ENTREVISTA
Antes del show con entradas agotadas que ofrecerán este viernes en el Antel Arena, Yamandú Cardozo analizó la permanencia y la evolución de Agarrate Catalina
Sentado frente a una de las tantas mesas de un bar del Parque Rodó, Yamandú Cardozo se entusiasma al hablar del show con el que Agarrate Catalina celebrará sus 20 años en el Antel Arena. “Hay muchas ganas acumuladas porque nunca habíamos vivido una situación que involucrara a todo el mundo y que nos impidiera tocar”, dice el director de una de las murgas más celebradas del carnaval actual sobre las pausas obligadas a causa de la emergencia sanitaria. “El vivo y la conexión con el público es importante, pero el sonar en colectivo es increíble. No sabía que lo iba a extrañar tanto”.
Y lo que se va a vivir este viernes en el estadio cerrado más grande de Uruguay, que ya tiene entradas agotadas, va a ser una verdadera fiesta colectiva. El entusiasmo por repasar el camino recorrido se entrelaza con todo lo que implica la energía inigualable que produce la armonización de un coro que cautiva y que invita a reflexionar sobre unas cuantas cuestiones humanas. Pero, además, lo del Antel Arena será la celebración de un grupo que se mantuvo unido más allá de primeros premios, críticas y varios carnavales sin concursos.
“Es muy removedor y no deja de ser mega asombroso ser testigos de nuestra propia supervivencia. ¿Cómo no nos rompimos? ¿Cómo bancamos estos naufragios?”, se pregunta uno de los tres hermanos Cardozo mientras la moza lo interrumpe para dejarle una botella de agua sin gas. “En la cooperativa somos 30, y de los 17 componentes que participan de los concursos, 12 estuvieron en el primer ensayo. Hay un vínculo afectivo que nos impacta un montón”.
Sobre la permanencia de Agarrate Catalina, las temáticas que definen la esencia de la murga y su relación con el público, el director del grupo dialogó con El País.
—Este viernes llegan al Antel Arena para celebrar los 20 años de la murga. Imagino que no debe haber sido fácil idear un repertorio que resuma estas dos décadas. ¿Qué desafíos se encontraron?
—Armar la lista de temas hizo que la murga corriera peligro de romperse por tantos desacuerdos (risas). La semana pasada cerramos el repertorio, pero enseguida me llovieron los mensajes de los rompehuelgas diciendo que no podían creer que tal canción quedara afuera, así que supongo que seguiremos cambiando la lista hasta el día del show. Lo importante es tener en cuenta lo que queremos contar sobre estos 20 años. Elegimos algunas de las canciones que no suelen estar entre las más escuchadas de nuestra lista de reproducción de Spotify porque conecta con algún momento importante del conjunto. Lo que sí está decidido es que no vamos a ir en orden cronológico, sino que vamos a ir llevando el espectáculo por unidades temáticas. Eso nos permitió darnos cuenta de que hay un montón de canciones que, aunque estén distanciadas en años, tienen un foco en común sobre una problemática: el entramado de interrelaciones sociales a tamaño escala. Va desde el “cuplé de las banderas” a cómo nos dividimos bajo las etiquetas de la ideologías y del pensamiento binario.
—Más allá de la mirada coyuntural, lo que siempre me interesó de su propuesta es cómo suelen abordar las conductas humanas. Pasó con el “El viaje”, que analiza cómo la sociedad mira a la vejez, o con “Amor y odio”, sobre la llamada grieta. ¿Eso les permite que un espectáculo siga vigente?
—Sí. Nos dimos cuenta con Tabaré (Cardozo, su hermano) que nosotros hacemos la murga que nos gustó siempre. Es verdad que el concurso te lleva a que trates temas coyunturales que están ligados a lo noticioso, pero lo que más disfrutamos son los temas atemporales. Nos dimos cuenta de que tenían una fecha de caducidad mucho más larga.
—Ese aspecto permite que su propuesta, que suelen llevar a escenarios del exterior, sea comprendida por cualquier público...
