El año es 1998, y las chicas vuelven, por fin, a casa. Han pasado 19 meses en las montañas, aisladas, haciendo todo tipo de cosas, cosas previsiblemente horribles, de las que aún poco sabemos. Una pequeña multitud de flashes las recibe a su llegada, y no alcanzamos, en un primer vistazo, a distinguir a las supervivientes.
La segunda temporada de Yellowjackets (Paramount+), el fenómeno noventas —en salvaje femenino— creado por Ashley Lyle y Bart Nickerson, inaugura así, en una de sus primeras escenas, una tercera línea temporal que sumar al futuro adulto de dramedia criminal de enredo, y al pasado de aventura macabra y rarísimo coming of age, y expande una historia con aspecto de campo de minas —el suspense parte de lo que aún se esconde— de una forma inesperada y francamente magistral. ¿Estaba todo planeado desde el principio? ¿Cómo iba a estarlo?
“Escribir una serie de televisión es lo más parecido a una guerra. Mi sensación es la de que estoy en un campo de batalla”. El que habla es Jonathan Lisco, guionista de esta segunda temporada. Está en Los Ángeles, sentado en lo que parece una silla de director, sobre un fondo negro. Junto a él están Lyle y Nickerson. Asienten, divertidos. “Digamos que teníamos una especie de mapa de carretera, en el que solo veíamos el destino. Todo lo que nos íbamos a encontrar por el camino era un misterio”, añade Lyle. “Trabajamos a partir del tono, y el tono hace posible el resto. Estamos abiertos a que cualquier cosa pueda ocurrir”, dice Nickerson. Y he aquí la razón de lo fascinante de esta segunda entrega. Que no parte del momento exacto en el que se quedó —es decir, un universo cerrado— sino que, a partir de ese momento, crea un universo por completo nuevo.
Recapitulemos.
Camino de las competiciones nacionales, un equipo de fútbol de chicas sufre un accidente de avión y las supervivientes tratan de no matarse —en más de un sentido— conviviendo en las heladas montañas. En el futuro, cuatro de ellas vuelven a ponerse en contacto después de recibir una extraña misiva que las alerta de que alguien más sabe lo que allí ocurrió. Poco o nada se sabe de lo que hicieron las chicas en las montañas durante esos 19 meses.
Pero no fue nada bueno. El final de la primera temporada lo dejó más que claro. Y en esta, la herida no va a hacer más que crecer. Pero en otro sentido. Si en la primera temporada los referentes eran ¡Viven!, El señor de las moscas, de William Golding, Lost, y Carrie, de Stephen King, aquí, desde el inicio, hay más David Lynch, Amas de casa desesperadas, y Bored to Death.
La incorporación de Elijah Wood como Walter, un repelente y listísimo detective ciudadano, apunta en ese sentido. Y el renovado tándem del matrimonio formado por Shauna (Melanie Lynskey) y Jeff (Warren Kole) también.
Uno trata de investigar lo que ocurrió con el entrometido Adam Martin (Peter Gadiot), y los otros, de ocultarlo. Y hay un guiño a la película Terciopelo azul —algo relacionado con una oreja—, que reactiva la sensación de que la serie homenajea todo lo homenajeable, siempre que tenga que ver con los noventa. “¡Vaya! ¡Por supuesto! No fue para nada consciente, pero ahí está, sin duda”, dice Nickerson. “Hay mucho de The Donner Party —un caso real de supervivencia en las montañas de la Sierra Nevada californiana—, y también de clásicos del terror psicológico de los setenta. Queríamos explorar qué pasa cuando pierdes la cabeza por culpa del aislamiento”, dice Lyle.
El personaje adulto de la esotérica Lottie (Simone Kessell) ahonda, desde el futuro, en la idea de salud mental, pero no en un sentido autocomplaciente ni acomodaticio. Nada en Yellowjackets lo es. “Queríamos decir alto y claro que todo ese rollo de la industria del bienestar, o el wellness, no es más que eso, un rollo. En el fondo, somos tan infelices como siempre. Solo que ahora además nos sentimos culpables por serlo”, apunta Lyle, que dice que hay mucho del “síndrome de la cabaña” en las chicas en esta temporada, de ahí la pérdida de la cordura ante el aislamiento.
Aunque en el futuro, Misty (Christina Ricci en un personaje ya mítico en su carrera, y no es la única, para Juliette Lewis, Nat también lo es), también pierde la cabeza, y precisamente por aquello que anhelaba. Cuando aparece Walter, empieza a ser vista, que es lo que ha querido desde que era una niña. “Y eso la desestabiliza. Hace que pierda el control y es muy divertido”, añade Lyle.
Además de Wood y Kessel, se incorpora al elenco nada menos que Lauren Ambrose (Three Feet Under). “Soñábamos con ella como Van adulta, pero jamás pensamos que cuando la llamáramos nos echaría bronca por no haberla llamado antes”, dice Nickerson. Es algo que les ha ocurrido en todos los casos. La selección musical es un buen ejemplo. Si en la primera temporada sonaban Hole y PJ Harvey, aquí suenan Sharon Van Etten —la apertura con “Seventeen” es puro espectáculo grunge— y repite en más de un capítulo Tori Amos. El furor por los noventa —y el rescate de todas esas mujeres que iniciaron su carrera en un momento en el que lo popular y visible era esencialmente masculino— sigue ahí, fiel a su condición de timón de la serie. “Fuimos adolescentes en los noventa, y lo que veíamos y escuchábamos está tan ligado a nosotros que no podía no estar ahí”, confiesa Nickerson.
Ashley Lyle cuenta una anécdota de cuando fue con 16 años a un concierto de Sleater-Kinney. “En mi clase nadie entendía nada. Se suponía que a todo el mundo le gustaba Britney Spears. Pero yo era una auténtica ‘riot girrrl’, y salí hablando de las ‘riot girrrls’ en un móvil del noticiario de MTV a las puertas del concierto, ¡en el instituto se volvieron locos!”, recuerda.
“No planeamos que la serie fuese tan noventas, pero supongo que es lo que somos. Una parte de nosotros se quedó para siempre en esa época”, apunta Nickerson. Que el casting creciese, como artista, en esa misma época, y encarne todo aquello que amaban, y a la vez, sepa tan bien en qué consistía la ficción entonces, ayuda en muchos sentidos. “De hecho, son ellas a veces las que nos dan las mejores ideas”, admite Jonathan Lisco, y se refiere a ideas de ese guión del que saben a dónde se dirige pero del que descubren cómo piensa llegar hasta allí por el camino.
Laura Fernández / El País de Madrid