Imponente. Eso es lo que surge frente a la trayectoria de José Sacristán. Y que va más allá de las más de 160 películas de su filmografía semioficial que empezó en comedias pasatistas de la década de 1960 y que se volvió símbolo de una época y un cine de España. Ahí hay que ubicar clásicos como Solos en la madrugada y Asignatura pendiente. Estuvo, además, en aquella fallida nominación para Uruguay en los Oscar por Un lugar en el mundo de Adolfo Aristarain.
Y está el teatro, un territorio en el que se ha sentido siempre muy cómodo y donde ha desarrollado una tarea igual de relevante. Uruguay lo comprobó, por ejemplo, con Caminando con Antonio Machado en el Solís en 2011.
Ahora Sacristán, que tiene 85 años, vuelve: se presenta en El Galpón, el 12, 13 y 14 de agosto con Señora de rojo sobre fondo gris, adaptación de la novela de su amigo, Miguel Delibes. Entradas en Tickantel.
Es uno de los grandes actores de su generación y una mañana de julio atendió, bien dispuesto, una llamada de El País. Acá extractos de esa charla.
-¿Es consciente de lo que generan su presencia, su nombre y su carrera?
-Tengo una especie de certeza, que ya es presunción, de contar con la fidelidad de un número de personas a los que les interesa y siguen mi trabajo y mi manera de comportarme. Eso emociona. Lo que siempre procuro, sí, es vigilarla para no caer en delirios, pero en fin, eso no resta un ápice el que agradezca el cariño y sea el primero en celebrarlo.
-Eso que provoca excede a la actuación...
-He procurado que el actor no le sirva de coartada al ciudadano. El ciudadano tiene que estar ahí y defenderse y defender lo que le parece que tiene que ser, y no escudarse o refugiarse en el escenario o la pantalla como un parapeto. Hay que compaginar los trabajos de la vida profesional y el compromiso con la vida cotidiana.
-¿Cómo incide eso en su forma de encarar un papel? Es difícil distanciarse de que estamos viendo en la pantalla o el escenario a Sacristán.
-Aprendí de mi amigo y maestro Fernando Fernán Gómez que una de las bases fundamentales es una forma de humildad. Procuramos ser correas transmisoras de estados de emoción. Tenemos una manera de pensar, un criterio, y cuando podemos elegir nuestro trabajo lo elegimos en función de la posible utilidad que le puede dar al espectador. Y siempre, insisto, desde una forma de humildad porque es patético -y lo he visto- cuando el artista de pronto cree que transforma algo de lo que se mueve a su alrededor. Yo procuro que la gente se crea lo que le propongo y que me acompañe.
-¿En esa ética cómo inciden sus orígenes?
-Soy de un pueblo de Castilla y eso marca profundamente. Cabe poco delirio. Soy Don Quijote por aspiración, pero no puedo prescindir nunca jamás de Sancho Panza.
-Imagino ese pueblo como salido de El espíritu de la colmena pero, ¿cómo era ese pueblo en el que soñaba con ser artista de cine?
-De hecho, el tren de El espíritu de la colmena era el tren de Arganda, el que pasaba por mi pueblo. Sería muy largo de contar lo que era el Chinchón cuando tuve noticias de que estaba en este mundo. Nací en el año 37 del siglo pasado y a los seis años, cuando mi padre sale de la cárcel, nos trasladamos a Madrid. Lo que recuerdo es el mundo del campo, que era como vivir en la Edad Media en la España rural de La Castilla, un tiempo de candil de aceite. Un día vi una película -y no digo, en absoluto, que ahí se despertó mi vocación de actor- y aquello fue una fascinación, algo como un milagro, como debieron sentir los pastores de Lourdes o los de Fátima. Hasta mucho después no supe que aquello de hacer de indio, mosquetero, pirata, gángster o policía se llamaba ser actor y que te pagaban.
-Y de esos personajes, ¿dónde se siente más cómodo?
-En aquellos con entidad. En esos tiempos hubiera dado cualquier cosa por ser Robin Hood o El Cisne Negro, pero hace muchísimo desistí de esa épica porque no le iba ni a mi físico ni a mi temperamento. He sido más bien la correa transmisora de las inquietudes, las ilusiones, las frustraciones de la gente de a pie, del españolito medio y me siento muy orgulloso de eso.
-Ese personaje de españolito se volvió universal. Pienso en lo que representaron en Uruguay, películas como Asignatura pendiente o Solos en la madrugada. ¿Era consciente de lo que generaba?
-Sí. Nos sentimos muy orgullosos de eso. Igual, el alcance político de esas películas no era tanto, pero claro: había una sensibilidad en vosotros por lo que se vivía que hizo que fueron vistas aquellas películas con contenido político. Pero según la modesta opinión de los que las hicimos, solo registraban más bien la posibilidad de enmendar una serie de fracasos en los que habíamos estado viviendo.
-Cuando vio aquella película en su pueblo se despertó en usted el sueño de ser artista de cine. ¿Cuándo se dio cuenta que también quería ser artista de teatro?
-Para mí no hay diferencias. Para ver teatro había que ir al centro de la ciudad, era más caro y el cine de barrio estaba mucho más cerca, y de hecho sigo pensando que soy más cinéfilo que “teatréfilo”: el cine me vuelve loco, me chifla. Pero cuando descubrí que quería ser actor, no establecí en principio mayores diferencias.
-¿Cómo es Señora de rojo sobre fondo gris?
-En la novela, Delibes se protege con un personaje de ficción, que se llama Nicolás y es un pintor, pero cuenta, y todos lo sabemos, la dolorosa trayectoria de la enfermedad y la muerte de su mujer. La historia es un recorrido por el dolor, el amor y sobre todo esa cosa de la memoria. Es una declaración de amor a alguien que ya no está porque mientras seamos amados y recordados no desaparecemos del todo.