Aunque parezca una frase hecha que tiende a ser usada en la exageración,Claudio Tolcachires uno de los grandes nombres del teatro argentino contemporáneo. Y no para de demostrarlo.
De acuerdo a su biografía oficial (la de Timbre 4, la compañía y escuela de teatro que fundó en 1998 y ya tiene sucursal en Madrid), Tolcachir, quien tiene 49 años, es actor, director, docente y dramaturgo. Ha actuado en más de 30 obras a las órdenes de gente como Daniel Veronese, Norma Aleandro, Carlos Gandolfo y Roberto Villanueva. Ha dirigido otras tantas.
Y en marzo va a estrenar en la calle Corrientes, la obra que los uruguayos van a ir a Buenos Aires, si sigue barato: Mejor no decirlo con Mercedes Morán eImanol Arias. La va a traer a Uruguay, adelanta.
Antes de eso, regresa a Montevideo para una única función de Rabia, el monólogo sobre novela de Sergio Bizzio, en el que Tolcachir actúa además de codirigir (con su socio Lautaro Perotti). Será este jueves en El Galpón a las 21.00 con entradas que van de 1250 a 1750 pesos en Tickantel.
Allí encarna a José María, un albañil consumido por la ira que se esconde en la casa donde trabaja su novia como mucama. La estrenó en España.
Sobre Rabia, un desnudo juvenil en Uruguay, y otros asuntos, Tolcachir charló desde un barcito porteño, con El País.
-En una vieja entrevista con El País, se contaba al pasar que en Montevideo debutó “desnudo” en una obra en el Stella. ¿Puede desarrollar?
-Eso es absolutamente cierto. En 2001 vi en el diario un casting para una obra en el Maipo con Norma Leandro y Jorge Marralo dirigidos por Alberto Villanueva. Éramos como 500 chicos muy jóvenes, y la audición era salir desnudo a hacer un monólogo. Yo era muy joven y muy flaco y muy deseoso de hacer cosas y con todo eso junto quedé en la obra. Fue fundamental para mí porque era mi primera vez que hacía teatro, digamos, comercial y me tocaba una obra de Edward Albee, que era arriesgadísima y estaban Norma y Jorge. Fue el inicio de muchas cosas y de entender el teatro comercial de una manera muy especial. Y entre las cosas maravillosas que me pasaron -conocer esos compañeros, tener esa amistad para siempre con Norma, quien después me dirigiría y yo a ella- fue la primera gira que hice como actor. Me acuerdo en el Buquebus con nuestros bolsitos a hacer unas cuantas funciones en Uruguay. Fue maravilloso.
-Es bastante simbólico además que viniera del off y terminara desnudo ante una nueva fase de su carrera...
-Más allá del desnudo, que eran unos minutos, era una obra muy moderna, muy compleja, muy arriesgada. Eran dos personas mayores que se metían en la cabeza de una pareja joven que acaba de tener un bebé para quitárselo y hacerles olvidar que lo habían tenido. Así que te diría que mi primera relación con el teatro comercial fue con una obra de esas que uno haría en cualquier lado, en Timbre 4 o en El Galpón. Fue muy inaugural porque me dejó la marca de que en el teatro comercial también se podía hacer otro tipo de cosas y siempre intenté hacer cosas que me interesaron hacer.
-Albee en el circuito comercial. ¿Eso sigue pudiéndose hacer? ¿Cómo ha cambiado el público en Buenos Aires?
-Hubo una pérdida muy grande en relación al teatro comercial y su público. Pienso en las obras que veía de chico, grandes actores, grandes textos. Yo mismo dirigí a Agosto, Buena gente, Todos eran mis hijos. Y creo que eso hoy no se puede hacer. Ni siquiera es un tema de productores: no hay público para una obra más compleja, más dolorosa o más conmovedora. Por la época que nos toca vivir, el público está buscando en esos grandes teatros evasión, diversión, risas. Y así se ha perdido la relación del público más teatrero con el teatro comercial y ese público -que busca desafíos, textos complejos, o actores que tomen ciertos riesgos- se ha quedado en el teatro independiente. Me doy cuenta por las cosas que me proponen: han por ahí más simples y que no me sentía motivado para hacer. Como tengo el privilegio de poder elegir lo que hago, me fui alejando de eso.
-Cada vez más se hace notar la posibilidad de la risa en asuntos que, de antemano, suenan a drama. ¿Es lo que el público busca?
-La risa es fundamental y no solo en el sentido de la comedia. Es una forma que uno tiene de encontrar un código común, sobre todo para el dolor. La risa es muy desconcertante en ese diálogo entre el público y el actor. Es incómoda -en estos textos que nos gustan como Rabia- porque uno ríe una risa amarga, de no saber de qué. La risa no es solo un paliativo comercial: Molière decía que cuando uno abre la boca para reírse, abre la cabeza y piensa. Cuando uno intenta, como a mí me gusta, caminar por el filo de lo patético, entre el dolor y lo absurdo, esa risa crea complicidad. Y a veces no queda otra que reírse para sumergirse más hondo en lo que está pasando.
-Recuerdo la novela, Rabia como fuerte, interpelante. ¿Por qué la eligió?
-Cada vez me pasa más que hay proyectos que por ahí me convocan para dirigir y sobre todo si me gusta el elenco y el texto, quiero hacerlo. Pero hay otro tipo de proyectos como Rabia, que nacen de buscar realmente dónde está el deseo, qué te dan ganas de hacer. Y que sea algo que te apasione, que te desafíe, algo nuevo.
-¿Y qué lo motivó de Rabia?
-Muchas cosas. Hacía mucho que tenía ganas de hacer una adaptación de literatura porque lo había intentado y había fracasado, y eso me pareció una gran oportunidad de probar cómo era adaptar una novela al teatro. Y estar en el escenario, que era algo que deseaba profundamente y que hacía tiempo no hacía. Nunca habíamos hecho algo de Lautaro dirigiendo y yo actuando. Generalmente yo actúo, dirijo y Lautaro actúa. Entonces eso también era una novedad. Y nunca había hecho un monólogo. A Rabia la leí hace aproximadamente 10 o 15 años y se me quedó pegada a la piel: tiene imágenes muy potentes, es muy apasionante, muy minuciosa en el desarrollo de la historia del personaje. Y tuve como una especie de revelación. Me desperté una noche y me dije “es Rabia, es un monólogo y hay que hacerlo”.
-¿Y qué es Rabia?
-En estos proyectos, uno se mete a nadar en aguas desconocidas. Tiene muchos costados. Es un thriller porque hay asesinatos, un personaje escondido. Durante mucho tiempo los personajes que viven en esa mansión no saben que están conviviendo con alguien oculto en las sombras. Y al mismo tiempo, si bien el personaje tiene un costado muy violento, también sufre una evolución en relación a su ser porque aprende a vivir escondido y también se descubre amando y pensando y eso, como dice Bizzio, es su gran revolución. Y descubre la ternura, la necesidad, su capacidad de razonamiento, su habilidad. Es un personaje que crece hacia afuera y hacia adentro y así sufre una enorme evolución. La violencia es otro de los colores fascinantes que permiten que el monólogo tenga momentos asquerosos, peligrosos, asfixiantes y conmovedores. Y muchísima risa. O sea, un abanico de esos con los que uno sueña actuar alguna vez.