Las últimas semanas han sido una sobredosis de emociones para Rosina Gil. Tiene la sensibilidad a flor de piel. Se quiebra cada vez que recibe un mensaje donde le agradecen por lo que dio arriba del escenario, o al evocar el apoyo de su familia, o los momentos más oscuros de su carrera como bailarina clásica.
Se le aflojan las piernas y no disimula: "No pensé esa parte antes de tomar la decisión, estaba más asustada y me estoy sintiendo muy querida", dice sobre su retiro del Ballet Nacional del Sodre (BNS).
Hoy a la noche será su última presentación como primera bailarina del Sodre. Se despedirá con dos coreografías icónicas: la rupturista Minus 16 y el suite de El lago de los cisnes. De tanto que imaginó y pensó esa función, siente que ya sucedió.
"Hay muchas cosas que me gustaría que pasen: subir a mi abuela, a mi madre, y que reciban el aplauso que siento que es para ellas; también a mi padre, mi padrastro, mis hermanos. Siento que va a ser una fiesta y que todos los que me mandaron mensajes amorosos estos días van a bailar conmigo", dice a El País con la voz entrecortada. Y se maravilla de que le agradezcan por bailar, eso que hará hasta que el cuerpo le responda.
Pensar en el día después le da un poco de temor. El martes, cuando sus compañeros vuelvan a ensayar Cenicienta, la siguiente puesta del BNS, Gil estará en su casa, aunque con un proyecto entre manos. El 27 de setiembre se estrena la obra Amor en la Hugo Balzo y le viene bárbaro para esta transición. Será su primera vez solo como coreógrafa, y eso de mirar desde la tribuna la tiene intrigada.
Entre sus anhelos para esta nueva etapa están las ganas de vivir de las coreografías y montar una compañía de danza contemporánea que dé trabajo a otros bailarines.
No descarta tomar clases de canto y sueña con actuar. Hizo un taller con Lucía Sommer y está convencida de que usar la voz le permitirá estirar su permanencia arriba de las tablas: "Sería un renacer, y es para toda la vida, la danza puede ser muy cruel, porque es corta".
En pandemia y desempleada, la inquieta Gil se metió en el mundo de la escritura. Hizo un taller de dramaturgia con Gabriel Calderón y dio a luz Varada, el primer espectáculo que escribió y protagonizó. Hoy usa el recurso para canalizar emociones, mientras redacta sus memorias. El libro se titulará After Ballet, la imperfecta vida de una bailarina y pronto saldrá a la luz.
"Están las etapas del duelo, la negación, la aceptación. Es una pieza de transformación, de contar a la gente mi vida, que no fue tan perfecta", comenta.
La síntesis de la historia de Rosina Gil está en el origen. No es casual que su primera imagen asociada a la danza sea con cuatro años, peinada con un moño, de pollera y unos pañuelos verdes en la mano bailando "Vuela Vuela", el clásico de Magneto, en un gimnasio del barrio.
"Fue un presagio porque mi vida fue todo el tiempo cambiando y en el circo era cero equipaje", dice la que egresó de la Escuela Nacional de Danza con 16 años, estuvo un año en el Sodre, se mudó sola a Paraguay con 18, fue la primera uruguaya en estar en el Cirque du Soleil, y brilló en compañías de España y Brasil.
El paso más difícil
La decisión del retiro no fue fácil: la meditó, le dio vueltas y hasta la consultó con Julio Bocca, a quien recurre cuando tiene dudas. El actual director del Teatro Colón fue muy sincero y le aconsejó que escuchara a su corazón y confiara en todo lo bueno que la abrazaría en la nueva etapa.
Sus colegas bailarinas le advirtieron que podía caer en depresión, y por eso, quiso prepararse. Trabaja en terapia este asunto que define como "un viaje" a nivel de identidad, porque implica dejar atrás el rótulo de 'primera bailarina': "La etiqueta es preciosa y te la ganaste con mucho esfuerzo y amor, pero de repente no la tenés más, ¿y cómo te parás en esa nueva situación?", reflexiona.
