En el recital se recurre al video de un avión con su nombre, con el dibujo de una boina en lugar del tilde de la letra “i”, y se invita a un viaje que tiene como único responsable al público: la voz suave y medida de Valdez dice, en off, que es la gente la que decide a dónde va. La que lo trajo hasta acá, hasta donde nunca soñó, y la que seguirá marcando el paso de su recorrido.
Habla en primera persona, siempre; dice que tiene “macuco susto” y le pregunta a sus amigos si están igual, si les pasa lo mismo. Después les agradece. No se mira como si fuera otro ni se achica cuando entran Larbanois - Carrero y dicen que en él está algo de la esperanza de la música popular nacional. Valdez se hace cargo y es, a la vez, comprensivo: sabe que esto de llenar un Antel Arena o de recibir un disco de cuádruple platino por las reproducciones de su hit “Latidos” podría ser solo una moda. Va por otra historia.
Al Antel Arena llega, con elegante saco y camisa que luego cambiará por gorra y buzo, con un show a la altura de las circunstancias y de la expectativa de un público que lo espera con cariño y respeto. Hay un manto de perfume dulce en el que caben todas las parejas, los amigos, las familias que se abrazan y bailan mientras suenan “Me encanta”, “Quiero un sí”, “De callados”, “Quédate” y así, todo un desfile de canciones románticas enmarcadas en un diseño de luces que parece formar, en el escenario, justo un corazón. La respuesta es la misma cuando el guitarrista Alfonso Delgado se lanza con una versión de “Mujer amante” de Rata Blanca, o cuando Chacho Ramos hace “Sol negro” y Larbanois - Carrero, “Cuando cante el gallo azul”, cuando se estrenan temas inéditos (incluyendo una cumbia con el dúo folclórico y pasta de hit) y hasta cuando llega la balada “Ella”, que Valdez dedica a su madre, sentada en primera fila, y con la que no puede contener el llanto.
Es como si nadie aquí pudiera olvidar que esta historia empezó, algún día, con un muchacho que manejaba un camión, un hijo del campo que quería cantar y pedía poco: algún boliche, un festival del interior. “Uno sueña, pero tampoco sueña tanto”, le había dicho en noviembre a El País, cuando llenar la sala más grande de la capital uruguaya ni siquiera era un plan presente.
Es como si todos aquí tuvieran clara la misión: devolverle a Valdez, aunque sea por dos horas, algo de esa alegría que sienten cuando sus canciones empiezan a sonar en una radio, un baile, un ómnibus o una casa; tan solo un poco de esa omnipresente compañía de la que está hecha esta popularidad.