Por Fernán Cisnero
Pompeyo Audivert no solo es uno de los grandes actores argentinos, sino que además es una presencia imponente en escena y de esas que siempre se hacen notar en sus espóradicas apariciones en televisión y cine. Es, por trayectoria y porte, una institución en sí mismo.
Mañana, sábado, Audivert vuelve a Uruguay con Habitación Macbeth, la adaptación para un actor (¡sí, eso!) de la obra de Shakespeare. El año pasado la presentó en una breve gira por el interior del país y en la sala grande del Adela Reta y la puesta no dejó a nadie indiferente.
Obligado por la reclusión durante la pandemia, Audivert -quien tiene 63 años y ha publicado un libro con su método como maestro de actores, El piedrazo en el espejo- creó una versión del clásico shakesperiano donde todos los personajes y sus circunstancias habitan en su cuerpo.
Es una experiencia teatral de esas que se suelen definir como únicas. Habitación Macbeth va mañana, sábado 6, en El Galpón, con entradas en Tickantel a 800 pesos las generales, y para mayores de 60 años y estudiantes , 400 pesos. Ayer quedaban pocos lugares.
Sobre el oficio -el arte- de ser actor, las nuevas generaciones de actores y cómo hace para que convivan en él un príncipe maldito, su esposa asesina, un trío de brujas, varios personajes secundarios y toda la culpa del mundo, Audivert charló con El País.
—Creó Habitación Macbeth durante el encierro de la pandemia. ¿El teatro se cuela aun en situaciones adversas?
—El pulso del teatro es irrefrenable y tiene que ver, también, con los momentos de crisis. De hecho, el teatro expresa, siempre, una crisis vinculada a la identidad y a la pertenencia individual y colectiva. Y cuando el frente histórico entra en crisis, el teatro de algún modo redobla su apuesta y en esa atmósfera y ambiente de crisis hace mejor su jugada metafísica. El sentido de fondo de la operación teatral siempre es señalar que el frente histórico es un campo ficcional alienado que, cuando manifiesta sus convulsiones, puede hacer mejor su tarea de relativizar ese frente histórico con su propia enunciación, con su propia operación. Por eso cuando vino la pandemia fue un momento ideal para llevar adelante una apuesta teatral de fondo o de máxima como lo es Habitación Macbeth.
—En ese sentido, ¿cuál es el planteo en esa coyuntura?
—Que nuestra identidad también es un campo ficcional alienado y que estamos habitados por fuerzas larvadas que viven en nosotros, y que en ciertos momentos históricos aparecen y toman el control. Que somos detentados finalmente como actores de una suerte de pesadilla cuando hay crisis o por nuestras propias circunstancias, que creemos que las vamos forjando nosotros y a veces el destino aparece y juega su partida. Habitación Macbeth habla de eso y la crisis que produjo la pandemia en nosotros me ayudó a gestar ese proyecto que, si no hubiera habido una pandemia, no me hubiera animado, por lo desmesurado que es el planteo: que un solo cuerpo haga toda la obra.
—Entiendo, pero, ¿por qué Macbeth?
—Venía trabajando con autores rioplatenses (Florencio Sánchez, Roberto Arlt, Discépolo) y había andado muy bien y estaba cómodo con esos lenguajes nacionales. Pero la pandemia fue una circunstancia universal: todo el planeta estaba sumido en la misma crisis y en esa introspección a la que nos había llevado el bicho con cada uno dentro de su casa, dentro de sí mismo. Sentí que el único teatro que quedaba para mí era mi propio cuerpo, y que para poder activar una dramaturgia dentro de ese cuerpo mío debía buscar y apelar a un autor y una obra universales. Y muy naturalmente me apareció Shakespeare y de inmediato Macbeth, porque allí se juegan todos esos asuntos sobrenaturales de la identidad, con fuerzas extrañas y misteriosas como el cuchillo que flota en el aire y las brujas que lo impelen al crimen, que le cambian la valencia de su identidad.
—Para dejarlo claro, usted en escena hace todos los papeles.
—Sí, y además hay un servidor de escena que es un homenaje a Beckett. Es un personaje que funciona como un mecanismo teatral, que va cambiando las cosas y que para mí es Clov, el de Final de partida. Soy siete personajes que van actuando la obra.
—La exigencia actoral que implica eso, ¿es posible por su momento como actor? ¿Lo podría haber hecho hace, digamos, 20 años?
—Es una vieja fantasía que traigo desde que empecé a hacer teatro, y cuanto más grande uno es, cuanto más trayectoria tiene, más es lo que apuesta. Cada vez que representaba algún papel, siempre sentía que había espacio para más, que esta cuestión tan fenomenológica de la actuación, de dejar uno para hacer otro, podía ser trascendida. Cuando uno actúa suspende su identidad y asume una identidad ficcional, ¿pero qué pasa si esa estructura de la presencia no es clausurada con una sola identidad ficcional, sino que se transforma en una suerte de inquilinato de varias presencias? Eso siempre lo sentí como algo muy posible: el cuerpo del actor como habitáculo de encarnaciones, como una zona de canalización de presencias que van apareciendo allí. La cuestión teatral técnica sería una manera de organizar esa circunstancia tan turbulenta y de darle una articulación. Y cuando aparece Shakespeare me dirijo hacia eso con mucha naturalidad, y después de hacer la adaptación del texto empiezo a darle forma en distintas composiciones y a organizarlo. Resulta que es posible y que se transforma en una suerte de teatro como debe haber sido en las tribus primitivas. O como supongo que podría llegar a serlo cuando el mundo termine de derrumbarse y ya no haya ni edificios. Y en ese páramo de huesos, unas piedras rodean un espacio y un cuerpo al lado de una fogata rodeado por otros cuerpos que lo miran. Hay algo de eso también en Habitación Macbeth: señalar que el cuerpo del actor es una zona de fenomenologías, de trance, de misterio, y que la identidad es una zona misteriosa.
—Eso, supongo, genera un distanciamiento en el espectador. Más allá de que ha sido un éxito, ¿cómo ha sido la respuesta emocional del público?
—Cuando empieza la obra, de inmediato me doy cuenta que el público se prende en el planteo. Hay una familiaridad con esa extrañeza y con ese cuerpo por el que pasa toda la obra. Se produce un silencio notable que revela un gran interés, aunque aparecen algunas risas porque hay momentos que son graciosos, por más de que la obra es terrible. Y sobre el final es un estallido, como que en el público se produce una catarsis. Los comentarios que recibo son muy intensos, de que la obra pega mucho y que los cuerpos quedan muy afectados, muy intensificados. Se nota que la gente queda como muy conmovida, así que eso me da mucha alegría: la función del teatro es relativizar la presencia, desparasitarnos del yo y hacernos alcanzar una experiencia metafísica.
—Y esa ovación saluda al oficio del actor, porque usted es la obra...
-Coincido. Siento que hay algo de agradecimiento a un proyecto y a una forma de llevarlo adelante. Macbeth y Shakesperare son centrales, claro, pero se aplaude una forma de producción y un concepto.