Raphael en el Antel Arena: crónica de una clase magistral del eterno Niño de Linares

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Raphael en el Antel Arena. Foto: Marcelo Bonjour

AHÍ ESTUVE

El cantante español volvió a Montevideo y con su espectáculo "ReSinphónico", demostró por qué sigue siendo uno de los artistas más importantes de habla hispana

El problema mayor después de ver un concierto de Raphael y disponerse a reseñarlo, es que se sale pensando en tantas cosas a la vez que resulta un tanto difícil poner las ideas en orden, encontrar la punta correcta para empezar a tirar de la madeja. Porque entre otras cosas, Raphael hace pensar en lo que significa ser artista.

Y en tiempos donde la discusión sobre el arte se ve revitalizada por la pelea infantil —más bien adolescente, hormonal— de dos exponentes de la música latina actual, en tiempos donde se vuelve a discutir si el compositor vale más que el intérprete, ver en vivo a este español es un sacudón a la estantería de las ideas que se repiten y se estancan.

¿O qué autor puede atreverse a cuestionarle lo artístico a un hombre como Raphael, después de haberlo visto este martes en el Antel Arena? Sus dos horas y media de espectáculo, las escasísimas palabras que utilizó para dirigirse al público, pero sobre todo, la entrega que dejó en cada canción, anulan cualquier debate antes de empezarlo.

Raphael, o sea Miguel Rafael Martos Sánchez, tiene 78 años. En mayo, en poco más de 30 días, cumplirá 79. Entonces en un año y semanas tendrá 80. Y tiene el cuerpo flaco y el gesto arrugado y la elegancia lenta, pero la sonrisa ancha, el brillo en los ojos negros y la forma en la que suelta pasos de bailaor en torno a un guitarrista de negro absoluto, o la forma en la que menea sutilmente la cadera como si en provocar al resto se le fuera la vida, hacen que el Niño de Linares todavía esté ahí. Intacto, eterno.

Tendrá una fórmula secreta o quizás es que su fórmula es la que hace explícita en cada escenario: el amor. Cantar, cantarle al resto, cantarnos a nosotros, es el mayor acto de amor que Raphael puede tener. Y de eso se trata todo. De amar con la fuerza de los mares, de amar con el ímpetu del viento, de amar a puro grito y en silencio. De amar de una forma sobrehumana. De amar en forma de canción.

Raphael y el espectáculo "ReSinphónico" en el Antel Arena. Foto: Marcelo Bonjour
Raphael y el espectáculo "ReSinphónico" en el Antel Arena. Foto: Marcelo Bonjour

A las 21.10 y ante la buena concurrencia que acudió al Antel Arena, que presentó para la ocasión una de sus versiones acotadas (es decir, no con la capacidad absoluta de la sala), el cantante español salió a escena vestido de negro, con un saco de figuras plateadas y la melena impoluta. Lo respaldó durante toda la velada una orquesta de 42 músicos, en su mayoría locales; el comando (un pianista, un guitarrista y el director Ruben Díez) son los que giran junto al solista con este ReSinphónico.

La noche se abrió con "Ave Fénix" y a Raphael le alcanzó con tres o cuatro versos para cautivar a toda la audiencia y borrarle las dudas a cualquier incrédulo. Sí, su voz no es igual a la de los setenta y su cuerpo tampoco; es biológicamente imposible. Pero sí, su voz está como nunca. En esta vuelta a Montevideo, el español dio una clase magistral del oficio de ser artista y deslumbró con el dominio de su instrumento: alcanzó las notas más altas sin esfuerzo, se divirtió con los falsetes, apeló al fraseo más hablado o a la cuota extra de histrionismo cuando hubo que sortear algún escollo, y jugó con el aire, con las estrofas aireadas, los silencios. Expandió las vocales para agigantar cada frase y luego fue capaz de cerrarlas de un tirón.

A eso le aportó toda esa interpretación que lo caracteriza, llena de ademanes, de contorneos, de gesticulación. En las dos horas y media de show, Raphael fue un hombre enamorado, herido, feliz, nostálgico, jovial, evocativo, sensual y pudoroso. Entre personaje y personaje, la transición la hizo con sonrisas, con signos de respeto para con su público y casi sin palabras: cuando había pasado una hora y 20 minutos de show habló por primera vez y se limitó a presentar a la orquesta; cuando se despidió del escenario hizo una contundente declaración de amor. Y eso fue todo. No hubo arengas, uruguayismos, chistes innecesarios, reflexiones. El mensaje estuvo en el repertorio.

Raphael en el Antel Arena. Foto: Marcelo Bonjour
Raphael en el Antel Arena. Foto: Marcelo Bonjour

Y analizar un repertorio como el que el Niño de Linares trajo esta vez (31 canciones, nada menos) es ver como siempre se vuelve al tiempo, a la juventud y a la posteridad, a los asuntos del corazón y a la figura de un hombre particular, resiliente. Las pistas se pueden manipular pero llevan a un mismo resultado: Raphael necesita de su público como si de ese intercambio dependiera su energía vital; así fue siempre y así será mientras pueda, en el escenario, renacer.

Se le ha cuestionado la posible ideología y se le ha cuestionado la sexualidad. La ropa y el color del cabello, la forma de moverse, de expresarse y de decir. Se lo ha reducido al espectro de lo "kitsch" y también al del consumo irónico, esto último un verdadero desperdicio. Y él va, ríe último, renace. ¿Que Raphael es demasiado rimbombante? Entonces pruebe con mezclar esas canciones desgarradoras que se volvieron moneda corriente en Aquí está su disco, con una orquesta sinfónica inmensa y unas programaciones de electrónica dignas de una fiesta de algún verano de Punta del Este: eso es ReSinphónico. Eso también es renacer.

Al espectáculo del Antel Arena no le faltó nada. Estuvieron "Vivir así es morir de amor", "Mi gran noche" en versión electrónica y moderna (fue un gran momento), "Volveré a nacer", "Yo sigo siendo aquel", el tango "Nostalgias", "Que nadie sepa mi sufrir" (mano a mano con la guitarra y con baile incluido), "Gracias a la vida", "Adoro", "Resistiré", "Qué sabe nadie", "Escándalo", "Yo soy aquel" y "Como yo te amo", en un repaso parcial.

La estridencia de una orquesta muy meritoria aplastó, en algún momento, al coro espontáneo del público, que se perdía entre cuerdas y vientos y percusión. La audiencia fue muy respetuosa aunque coronó cada pieza con una ovación que, en muchos casos, fue de pie. De toda la cadena de músicas, quizás el único eslabón flojo fue "La canción del trabajo", que a la altura de la noche que apareció (en el tramo final) dejó en evidencia un cansancio hasta entonces bien disimulado.

Son detalles mínimos que no le hacen mella a un despliegue máximo. Raphael tiene 78 años, cumple 79 en mayo. Dio un concierto de dos horas y media en impecables condiciones, y a su trabajo no solo le puso la voz, sino el cuerpo todo, con el único objetivo de llegar al corazón del resto. Y si llegó hasta esta altura de la crónica, habrá entendido que lo alcanzó y con creces. Porque eso es lo que hacen los artistas.

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