Carla Moscatelli se muere de intriga por saber qué historias caben en el resto de la gente. Mira a una mujer diminuta que camina por la calle y se pregunta qué hay detrás, qué secretos oculta, qué vida tiene. O mira a los ojos de alguien y busca desesperadamente al niño que antes hubo: dice que hay gente que lo tiene a la vista y otra que parece haber sepultado, sin saberlo, un pasado ingenuo, suave.
Su niña está demasiado viva. Hay algo en su hogar, un apartamento prolijo en Parque Batlle, que tiene el orden pulcro de una casa de muñecas. Todo está decorado y ubicado donde debe estar: antes de sentarse para la entrevista acomodará las sillas que movió el fotógrafo, enderezará un cuadro ligeramente inclinado, buscará una taza “más linda” para servir el café.
¿Se le puede escapar a la estética, a este orden de lo escenográfico, cuando se vive entre salas y escenarios?
Sin planearlo, Moscatelli se convirtió en una de las actrices más ocupadas del teatro uruguayo actual. En el último tiempo hizo, casi que de corrido, Zombi manifiesto de Santiago Sanguinetti, Sala de profesores de Clara Larrobla y Lucía García, funciones de Los padres terribles (la obra que marcó su vida), Desaparezco de Arne Lygre (estreno mundial en español) y Tocar un monstruo de Gabriel Calderón. Allí se la puede ver ahora. Tras las funciones de marzo, retoma mañana en Sala Camacuá, mano a mano con Dahiana Méndez y con Gustavo Kreiman y Leonardo Sosa en la dirección; va sábados y domingos de abril y hay entradas en Redtickets.
Tocar un monstruo es un texto fragmentado que, a través de varias escenas que van y vienen en tiempo y espacio, ofrece una mirada contemporánea del horror, mediante situaciones que tienen que ver con tiroteos escolares, abortos, suicidios y otras clases de violencia. Moscatelli (Méndez también) se desdobla en varios personajes incluyendo, como en Zombi manifiesto, la piel de algunos varones. Su actuación es fascinante. Y podría no haber sucedido.
Originalmente, Calderón iba a actuar y dirigir esta pieza, pero entonces se le apareció la dirección artística de la Comedia Nacional. El proyecto siguió adelante con nuevos directores y, junto a Dahiana Méndez, Gustavo Saffores. Pero Saffores también entró a la Comedia y, concurso mediante, se sumó a su elenco. Tocar un monstruo volvió a tambalear, pero entonces Méndez propuso fichar a Moscatelli. Nadie lo dudó.
Con ella ensayaron de atrás hacia adelante, de las escenas que estaban menos construidas hasta las que ya tenían un poco del color de Saffores y Calderón. En 2023 estrenaron en Teatro Odeón y este año se reinstalaron en Sala Camacuá.
La obra, entre una escenografía de madera clara y unos trajes violetas, transita intensidades a través de un texto que prioriza la crudeza de lo directo. Moscatelli termina llorando porque en el instante final, en el último gesto de Tocar un monstruo, confluye todo: el personaje, la persona, las tormentas que la habitan y los gritos que se permite, la exigencia de las actrices, el monólogo de Méndez para quien solo tiene palabras de elogio. “Yo no sé si podría aguantar lo que yo le hago a Dahiana, ¿entendés?”, dice, con una fascinación que no se mancha.
¿Con qué monstruos lidia la propia Moscatelli? “La capacidad del grito es algo que tengo”, dice a El País. “Me crié en una familia italiana en la que el grito es tremendo, en un edificio en el que abajo estaba el negocio, el taller; en el fondo vivían los nonos y en el primer piso estaban mis tíos y nosotros, entonces aquello era un griterío, en lo festivo y en el conflicto. Ahora leo Elena Ferrante, que encima son napolitanos, mucho más ruidosos y con un dialecto que no entendés nada, y en un momento ella dice que cuando volvía al barrio no soportaba el grito porque venía de Florencia, Milán, y estaba cultivando el no-grito. Y a mí un poco me pasa; yo tengo la voz fuerte, y a veces elevo mucho la voz en mis clases (es docente de teatro en un colegio), se desbocan y mando un grito y digo, pah, soy... Soy un monstruo. Pero el monstruo visible es ese que grita; hay otros monstruos muy sutiles, que son los más danger”.
La vocación de Carla Moscatelli y sus nuevos proyectos
Moscatelli siempre gustó de lo artístico, del teatro. Desde niña supo que quería estar en el escenario, y lo reforzó cuando hizo un taller de teatro, cuando vio a Gloria Demassi haciendo La boda, cuando trabajó con Gloria Demassi en La boda, cuando cursó la EMAD, cuando la becó la Comedia, cuando actuó. Pero hay un momento que la definió. Fue en 2006. Acababa de volver de México, tras seis años fuera del país y sin actuar, recién separada, con todos sus pedazos rotos. Se subió al escenario con La Tabaré, en una de las tantas mezclas de música y teatro de Tabaré Rivero, y entonces entendió: “Cuando volví a sentir en mi cuerpo la adrenalina de la actuación, supe que este es mi motor. Ahí, en el 2006, arriba de un escenario, yo dije: esto es lo que soy, y de acá no me bajo”.
Tres años después ganó el Premio Florencio a mejor actriz de reparto por Los padres terribles. En 2021 deslumbró a un público de cine que recién la conoció con Las vacaciones de Hilda, la ópera prima de Agustín Banchero que la llevó a las alfombras rojas del Festival de San Sebastián, a sacarse una foto con Carlos Saura, a ver de lejos a Penélope Cruz y Javier Bardem. El año pasado, por Zombi manifiesto, ganó el premio a mejor actriz de reparto del Colectivo de Críticos Independientes. Pronto será la rusa Yenia Dumnova, la trágica mujer de las mil vidas, en el documental de Laura Bondarevsky. Volverá a Sala de profesores (repone el 19 en la Alianza), espera más de Tocar un monstruo. Y sigue, mientras juega a adivinar las vidas de los otros, a rescatarles en los ojos un pedacito de la niñez.
¿Qué implica ser actriz cuando es algo que define no lo que se hace, sino lo que se es? “Implica el juego, poder vivir vidas posibles, recrear personajes que existieron, armar seres que no. Ensayos que van a destiempo de reuniones familiares, un sacrificio, cierta incertidumbre: qué será lo siguiente, cómo voy a elegir lo siguiente, qué hago después de esto, cómo me entusiasmo con lo que viene. Y ser una gran observadora, estar todo el tiempo buscando, experimentando, leyendo”. Todo por el arte, dice, que al final es lo único que queda: el arte como registro de los tiempos, de la historia.