CRÓNICA

Crónica de Kodama, el ritual que hace suceder lo imposible entre los árboles del Jardín Botánico

La Kompañía Romanelli presenta los viernes y sábados de febrero, de noche, con un espectáculo de muñecos y luces para toda la familia.

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Aoki, uno de los muñecos de Kodama. Foto: Luisina Ríos

Por Soledad Gago

Como si se pudiera detener el tiempo. Como si fuese posible encontrar un lugar sin miedos, sin dolores, sin maldad. Como si existiera, en medio de la ciudad, un sitio en el que todo pudiera pasar. Como creer en la fantasía. Como ver, de pronto, que la magia existe.

Es el primer sábado de febrero y en el Jardín Botánico de Montevideo, sobre la Avenida 19 de abril, hay una fila de personas que se extiende por toda la cuadra. Niños, madres, padres, abuelos, parejas, amigos, mates y termos, caramelos, sillas playeras. No hay un patrón. No hay una característica que tengan en común todas estas personas más allá de una intención: la de ser parte de Kodama, el espectáculo que la Kompañía Romanelli está realizando allí y que va los viernes y sábados de febrero a las 20:00 horas.

Una vez adentro del parque la primera indicación es dirigirse a la fuente. Allí, un guardaparques vestido con luces y colores entrega faroles a los niños. Esa será la única iluminación durante todo el paseo.

Kodama, aunque todavía nadie lo sepa, no se trata de una obra de teatro. Se trata de ser parte de una experiencia: un recorrido por distintas zonas del Botánico para hacer un avistamiento de seres extraordinarios, los kodamas, que para la cultura japonesa son los espíritus de los árboles.

Hay otras indicaciones: hay que caminar tranquilo, hay que hacer silencio, hay que mantener el sigilo para que ellos aparezcan, se dejen ver, se queden con nosotros.

En total son cuatro. Atravesamos un telón rojo colgado de los árboles como si, del otro lado, existiese otro mundo. Son poco más de las ocho de la noche. El cielo está claro y, entre las siluetas de los árboles, hay una luna llena, redonda y brillante, atrevida de una forma muy inocente. Caminamos hacia el primer kodama.

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Kodama, en el Jardín Botánico

El guardaparques dice que hay que dejar a los niños adelante. Que nosotros, los adultos, nos sentemos con ellos o que nos quedemos atrás, a un costado, que miremos, que prestemos atención, que no dejemos que ningún niño pueda perderse al kodama. Dice “prioricemos a los niños” y suena como una declaración de principios: el mundo también tiene que ser un lugar para ellos.

Se llama Bilitti y es una madre a la que le gustan los árboles frondosos y espesos. Sale por las noches a jugar con sus crías y se refugia entre las ramas y las hojas, nos cuenta el guardaparques. Para que sus hijos no se asusten hay que hacer mucho silencio, respirar bajito, esperar a que quieran salir a jugar.

El silencio no es total, hay murmullos y movimientos pero entonces sale, como si fuese el sonido natural de los árboles en la noche, una música que indica que algo está por pasar. Y unos segundos después aparece ella, Bilitti: un kodama enorme, azul y brillante, que juega con sus hijos, unas bolitas verdes, todas idénticas, entre las ramas. Y bailan y se mueven entre las sombras y la oscuridad y, de a poco, ya nadie habla, ya nadie se mueve.

Nadie ve que, detrás de los muñecos brillantes hay personas ocultas. No hace falta preguntarse cómo lo logran, cómo es que las siete personas que están en escena consiguen camuflarse, dejar de existir. No hace falta entender. No se trata de entender. Hay algo sucediendo, ahí, entre los árboles, que no tiene explicación. Bilitti es el primer kodama pero también es el inicio de algo más: una especie de hipnosis, algo parecido a una comunión.

La primera vez queMartín López Romanelli, al frente de la compañía, descubrió que con muñecos podía contar historias y crear mundos nuevos era adolescente, vivía en Las Violetas, un paraje cerca de Canelones, y solo quería escribir y jugar al fútbol. Un día su padre, maestro de una escuela rural, llevó a un grupo de titiriteros a la institución y él los vio. Entonces supo que quería hacer algo parecido a eso que pasaba con esos muñecos.

Hoy Martín cumple 30 años haciendo lo que hace: teatro negro con muñecos. Él lo define, un poco en broma y un poco de verdad, así: “A esta altura creo que ya no podría dedicarme a nada más. Me saca del universo hacer lo que hago. Al final, digo en chiste, terminás jugando a ser Dios, porque creás cosas, transformás la materia en vida”.

Transformar la materia en vida. Hacer que donde no había nada, de pronto, exista algo. Crear un nuevo sentido. Creer. La distancia que hay que recorrer para encontrar a los kodamas es corta. Hay, cada tanto, árboles iluminados, luces fluorescentes que marcan el camino y sin embargo nada de lo que sucede allí altera el paisaje, modifica algo del jardín que fue creado en 1902, tiene seis hectáreas y es uno de los mayores espacios verdes de la ciudad. Eso parece otra declaración de principios: nos podemos sentar debajo de los árboles, pero no podemos intervenir la naturaleza.

Para llamar al segundo kodama hay que chasquear los dedos. Se llama Inua y su nombre significa alma. Es una niña de unos nueve años que se perdió una noche de niebla y se refugió entre los árboles del Botánico. Inua tiene su música propia y vuela entre las ramas, baja apenas, baila, se mueve rápido, tiene algo de divertido y algo de inocencia. Los niños la miran como si fuesen capaces de alcanzarla, de tocarla, de hacer lo mismo que ella. Transformar la materia en vida. Hacer que donde no había nada, de pronto, haya un niño que cree que puede ser así, igual de libre que Inua.

Abar es el kodama más extraño de todos: un ser que se multiplica en tres, amante de la música, para que aparezca hay que llamarlo silbando bajito. Y eso hacemos. A esta altura, Kodama es una especie de ritual, algo poderoso: algo que tiene que ver con lo esencial.

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Aoki, muñeco de Kodama.

Llegamos al final y nadie quiere que se termine. Para ver a Aoki hay que llamarlo fuerte por su nombre, hay que repetir Aoki, Aoki, Aoki, Aoki. Y hay que verlo aparecer, gigante, haciendo que todo alrededor quede pequeño. Y hay que ver sus luces y su sonrisa y sus ojos. Y hay que escuchar al guardaparques decir esto: que nadie sabe cómo fue que Aoki llegó a este lugar, que se cree que en algunos países hay bosques en los que habitan miles de ellos, que tienen una forma tan intensa de sentir el amor que cada noche sueltan su corazón al cielo.

Quizás todo tenga que ver con esa forma de sentir. Quizás de eso se trate este ritual de Kodama: de habitar la fantasía hasta poder soltar el corazón al cielo.

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