Los mecanismos de la memoria son extraños. No sé, por ejemplo, por qué recuerdo lo que recuerdo de aquella tarde. Por qué hay imágenes que se quedaron en un lugar que tiene más que ver con el cuerpo que con la cabeza. Por qué hoy puedo volver a aquel día como si el tiempo no hubiese pasado.
Era 2005 y era setiembre. Lo sé porque fue unos días antes o unos días después de mi cumpleaños número 11. Con mi familia nos habíamos mudado desde Melo a Nueva Helvecia a comienzos de ese año por el trabajo de mi padre y, en ese movimiento que sucedió sin aviso, de repente, una de las promesas de mis padres para que el golpe no fuese tan duro fue que íbamos a estar más cerca de Montevideo, que íbamos a poder hacer cosas que viviendo tan lejos no podíamos. Que si Floricienta venía con su espectáculo a Uruguay podríamos ir a verla. Eso dijeron.
Del viaje desde Nueva Helvecia a Montevideo no recuerdo nada, pero sí recuerdo —con una fuerza indeleble— algo de lo que sucedió después: la caminata con mis hermanas y mi madre para entrar al Cilindro Municipal, la ubicación en la sala - ni tan cerca ni tan lejos-, el pantalón fucsia y la campera blanca que estaba estrenando ese día, la camiseta del hombre que estaba parado al lado de nuestros asientos que decía “staff”, la charla de mi madre con ese hombre sobre el precio de las entradas, las formas amables con las que nos dijo que le escribiéramos una carta a Floricienta, la carta que le hicimos con mis hermanas en un papel arrugado que el hombre sacó de su bolsillo - “Somos cinco hermanos de Melo, te queremos mucho”-, la sensación en la panza - justo abajo del estómago, cerca del ombligo- que sentí cuando un brazo se asomó entre bambalinas y saludó al público, el eco de los gritos frenéticos cuando se apagaron las luces, los colores, los actores que podían volar, la ilusión inocente cuando Floricienta - Florencia Bertotti, entonces 22 años- apareció en el escenario como si fuese un acontecimiento, los rulos que caían con vida propia y aquella sonrisa. Sobre todo, recuerdo eso: una sonrisa amplia que se expandía con el color de un cristal.
Hoy a las 19:00, Florencia Bertotti se presenta en el Palacio Peñarol para cantar las canciones de Floricienta, la novela creada por la productora argentina Cris Morena, y otras que acompañaron su carrera como actriz. El show es parte de una gira por Latinoamérica.
De aquella tarde de 2005 pasaron 18 años. No quedan muchos rastros de ese tiempo todavía analógico. El Cilindro ya no existe,Cris Morena ya no hace novelas para la televisión abierta, los niños y las niñas ya no escuchan música en CDs, ni saben de la espera interminable entre una tarde y otra para mirar el siguiente capítulo de una historia. Y sin embargo, hay algo que sigue. Algo que hace que hoy el Palacio Peñarol tenga las entradas prácticamente agotadas para escuchar a Florencia Bertotti cantar las mismas canciones que hace dos décadas.
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Era 2004 y, después de haber hecho Rebelde Way y Rincón de Luz, Cris Morena anunció una nueva historia.
Estaba inspirada en La Cenicienta, el cuento de hadas en la versión de Charles Perrault, la película La novicia rebelde y el mundo de Cris Morena, que venía de Jugate conmigo y siete temporadas de Chiquititas y estaba hecho de niños, colores, canciones y algunas ideas que se repetían en todas las novelas: la fantasía, la ilusión -tan cuestionada- de que todo es posible.
De esa mezcla surgió Floricienta. La historia giraba alrededor de Florencia, una chica huérfana de madre que no sabe que es hija de un millonario. Trabaja en una verdulería y tiene una banda con los amigos de su barrio. Un día, por azar, comienza a trabajar en la casa de Federico Fritzenwalden para cuidar a sus hermanos. Se enamora de él pero tiene que lidiar con su novia, Delfina (que termina siendo su hermana), y su suegra, Malala.
Una Cenicienta de comienzos de los 2000 que no iba a bailes ni usaba zapatos de cristal ni tenía un hada madrina que le transformara calabazas en carruajes. Floricienta usaba zapatillas, se vestía de colores, creía en los amuletos y en las hadas de la suerte y cantaba canciones.
No era una princesa. Era una chica común y corriente que se parecía a todas, que podría ser cualquiera. Era torpe y atropellada, histriónica, decía siempre lo que pensaba y si lo tenía que gritar, lo gritaba. Bailaba cuando nadie quería bailar, peleaba por lo que creía, caminaba el mundo defendiendo algunos ideales, algunas banderas.
Tal vez ese fue uno de sus encantos, de sus superpoderes. Mientras en la televisión todo era absurdamente perfecto, Floricienta habitaba lugares que nada tenían que ver con lo perfecto. Se parecía a mí y a mis amigas, podía ser la hermana mayor de cualquiera de nosotras: Floricienta era real.
Pero hubo algo más. En el libro Cris Morena, escrito por Pablo Méndez Shiff, se mencionan algunos elementos que la productora no había explorado hasta entonces. Por un lado, el humor como parte central en la historia. Y, por otro, que a diferencia de los productos anteriores de Cris Morena, Floricienta no fue pensada exclusivamente para el público infantil y juvenil, sino como una telenovela para toda la familia.
Duró dos temporadas, entre 2004 y 2005. Tuvo 361 capítulos. Dos espectáculos en el teatro. Giras por Argentina, Israel y Latinoamérica. Uno de ellos llegó al estadio de Vélez, con capacidad para 50 mil personas. El final se transmitió en vivo desde el Hipódromo de Palermo, donde hubo más de 40 mil espectadores. Tuvo revistas, álbumes de figuritas, vinchas y remeras.
Después de casi 20 años, Floricienta se puede ver completa en HBO Max y Cris Morena trabaja en un spin off de la novela, Margarita, que está en este momento rodando en Uruguay.
Fue la historia, fue la forma, fue la productora, fue el momento, fueron las canciones, fue la trama, fueron los chistes. Pero, sobre todo, fue ella, Florencia Bertotti, una actriz que, cuando empezó a trabajar con Cris Morena tenía 21 años y nunca había sido la protagonista de ningún proyecto.
En una entrevista que Cris Morena le dio a Clarín en 2004 y que recoge Pablo M. Shiff en su libro sobre la trayectoria de la productora, dijo: “Yo quería trabajar con Florencia, primero la busqué a ella y después inventé a Floricienta. Quería que ella expresara esa enorme capacidad histriónica que tiene, ese ángel, con un personaje a su medida”.
Fue su voz y la expresión de su cara, la forma de mirar a la cámara, la manera torcida de poner los pies cuando se sentaba, el alboroto y la turbulencia, la falta de elegancia y la desfachatez absoluta, la ternura y aquella sonrisa que era una promesa: no nos olvidaría. Y nosotros tampoco.