Ahí estuve
El puertorriqueño desplegó su sensualidad y fiesta en el Antel Arena; volvería antes de fin de año
El chillido, en la última fila del último de los sectores del campo, es insoportable. Son las 21.20 y en el escenario todavía no pasa nada. Pero las luces se apagaron, y aunque sigue sonando alguna movida canción brasileña, todas las manos ya están en el aire, sosteniendo celulares; los pulgares listos para dar inicio a la grabación y registrar el exacto momento en que Ricky Martin aparezca en escena.
Cuando finalmente sucede —porque como todo lo bueno, se hace desear—, el griterío agudo crece tanto que da para pensar cuánto rato se puede aguantar así, en medio de un coro de 10.000 personas, casi todas mujeres, en un lugar de sonido por lo menos controversial. La experiencia sonora en el Antel Arena es, para que se entienda, como escuchar música con auriculares de mala calidad: todo está saturado.
Imaginen, entonces, el efecto de la efervescencia multitudinaria que genera alguien como Ricky Martin, un cantante talentoso y seductor por igual. Es difícil no caer en cierta cosificación cuando se habla de un artista así, pero el puertorriqueño ha hecho su carrera con base en canciones pegadizas, sí, en su buena voz también, y evidentemente en su apariencia, que se ha adecuado a modas de turno y le ha garantizado estar siempre vigente. El boricua es un sex symbol a prueba del tiempo y la variedad de edades que agotaron entradas para el lunes, lo dejó bien claro.
El show del puertorriqueño en el marco de su Movimiento Tour, se anunció el 27 de diciembre y las entradas se vendieron en días. Tan rápido se agotaron, que hubo fanáticas que ni se enteraron de su venida: los habituales despliegues de marketing no se necesitaron.
Pasadas las 21.20, entonces, cuando la banda arremete con “Cántalo” y la estrella de la noche aparece en escena, rodeada de ocho bailarines que hacen el mayor desgaste, el chillido se funde con la batería y el bajo y la guitarra y el canto de Ricky Martin, y esa bola de sonido dura unos minutos hasta que el espectáculo se impone. Y de ahí en mas, todo es fiesta. Una fiesta enorme repleta de colores, pantallas, bailarines y canciones conocidas.
Hay que repasar la contundencia de un setlist de esos envidiables. El cantante arranca con esa reciente colaboración plenamente boricua que hizo con Residente y Bad Bunny, presentes desde las pantallas; para cerrar hora y media después, por todo lo alto, con el featuring reguetonero/urbano “Vente pa’ca” con Maluma, otra presencia desde las visuales.
En el medio, pasa por los hits bailables “La bomba”, “Bombón de azúcar”, “Livin’ la vida loca” en un cuadro digno de Las Vegas y “Shake Your Bon-Bon”, y en el medio le hace lugar a “Tiburones”, su último estreno y adelanto del disco nuevo. Pasa luego por el bloque romántico que remite al inicio de su carrera, con las lentas “A medio vivir”, “Fuego contra fuego”, “Tu recuerdo”, “Te extraño, te olvido, te amo” -todas estipuladas en el setlist-, a las que agrega para “improvisar un poco”, dice, el clásico “El amor de mi vida”. El coro que acompaña todas es contagioso y encantador. “Vuelve” se cuela un rato después.
Y cuando retoma lo bailable recorre “She Bangs”, “Lola, Lola”, “Pégate”, “La mordidita”, “María” y “The Cup of Life” (“La copa de la vida”, la del Mundial de Francia 98), y mientras el público agita y sigue gritando y baila y goza y lo adora, y mientras las vinchas de brillantina dorada y las luces de las pantallas de los celulares relucen, Ricky Martin hace de todo para complacer. Recorre el escenario como para estar cerca de todos, se mueve, sonríe mucho, canta muy bien e interactúa con su gente. Dice que no los escucha, que canten más fuerte o que canten solos; les indica que hagan palmas, les sugiere los pasos de la coreografía y todo se replica.
Porque es Ricky Martin y hasta cuando suelta un supuesto “Buenos Aires” en vez de Montevideo (vale aclarar, esta cronista no lo escuchó), se le perdona.
“Voy a dejar mi alma en este escenario. Voy a empezar esta semana con mucha fuerza y quería empezar aquí en Montevideo”, suelta al principio del show y elogia “esta maravillosa tienda”. Y tiene razón, porque así como el sonido del Antel Arena es todo un tema, un show como el del lunes no podría tener lugar en otra sala de Montevideo. Espectáculos de tal magnitud y complejidad (por la dimensión del escenario y las pantallas, por las estructuras móviles y la planta de luces) son los que explican la importancia de un arena en un mercado en desarrollo: la magia sucede y uno no está prestando atención al telón medio desprolijo, a las estructuras de hierro y los stage a la vista.
El chillido del principio nunca se calla del todo pero al final, cualquiera se acostumbra y hasta se acopla. Porque Ricky Martin es un poco una fantasía, y lo que trajo fue puro entretenimiento para satisfacer al más lejano, al más frío. Será porque la satisfacción fue absoluta, que le hizo saber a su círculo cercano que quiere volver este año. Este banquete de sensualidad, carisma y entrega se repetiría en noviembre, y vale la pena otra mordidita.