Su familia y su pareja son claves en el proceso, para ayudarla a revalorizar a la persona detrás de la etiqueta: la mujer, la amiga, la hija, la hermana.
Lo que más le cuesta soltar es el cambio de rutina, aunque después de meditar bastante concluyó que su vida no fue solo ballet. "He pasado por tantas cosas diferentes: contemporáneo, el circo, tiempo sin trabajo o trabajando de otras cosas", enumera.
Y retrocede al 2007, cuando bailaba en la Compañía de Danza David Campos, en Barcelona, a cambio de un salario tan bajo que no le daba para mantenerse. Vivía en un cuarto con otros latinos y no le quedó otra que aprender catalán, y en paralelo, trabajar como secretaria de comercio exterior.
También fue moza, promotora en supermercados y bailarina de jazz en un crucero durante tres meses. "No fue tan fácil. Pienso que me voy a reinventar y van a aparecer otras cosas", apunta.
El ADN y las ganas
De niña, no le entusiasmaba jugar en la calle. La mimosa Gil prefería pasar horas bailando al lado de la máquina de coser de su abuela modista, o acurrucada en su falda. Recuerda con amor esos trayectos en ómnibus con su abuela, desde la Primaria a la escuela de ballet, a la que llegó gracias a Silvia Fernández, su primera profesora de danza, que le vio talento y se lo dijo a su madre.
Gil deseaba que llegara el martes para ir a las clases con Silvia. Ahí se enamoró de la danza y de la música clásica, esa que hoy usa para inspirarse y calmarse.
Su padre, el excéntrico artista plástico Javier Gil, no estuvo muy presente en su crianza, aunque colaboró con los genes: le transmitió el arte, la libertad y la rebeldía.
Se anotó en Facultad de Química para hacer Ingeniería de los Alimentos para tener un plan B, por si el ballet fracasaba. Eligió esa carrera porque la ciencia se le daba bien, le demandaba menos horas de estudio y el resto del tiempo lo podía dedicar a bailar.
A los 18 viajó 24 horas en un ómnibus para instalarse en Paraguay y fue un aprendizaje abrupto. "Me recostó cocinar, limpiar, lavar, no sabía hacer nada porque mi abuela me mimaba mucho", confiesa. Se integró a la compañía de Ballet Uninorte, en paralelo, hizo dos años y medio de nutrición. y fue el inicio de una carrera imparable.
Luces y sombras del ballet
Dice tener cierta dicotomía con el ballet: ama esa disciplina a la que le entregó su vida y le permite conectar con el alma en esos movimientos exquisitos, pero a la vez, hay cánones e ideales estéticos que no comparte.
Esa cuestión visual de que "tienen que ser todas hermosas", dice, siempre le generó una lucha. "Quiero ser como soy, que me acepten", expresa. Y se sincera: "Fui muy privilegiada con el cuerpo (de lo que se quiere acá) por genética. De repente, como mujer me gustaría tener más curvas, pero lo tuve más fácil. Verlo en otras compañeras me duele".
Fue la primera uruguaya en integrar el Cirque du Soleil, y más allá del aprendizaje (se probó en aro, practicó canto, se codeó con autodidactas), respiró en ese ambiente una dosis necesaria de respeto y apertura.
Así define el universo del circo: "Un lugar muy cariñoso, de aceptación, muy pasional y con mucho amor. Supercosmopolita y muy respetuoso con las diferencias de cada uno". Y agradece haberlo vivido.
—¿En algún momento, ese lado oscuro del ballet te llevó a pensar: hasta acá llegué?
—Sí, me pasó porque decía que tal vez no era suficiente o me enojaba. Me acuerdo una vez que una persona me dijo que me tenía que operar la nariz y le dije: "No me parece que me digas esto, porque es un arte, no es algo frívolo, es súper profundo". Entiendo que en el ballet a veces quieren que seamos todas iguales, pero si lográs dentro de esa perfección y técnica sacar tu esencia, qué quiere decir tu alma, pasan cosas y decís, miro esa bailarina y me emociona, tiene ángel. El arte está en otro canal. Siento que la belleza es lo auténtico.
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