"Soy Evangelina”, dice simpátiquísima del otro lado del teléfono, Evangelina Salazar. “Espera que lo llamo”. Y uno la escucha caminando y llamando a Ramón, su esposo desde el 27 de febrero de 1967. “Mi amor, ¿dónde estás?”, repite mientras lo busca en lo que uno imagina una mansión.
Ramón, su amor, es aquel al que los que no lo conocemos personalmente no sabemos si llamarlo señor Ortega o, simplemente, Palito, el apodo con el que se volvió uno de los cantautores más exitosos de Hispanoamérica. Y que ahora se está despidiendo de los escenarios, con 83 años que no se le notan, con un show que agotó función el 4 de agosto en el Auditorio del Sodre a donde vuelve el 30 de setiembre ahora sí, quizás a despedirse de su público. Y ya quedan pocas entradas en Tickantel.
El show se titula Gracias y el sentimiento es mutuo. Ortega entrega los grandes hitos de su carrera (están todos) y el público lo saluda con ovación y, de parte de la platea femenina, gritos de amor y hasta obsequios en bolsitas para regalos. Los ídolos populares generan eso.
Sobre alguna de esas cosas, Ramón, el señor Ortega, Palito, charló con El País.
-Estuve en el show que dio en el Auditorio del Sodre y aún estoy impresionado por el cariño de su público. ¿Cómo se recibe desde el escenario todo ese amor?
-Esas cosas hay que agradecerlas porque han pasado ya muchos años y uno aún tiene la satisfacción de subir al escenario y sentir que la gente lo recibe con cariño, con un amor impagable. Un artista puede tener un éxito en un momento determinado pero yo aún viajo mucho por América Latina y me sorprende que se acuerdan incluso de canciones tienen tanto años y eso es una bendición. Cuando empecé en El Club del Clan, en 1962, 1963, íbamos a a Montevideo todos los fines de semana que podíamos. Hacíamos un programa de televisión acá los sábados a la noche y los domingos lo hacíamos en Montevideo y entonces ya había una gran demostración de cariño. Y con el correr de los años uno tiene la oportunidad de subir al escenario y sentir que la gente está. Tal vez haya quienes vivieron aquel momento y tal vez haya gente de una generación nueva.
-¿Y qué seduce a esa generación nueva?
-Vaya a saber si es por los padres o porque las películas se mantuvieron a través de la televisión, no sé. Pero si hay algo que el artista no puede comprar con dinero, ni nada, es el amor de la gente. Eso se da o no se da.
-Pero ese amor también desprende una energía, ¿se acostumbro a eso?
-El artista nunca se acostumbra a un regalo tan hermoso.
-¿Cuál es su primer recuerdo de este lado del río?
-Creo que empezamos a ir por un programa que hacía en Uruguay, la señora Pinky. Después íbamos a a algunos boliches que estaban de moda y quedaban por la costa. Y así hasta que llegamos al Palacio Peñarol y al verlo colmado ya empezamos a sentir que la cosa se había hecho masiva. Eso quedó grabado en la memoria para siempre porque los primeros aplausos son los que estimulan el comienzo de una carrera y los que dan esa energía necesaria para seguir adelante. Y después fui a estrenos de algunas películas, como cuando estuvimos con Carlos Monzón por Amigos para la aventura.
-En el show recordó los festivales de la canción de Parque del Plata...
-Con Chico Novarro, le escribimos una canción a Violeta Rivas, “¡Qué suerte!”, y ganó en Parque del Plata que era un festival internacional. Ahí, vi a un grupo de Paysandú, Los Iracundos y en Buenos Aires hablamos con nuestra compañía discográfica, los llamaron, vinieron aquí a grabar y empezó una carrera que después repercutió en toda América Latina.
-Recién mencionaba al pasar su carrera como director de cine que, de alguna manera, tenía el mismo tono popular de sus canciones, e iban sobre la simpleza de las cosas. ¿Cómo conjugó esos dos universos creativos?
-Lo que he valorado profundamente de mi etapa en el cine es que siendo un chico en mi pueblo de Tucumán, lustraba zapatos frente a un cine y veía a la gente entrar a ver películas de Luis Sandrini, Libertad Lamarque y yo, que soy una persona de una gran imaginación y fantaseo mucho con las cosas, no sé si imaginaba que no solo iba a estar con ellos como actor, sino que además iba a tener la posibilidad de dirigirlos. De esas satisfacciones es que uno tiene que estar agradecido a la gente, a Dios. Y ahí están las películas, como un testimonio de un momento, de una época, y si uno puede dejar eso a otras generaciones para que el día de mañana, tengan, a lo mejor, la posibilidad de verlas y, no sé, darles valor. Me hace feliz ser parte de la historia de la música y del cine de mi país.
-¿En qué momento se dio cuenta que dejaba de ser Ramón Ortega y sería para siempre Palito?
-Cuando grabé mi primer disco para una compañía grande. Antes había estado mucho con la guitarra, grabando para algún sello pequeño, con otros nombres inclusive. Pero cuando entré en una multinacional que tenía a los artistas más importantes del mundo en su catálogo, empecé a tomar conciencia de la importancia que tenía una carrera que nos daba la posibilidad de un programa de televisión que se veía en toda Latinoamérica o tener un disco viajando por el mundo. O cuando empezaron a llegar mis canciones en otros idiomas, en francés, en italiano, en alemán, o grabadas por grandes bandas como las de Ray Coniff o Frank Pourcel. Ahí ya uno empieza a tomar conciencia plena de la repercusión.
-En Gracias, hace mucho hincapié en no abandonar los sueños. ¿Esa es una de las grandes lecciones que quiere dejar?
-Todas las cosas que me han pasado son como sueños que de pronto tomaron forma y se hicieron realidad y que no dejan de asombrarme.
-El repertorio del espectáculo está repleto con sus éxitos más clásicos, ¿le hubiera gustado agregar canciones que quizás no fueron tan populares?
-No. Es que no pueden faltar “Corazón contento”, “Yo tengo fe”, “Sabor a nada”, “Lo mismo que usted”, “La felicidad”. Son partes importantes de mi historia y de mi repertorio. Y van a volver a estar en el Auditorio del Sodre y a empezar a decir adiós, un adiós que lleva implícito el profundo agradecimiento por ese amor que he sentido durante toda mi carrera: el amor de la gente.