—Sí, ese es un efecto colateral positivo. Lo descubrimos en 2006, cuando llevamos el espectáculo de “Las cucarachas” a Buenos Aires. Era una caricatura del ser humano bastante entendible, pero había un montón de cosas que se iban a perder en el chiste interno así que hicimos como un “diccionario uruguayo para el resto del mundo” y eso permitió que se entendiera. Cuando cantás sin tener que explicar es buenísimo. Además, siempre escribimos lo que sentimos y eso nos habilitó a introducir temas que el concurso no ha prohibido pero tampoco ha fomentado. “La niebla” habla de las enfermedades mentales del anciano y “La violencia” habla de la exclusión. Esos hilos conductores son atemporales y universales.
—Y su forma de abordar esas temáticas se basa en el choque ante lo diferente: está la burla, el miedo, el rechazo y hasta la indiferencia. ¿Es una búsqueda consciente?
—Está buenísimo que lo veas, porque abordamos nuestros espectáculos desde el choque, como decís, y desde el asombro y una percepción que no siempre es amable. Por ejemplo, yo escribí “la niebla” después de ir a visitar a mi abuela. Yo era el último de sus nietos al que reconocía, después de hablar un rato con ella escuché que le preguntaba a la muchacha que la atendía:“¿Y ese quién es?”. Se me cayó el mundo y, aunque escribí la letra de un tirón, la guardé con miedo y vergüenza porque no me animaba a mostrarla. Tiempo después se la mostré a Tabaré y se tiró al piso a llorar, nunca lo había visto así;me dijo:“No sabía que yo sentía lo mismo que vos”.
—Esa es la clave de que haya impactado tanto en su momento. Pocos se animan a abordar el alzheimer y la demencia senil porque el miedo a que nos suceda a nosotros o a un ser querido nos paraliza.
—Claro. Yo lo escribí como en las películas de cowboys: se echan alcohol en la herida y con la punta de un cuchillo se cauterizan. Lo escribí para sanarme y eso le sirvió a otra cantidad de personas. Hay cosas que son instintivas, pero otras las racionalizamos porque nos preocupan un montón: el pensamiento binario, la obediencia partidaria, el no poder ejercitar la disidencia y qué valor le damos a la autopercpeción. Eso sí, intentamos no verticalizar el asunto y no intentar establecer una pseudopedagogía; abordamos cada temática desde la pregunta para tratar de entendernos. Es una manera de interpelar; es una pregunta honesta hecha frente al espejo.
—Un fenómeno llamativo, y que incluso abordaron en su último espectáculo, es la relación de la murga con el público: lo que inició como el orgullo de algunos seguidores mutó hacia una especie de rechazo. ¿Cómo lo toman?
—Es algo que se ha repetido históricamente y tiene que ver con cómo las personas se relacionan con las obras que los interpelan. Tiene que ver con el sentimiento de pertenencia, y estudiando la mecánica hater y la apología del under, siempre está la idea de que alguien le gustaba algo cuando no eran conocidos. Es algo así como: “Yo era de los pocos y de los exquisitos coleccionistas”, pero cuando eso tiene éxito y se masifica, te deja de gustar porque ya no es especial porque solo a vos te gusta. Al final, lo que hay es un montón de importancia al yo más que al evento artístico. Lo decimos con conocimiento de causa porque hemos estado de los dos lados: mi hermano Martín se enojó unos cuantos meses con Metallica porque el cantante se había cortado el pelo (se ríe)... pero eso no lo hace menos metalero.
—Pero, ¿a qué se debe en su caso?, ¿es por las giras o por el cambio de foco en sus espectáculos?
—Creo que es porque se fue perdiendo la sensación de comunidad en la que uno estaba seguro y políticamente piensa lo mismo. Una cosa es ese microclima de saber que el artista va a estar de mi lado, pero cuando ves que hay gente que piensa diferente y que sigue a la murga, entonces te bajás del tren. Es una mecánica que también admite el cansancio y el desencanto, y lo festejo porque también está bueno que te desamores de la murga y luego te puedas volver a enamorar. Que no te haya gustado una actuación no quiere decir que el resto de la obra sea horrible. Es mejor no tener talibanes a favor, porque lo más lindo de esta profesión es que yo no tengo tu amor para siempre. Cada espectáculo es un pacto que se tiene que volver a firmar con el público.