ENTREVISTA
El director y dramaturgo uruguayo repuso "Cuando pases sobre mi tumba" en el Auditorio Nelly Goitiño y habla de autoficción, su vida en París y por qué piensa que este es el siglo del teatro
Sergio Blanco está de nuevo en Montevideo y eso es un acontecimiento cultural. Lo evidencia la expectativa que generan las seis funciones (van hasta el sábado 30 en el Auditorio Nelly Goitiño) de Cuando pases sobre mi tumba, una obra suya que ya se vio en 2019 en el Solís y que ahora tiene a Sebastián Serrantes como el propio autor (con camiseta de Huracán Buceo), uno de los tres protagonistas.
Como siempre en él, la obra es una autoficción donde Sergio Blanco pasa entre una clínica en la que prepara su suicidio asistido con la ayuda del doctor Godwin (Gustavo Saffores) y los encuentros con el necrófilo iraní (Felipe Ipar) al que va a donar su cadáver. La puesta, como casi siempre en Blanco incluye videos, juegos de ficción y ese aspecto de obra en construcción que se va desplegando frente al espectador.
Surgido en la década de 1990, integrante del grupo Complot (donde estaban Gabriel Calderón, Mariana Percovich y Martín Inthamoussu), está instalado en París donde trabaja en obras que, luego, son estrenadas en escenarios de todo el mundo.
Sobre esta obra, el concepto de autoficción y sus rutinas parisinas, Blanco contestó vía mail un cuestionario de El País.
—Menos usted, todos los integrantes de Complot están o estuvieron en lugares de decisiones culturales. ¿Cómo analiza los aportes de esa generación?
—No creo ser el más adecuado para hablar de lo que yo mismo pueda estar aportando a la cultura uruguaya. Ni sé si estoy aportando algo. Creo que no. Solo trato de reunir personas y ponernos a trabajar en torno a un proyecto, una idea, un texto. No se trata de falsa humildad, (no soy una persona humilde), sino que es algo en lo que creo realmente. Por otro lado, debo confesar que no me preocupo tanto por lo que yo pueda aportar sino más bien por lo que los demás me puedan aportar a mí. En el fondo, creo que es una actitud un poco egoísta. Y no me considero un referente. Es cierto que muchos de mis colegas están en lugares de decisiones culturales y llevando adelante gestiones extraordinarias y que merecen todos mis respetos. Lo que están haciendo Gabriel Calderón en la Comedia Nacional o Martín Inthamoussu en el Sodre, es maravilloso. Les tengo una gran admiración. Me han propuesto varios lugares, pero he declinado las invitaciones porque en este momento no tengo ganas de estar en lugares de decisiones culturales: exige una concentración y un talento que hoy yo no tengo. En estos últimos años siento que lo único que sé hacer es escribir y leer, y entonces prefiero concentrarme en ello. Ahora es este el lugar en donde puedo estar.
—¿Qué mirada tiene sobre Uruguay y su cultura desde Francia?
—Uruguay es el país en donde nací y pasé mi infancia y mi adolescencia, por lo tanto, lo tengo muy asociado a esos dos momentos de la vida que son tan particulares. Cada vez que voy a Uruguay siento que es un viaje a la infancia y a la adolescencia, esos dos territorios que son tan fundadores de lo que somos. Cuando camino por las calles de Montevideo no siento que esté caminando por las calles de una ciudad sino por las calles de un pasado. Eso tiene un costado hermoso, pero a veces es un poco nostálgico y desgarrador porque termino buscando cosas que ya no están. Sobre Uruguay no tengo ninguna mirada sino una profunda ceguera: la que tenemos sobre las cosas que amamos con toda nuestra fragilidad.
—Explícitamente usted ha ubicado su obra en el territorio de la autoficción, integrándose en su propia dramaturgia. ¿Qué papel juega el ego en eso?
