RESEÑA
El País vio los primeros cuatro episodios de la segunda temporada de la serie de los creadores de "La casa de papel", que estrenó este viernes
La historia del cine ha dado suficientes lecciones de acción como para entender, a esta altura, que si hay villanos con mucho poder no se les puede tener demasiada piedad. Por más buena voluntad que haya, en el juego del gato y el ratón alguien debe ser cazado y si la justicia no está muy presente, la única solución para un final feliz es, a veces, la muerte. Estamos, que quede claro, hablando en términos de ficción, donde la yerba mala se erradica cuando se la arranca de raíz.
Pero si se aplicara en Sky Rojo, esa lógica le impediría a la serie funcionar como lo único que es: un entretenimiento rápido y frenético que se desarrolla entre persecuciones, una violencia que roza lo tarantinesco, rayas y rayas de cocaína y una música que no tiene desperdicio.
En la segunda temporada, estrenada hoy en Netflix, ni víctimas ni victimarios terminan el trabajo y todo es una caída libre hacia el desastre. Mientras, la trata de mujeres que es el eje de esta historia es abordada con reflexiones superfluas y frases huecas pero bien dispuestas, del tipo: “Esa es, también y fundamentalmente, la gran verdad de la prostitución: que lo que es diversión para unos es una jodienda para otros”.
De la dupla creadora de de La casa de papel, Alex Pina y Esther Martínez Lobato, Sky Rojo cuenta la historia de Coral, Wendy y Gina —la española Verónica Sánchez, la argentina Lali Espósito y la cubana Yany Prado—, tres prostitutas de un club de élite que intentan escapar de Romeo, un proxeneta sin escrúpulos (Asier Etxeandia) y sus dos laderos / marionetas / matones, Moisés y Christian, interpretados por Miguel Ángel Silvestre y Enric Auquer. Son unos pobres chicos de vida turbia que trabajan para Romeo por ese tipo de deudas “morales” que se pagan de por vida.
En la primera temporada, las chicas escapaban pero terminaban con todo en contra, y ahí se retomó la segunda que continúa una acción que se desarrolla en cuestión de días, y que viaja al pasado a través de flashbacks.
Lo que la serie ofrece es una nueva demostración de la capacidad de Pina y Martínez Lobato de hacer aventuras de acción y drama con la corrección, el atractivo y el vértigo suficientes como para invitar al público a darse una panzada y quedar con ganas de más. Su masterclass fue La casa de papel, esa serie que conquistó el mundo, pero algo ya se había visto en Vis a Vis y se apreció luego en White Lines.
Comparten, la mayoría, falencias que son blancos fáciles para las críticas: guiones con incongruencias e imposibilidades, actuaciones carentes de solidez, y recursos repetitivos. En el caso de Sky Rojo está el aire impuesto de Thelma & Louise, la referencia constante a Mujer bonita y la voz en off que, como la de Tokio en La casa de papel, anticipa los giros y es agotadora. Pero la calidad visual es indiscutible, el impacto está, cada pieza encaja con la otra y la máquina avanza a paso acelerado. En esta dupla todo es cuestión de timing, y en la precisión con que se administra la información radica el éxito, la efectividad.
En Sky Rojo, esa distribución se da en cuentagotas, en episodios de poco más de 20 minutos y en temporadas de ocho cada una. Pina no se cierra a una tercera temporada si la plataforma así lo desea, por lo que terminó la segunda con un final lo suficientemente abierto como para seguir a flote.
El País tuvo acceso a los primeros cuatro capítulos que funcionan como una caminata en círculos alrededor de un mismo dilema, la misma cuestión: la posibilidad de cambiar de vida.
¿Prostitutas como las de esta serie, esclavas sexuales arrancadas de sus países con la promesa de un futuro mejor, encerradas, desprovistas de sus documentos y obligadas a tener sexo sin parar hasta que el cuerpo deje de ser un producto comercializable, tienen la posibilidad de soñar con un porvenir? ¿Hombres arraigados a una dinámica de explotación de mujeres, acostumbrados a la impunidad, el dinero fácil y las drogas como para evadirse de la realidad, pueden aspirar a cierta normalidad? De ese que es, quizás, el peor de los mundos, ¿hay escapatoria?
Cada diálogo y cada decisión que los personajes toman está marcada a fuego por esas preguntas sin respuesta que los hacen avanzar, tener una mínima luz de esperanza, caer para revolcarse en la miseria (un par de escenas brutales que implican al personaje de Christian refuerzan esa idea), levantarse otra vez, caer de nuevo. Y levantarse. Y caer.
La adicción de Coral será siempre el talón de Aquiles de este trío que manipula armas y resiste heridas de bala como unas Ángeles de Charlie latinas y con falda. Wendy, con otro buen trabajo de Lali Espósito, y Gina que pierde protagonismo en este tramo, siempre encontrarán una salida y resistirán cuando todo parezca perdido. El trío llegará al cuarto episodio con un giro drástico que otra vez las pondrá en la dicotomía de si escaparse y huir en busca de ese futuro luminoso, o si quedarse para intentar, de una vez y para siempre, destruir el imperio del hombre que les arruinó la vida y evitar que siga haciendo daño.
Es un halo de sororidad en una serie que invita a una lectura lineal donde los proxenetas son el patriarcado, y estas tres víctimas, el feminismo que quiere darle a las mujeres la posibilidad de forjar un destino propio sin ningún hombre que las vulnere. Pero lo que Sky Rojo encuentra en estas figuras es a unas antiheroínas rotas y empoderadas que sueñan con la libertad. Ellas son la base del gancho de una serie que (hasta ahora) no le da demasiado margen a la idea de un final feliz, pero que ya demostró que no le teme a los imposibles.