Crónica de una despedida: así fue la última función de la bailarina Rosina Gil junto al Ballet Nacional

La bailarina se despidió de la compañía ayer bailando las obras Swan Lake y Minus 16, con un teatro repleto que la ovacionó de pie durante varios minutos.

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Rosina Gil junto a su familia, compañeros y amigos en su última función.
Foto: Santiago Barreiro

Viernes 30 de agosto. Seis de la tarde. En Montevideo llueve como si nunca fuese a parar. Rosina Gil, primera bailarina del Ballet Nacional del Sodre (BNS), llega al teatro cuando faltan dos horas para que empiece la función. Esta, la de hoy, será la última antes de que se despida de la compañía.

“No estoy nerviosa, estoy tranquila, estoy disfrutando mucho”, dice en el ascensor rumbo al segundo piso del Auditorio Nacional, donde están los camarines y desde donde se sale directo al escenario. “Es que lo he pensado tanto, lo hablé tanto con mi psicóloga, con mi familia, con mi pareja, con mis amigas, que ya lo tengo más que procesado”.

Ya lo tiene más que procesado: mañana, sábado 31 de agosto, cuando se abra el telón, Rosina bailará por última vez con el BNS.

El camarín es amplio y despejado. Tiene un sillón, un espejo enorme, un estante en el que hay maquillaje, productos para sacarse el maquillaje, cosas para el pelo —ondulines, colitas, fijador— una botella de agua. En un perchero está el vestuario: una calza y un corsé para Swan Lake, la reversión de El Lago de los Cisnes deJuliano Nunes, un traje negro, una camisa blanca, un short y una musculosa celeste para Minus 16, la obra del israelí Ohad Naharin.

Mientras Natalia, del equipo de maquillaje y peinado, la ayuda con el moño —no es exactamente un moño, explica, es una banana, tiene una forma diferente— Rosina dice que hoy fue un día normal: que se levantó temprano, vino a ensayar, fue a la psicóloga, volvió a su casa, se cocinó unos ñoquis con atún, palta y queso, durmió una siesta, se masajeó un músculo de la pierna que le viene doliendo desde las últimos días. También dice que cada vez que tiene función, necesita seguir una rutina en el teatro: una especie de ritual para sentir que todo está bajo control.

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Rosina Gil previo a una función.
Foto: Ignacio Sánchez

Y eso hará: después de peinarse se maquillará, se pondrá un triángulo de lana celeste tejido por su abuela Lala alrededor de la cintura, irá al escenario que estará vacío, se acostará en el centro, sentirá el peso de todo su cuerpo contra el piso, se repetirá lo que siempre se dice —respeto, concentración, confianza, disfrute— hará yoga ahí mismo, regresará al camarín, se vestirá, se pondrá, encima del vestuario, una campera negra que en la espalda dice Auditorio del Sodre y caminará hacia el escenario. Después, empezará la función.

***

Desde afuera, las luces del escenario se ven como una ilusión, como si pudieran crear un mundo. Desde adentro, las luces son como una caja que no permiten ver más allá. Ahí está ella, moviéndose como si el cuerpo estuviese hecho de telas y de plumas, dentro de esa caja en la que solo ve a su compañero, Darío Hernández. Lo mira. A veces sonríe, apenas, como diciendo todo va bien. A veces piensa en el siguiente movimiento, en el paso que sigue. A veces baila como si la danza viniera de algún lugar que nada tiene que ver con los pensamientos.

Nada de lo que hace parece costarle ningún esfuerzo. Sin embargo, cuando sale del escenario y se sienta tras bambalinas, donde están los técnicos y técnicas controlando todo, se la ve exhausta: tiene la cara empapada, la respiración agitada. Se sienta en una silla, en plena oscuridad. Algunas bailarinas la rodean, la saludan. Ella sonríe. Y repite lo que dijo más temprano: que está tranquila, que está contenta, que está saliendo bien. Después habla de las luces. Dice que nunca estuvo en el espacio, pero que se debe sentir algo parecido: mirar y no ver nada más allá, no saber dónde se termina el escenario, donde está la caída.

Tal vez de eso se trate todo en estos días: de no saber qué hay más allá, y sin embargo, ir, confiar.

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Un cartel en la platea durante la última función de Rosina Gil junto al BNS.
Foto: Soledad Gago

El sábado 31 también amanece lloviendo. El día se cierra rápido, la tarde cae en una mezcla de nubes y viento. A las siete y cuarto ya se hizo la noche. Las luces del Auditorio Nacional se ven desde lejos. Adentro hay movimiento, gente en el hall que le saca fotos a los carteles con la imagen de Rosina, gente que va y viene, gente que ya quiere entrar.

Del otro lado, en el segundo piso, Rosina hace sus rituales: el peinado, el maquillaje, el triángulo de lana de Lala, el escenario, las palabras -respeto, concentración, confianza, disfrute- el yoga, el vestuario, la concentración. Después hace una clase. Recibe flores y chocolates -de Julio Bocca, de sus amigos, de su familia- y un ramo de salamines, de una amiga. Antes de salir al escenario reúne a sus compañeros en una ronda. Les dice: “Bailen como si fuera la última”.

La función empieza poco después de las ocho con Swan Lake y se repite todo: su compañero Darío, las luces, la caja - “Nunca estuve en el espacio, pero me imagino que se debe sentir así”-, la sonrisas a medias, la confianza, no ver más allá del propio cuerpo, la adrenalina, el precipicio. La única diferencia es el futuro: hoy es su despedida. No habrá, mañana, la posibilidad de bailar otra vez, de sentir las mismas sensaciones. Hoy todo se termina. Y sin embargo.

Rosina egresó de la Escuela Nacional de Danza a los 17 años. Desde entonces, nunca ha dejado de moverse: bailó en compañías de Paraguay, de España y de Brasil, fue la primera uruguaya en formar parte del Cirque du Soleil, bailó en el BNS, se fue y volvió, escribió y dirigió su propio espectáculo, Varada, que mezcla danza, actuación y dramaturgia, hizo talleres de teatro y de escritura, está escribiendo un libro, sueña con tener una compañía de danza contemporánea y sabe que hay más. Porque así ha sido siempre.

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Rosina Gil en su función de despedida.
Foto: Soledad Gago

Todo pasa como si fuera una película. Cuando termina Swan Lake, se abre el telón. Los bailarines están parados en una fila. Saludan juntos. Saludan quienes bailaron los roles solistas. Por último, saluda ella. Y, cuando se inclina hacia adelante para hacer una reverencia, los aplausos y la ovación le cubren el cuerpo. Se prenden las luces. Desde las primeras filas se ve todo: la respiración, el cuerpo empapado, las lágrimas, la emoción, la alegría.

Después, viene una fiesta. Porque eso proponeMinus 16: el goce, la desestructura, la libertad, bailar por sobre todas las cosas. Y porque así es cómo se quiere ir Rosina: bailando por última vez como si fuera la primera. Hay aplausos, hay carteles -”Gracias por tu arte, Rosi”- hay familia que vino desde lejos, hay amigos que viajaron desde Perú, hay personas que siguieron su carrera de cerca. Al final, Rosina sube al escenario a su madre y a su abuela -quiere el aplauso sea también para ellas- a su padre, a sus hermanos, a su padrastro, a sus amigas, a su pareja. Le entregan flores, la abrazan. Ella mira al escenario, al público, recorre la sala entera como si fuera la primera vez, como si quisiera que toda esta fiesta le quedase para siempre en el cuerpo.

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