—El ego está siempre en todo emprendimiento, ¿no? Lo que sucede en la autoficción es que esa presencia del yo se evidencia. Es producir relatos ficticios a partir de la propia historia de uno, esto es lo que hace que el yo sea un material de trabajo fundamental y permanente. No escribo sobre mí mismo porque me quiera a mí mismo, sino porque quiero que me quieran. Y siempre que digo esto pregunto lo mismo: ¿Puede haber acto menos egocéntrico que necesitar el amor de los demás? La autoficción, contrariamente a lo que se piensa, no es un acto de amor propio, sino todo lo opuesto: es un acto de modestia y de humildad. Antes de ponerme a hablar de los demás, me pongo a hablar de mí mismo. El emprendimiento autoficcional no es un acto de coraje, ni de narcisismo, sino uno de entrega muy modesto y humilde: doy mi yo a los demás porque es lo único que tengo para dar.
—¿Hay un diario, una biografía en el conjunto de su obra?
—En cierta forma es como un diario personal, pero en el que uno va a mentir mucho. Esa es la idea: mentir la verdad. En eso la autoficción se diferencia rotundamente de la autobiografía, ya que mientras en esta última hay un pacto de verdad, en la autoficción hay un pacto de mentira: partir de acontecimientos biográficos verdaderos, pero transformarlos, travestirlos, metamorfosearlos. Esa es la base de la autoficción: lo interesante es que lo vivido no sea transcripto fielmente, sino que sea traicionado para así poder poetizarlos. Lo interesante no es reproducir los acontecimientos vividos sino a partir de ellos ir creando ficciones. En mis autoficciones todo es verdad, pero a su vez, todo es mentira. Y es lo que la hace profundamente fascinante. A veces, con algunas autoficciones que he escrito me pierdo y ya no recuerdo muy bien qué era verdad y qué era mentira.
—¿Qué papel juega la incertidumbre (propia, del texto, del espectador) en el espacio de esa obra?
—Es fundamental. La autoficción trabaja mucho con la duda. Poco a poco se empieza a borrar la frontera de lo que separa la verdad y la mentira y empezamos a dudar de todo. Ese vacilar todo el tiempo termina produciendo una erótica de la duda: ¿es o no es? Esa es la cuestión. Saber que algo es verdadero o falso, tiene algo insoportable, mientras que dudar, activa algo extraordinario. El mundo de las certezas tiene algo extremadamente aburrido, previsible. Prefiero el misterio de la duda. La nitidez me resulta tediosa, es mucho más atrayente la opacidad, lo que no es claro, lo que es un poco confuso. En la opacidad hay un espesor que me seduce mucho.
—¿Cuánto hay de su obra en su trabajo académico. ¿Hay que verla como algo aparte o todo como un conjunto?
—Es cierto que paralelamente a mi trabajo de creación literaria y teatral, llevo adelante un trabajo académico —tanto de investigación como de docencia—, que me permite ir pensando lo que hago. Entre estos dos mundos en lo que me muevo que es el mundo académico y el mundo artístico, hay varias pasarelas. En mis espacios académicos me gusta mucho poder llevar adelante proyectos de investigación acerca de lo voy creando, y del mismo modo, me interesa mucho que lo que trabajo en mis clases y mis departamentos de investigación, pueda tener un eco en mis trabajos creativos. Finalmente son dos mundos que se nutren mutuamente. Siento el mismo placer en dar una clase que en ponerme a escribir o a dirigir un texto. Necesito pensar continuamente a partir de lo que voy creando.
—Su “Sergio Blanco” como personaje es una construcción. ¿Hasta cuánto muestra? ¿Se guarda algo?
—En mis autoficciones siempre parto de mí mismo pero el nuevo yo que va surgiendo en muchos aspectos no tiene nada que ver con el yo de partida. De esta manera me voy construyendo de maneras múltiples y así voy experimentado diferentes yoes. Y esto es absolutamente enriquecedor porque me puedo ir probándome en diferentes situaciones. La autoficción de alguna manera me va construyendo en un juego infinito de posibilidades. De esta manera me voy re-creando, es decir me voy re-inventando. Este impulso de ir lanzando mi yo a diferentes campos de ficción, va haciendo que me vaya relatando yo mismo a mí mismo para poder así ser muchos yoes a la vez. Debo reconocer que me gusta ser yo mismo quien me invento a mí mismo. Se podría afirmar que en cierto modo yo soy mi propio Frankenstein, es decir mi propia criatura. Me gusta y me conviene mucho ser yo mismo mi propia creación.
