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Carlos Bilardo, uno de los personajes fundamentales del fútbol argentino, está en el centro de la elogiada serie que llegó esta semana a HBO Max
Los testimonios se suceden. Los campeones de 1986 hace rato que peinan canas y no hacen jueguitos, pero basta que les pregunten sobre Bilardo, sobre Carlos Salvador Bilardo, para que se les dibuje una sonrisa adolescente. Las arrugas desaparecen y el brillo en los ojos es el mismo que los futboleros han visto cientos de veces en cada repetición de la hazaña conseguida por la selección argentina.
Y eso que lo que cuentan, sacado de contexto, suena fuera de este mundo: “Nos metió en la cabeza que para estar ahí había que sufrir. Si no sufríamos es que algo no andaba bien, pero él era el primero”, se emociona Oscar Ruggeri. “La camiseta era lo primero y después venía lo otro: la familia, la esposa, los hijos. Yo no me adapté y por eso renuncié”, lo acompaña en las declaraciones Julio “El Vasco” Olarticoechea.
Bilardo, el doctor del fútbol, la docuserie que se estrenó el jueves en la plataforma de streaming HBO Max, es una declaración de amor a la vez de una reivindicación a la trabajo y figura de un hombre aún hoy cuestionado por sus métodos al borde del reglamento, por esa obsesión que más acá en el tiempo lo hizo aceptar con amargura que se olvidó de vivir, “como dice Julio Iglesias”. Y que dio todo para que la Copa del Mundo fuera argentina.
La serie de cuatro capítulos dirigida por Ariel Rotter está estructurada con sencillez, sin piruetas narrativas innecesarias y apoyada en un impresionante trabajo periodístico para recoger cada testimonio, tanto de compañeros de trabajo como de periodistas, familiares y amigos del director técnico. También hay imágenes de entrevistas televisivas (menos de las que uno creería) y el gran diferencial de haber podido acceder al archivo privado del propio Bilardo.
La actualidad se funde con recuerdos del pasado, momentos íntimos que el DT acostumbraba registrar personalmente. Y de esta manera —al igual que hacía él obsesivamente con cuanto partido llegara a sus manos— el espectador puede analizar más y mejor la dinámica familiar, su vida fuera de la cancha y de las luces de la televisión.
Es en este punto, uno de los más altos de la docuserie en cuanto a riqueza conceptual, cuando el público podrá descubrir a la persona detrás del personaje. Un padre preocupado por no fallarle a su hija, un esposo enamorado y un hombre muy divertido, cualidades que por lo general él mismo ha obviado en pos de la construcción de esa figura implacable, dedicada exclusivamente a su trabajo y a ganar cueste lo que cueste.
Claro que lo anterior no quiere decir que Bilardo no haya sido también todo lo otro, ese lado B con el que lo hostigaron durante años los detractores de todo tipo. Los puntos más oscuros de su vida también están consignados en la serie. Por ahí sobrevuelan alfileres, el bidón de Branco y las innumerables cábalas, entre muchos otros mitos y leyendas, confirmados o no. Se podrá aducir también que falta tal o cual anécdota (y seguro que faltan muchísimas), lo que pasa es que el personaje es inabarcable.
“Siete años de Bilardo son 30 para cualquier otra persona”, dice Sergio Goycochea, y tiene razón.
Se sabe que Bilardo no está bien de salud. Y aunque esta realidad fue prácticamente obviada de la narración, es inevitable que tiña al documental con una pátina de tristeza, como también el tomar consciencia de que no está Diego Armando Maradona, “el hijo que no tuvo”, para dar testimonio.
Al entrenador, que tiene 83 años y que en 2018 fue diagnosticado con el síndrome Hakim-Adams —una enfermedad neurodegenerativa por la que está en constante tratamiento—, nunca le contaron que el Diez falleció.
Bilardo, el doctor del fútbol tiene la sencillez de una caricia al corazón, de un guiño a una generación que tuvo a su protagonista como a un héroe y también como a un villano (o viceversa). Los fanatismos merman con el paso del tiempo, y por eso no sería de extrañar que aquel que se siente a ver los cuatro episodios en los que se divide la crónica, termine con la misma sonrisa adolescente de los campeones de 1986. Que no es otra cosa que abrazarse con la nostalgia y la emoción de un gol histórico, una final épica, el fútbol de otro tiempo o simplemente con el simpático cántico argentino de “borombón, borombón, es el equipo del Narigón”.