—En Cuando pases sobre mi tumba un personaje dice que usted odia el cine.¿Es así?
—No. No lo odio porque el odio es un sentimiento que me es profundamente ajeno. Quisiera poder odiar, pero es algo que no sé hacer. Lo he intentado varias veces, pero termino fracasando siempre. Lo que me sucede con el cine es que no me interesa en lo más mínimo. Creo que es un sistema de producción de imágenes completamente obsoleto. De hecho, es por ello por lo que la industria del cine está en un evidente declive. Las estadísticas actuales son muy reveladoras de este desmoronamiento planetario de la industria cinematográfica. Si bien el siglo XX fue el siglo del cine puesto que fue el siglo de la imagen, creo que el siglo XXI será el siglo del teatro porque ahora es el tiempo de la mirada. Y mirada e imagen no son lo mismo. El cine fue un producto que desarrollaron los totalitarismos, los dictadores siempre adoraron el cine. Stalin, Hitler, Franco, Mussolini, Fidel Castro, Hollywood –que también es una dictadura– son sistemas fascistoides de dominar el ojo en el siglo de la imagen. Kafka, que detestaba el cine, decía una cosa muy linda del cine: “es el uniforme del ojo”. El siglo XXI termina con todo esto, ahora es el tiempo de la mirada, estamos en estos circuitos de mirar y ser mirados todo el tiempo. Los sistemas endoscópicos, fibroscópicos, las fibras de satélites, los misiles suicidas, los sistemas GPS, no hay dispositivo que ahora no tenga una cámara… En ceirta medida el cine ha muerto. Quedan algunos circuitos, pero este siglo es, por excelencia, el siglo del teatro. Los únicos sistemas de percepción visuales que sobrevivirán son los orgánicos o los interactivos, y ninguno de los dos son compatibles con los sistemas de montaje y proyección que constituyen la base epistemológica del cine. Sin embargo, los dos son compatibles con el teatro y su principio ontológico del convivio a escala humana y sin intermediación tecnológica. La transformación del ojo no solo está condicionando la organización de nuestras sociedades sino también sus formas de producir discursos y relatos.
—Lo vi en el estreno deEstudio para La mujer desnuda. ¿Ve algo suyo ahí en el sentido de ser una influencia, de ver rasgos, de sentirse parte de lo mismo?
—Vi un espectáculo muy interesante, y justamente lo que me interesó es que lo sentí muy distante de mi poética. Y eso es sumamente agradable. Como espectador disfruto mucho cuando lo que veo se inscribe en otra poética, en otra forma, en otro modo. Eso me resulta muy placentero: ver justamente otros rasgos y ser partícipe de algo que no siento para nada mío. Me emocionó mucho el final, ver hogueras encendidas por mujeres en donde no se quema a nadie. Eso me resultó emocionante porque desde hace siglos venimos encendiendo hogueras para quemar mujer y de golpe, son ellas las que encienden hogueras solo para aportarnos un poco de calor.
-¿Cómo es su vida en Francia?
-No tiene nada de particular. Trabajo el día entero. Leo. Escribo. Salgo a caminar. Estoy todo lo que puedo con mi gato. Miro el cielo. Me cruzo con mis vecinos y hablo del estado del tiempo. Escucho música. A veces preparo comidas para mis amistades. Y cada tanto, solo cada tanto, pienso que pronto voy a morir como nos va a suceder a todos, y que entonces todos estos pequeños encantos que tiene vivir, de golpe se van a terminar pero que por suerte van a venir otros a seguir mirando las estrellas.