ALEXANDER LALUZ
Cualquier revisión (seria, claro) de la historia de la música culta uruguaya tendría que hacer una parada casi obligatoria en la obra de Héctor Tosar: una figura clave en la gestación de varios cambios hacia mediados del siglo XX.
Esta ubicación temporal es quizás demasiado arbitraria. Si bien Tosar (1923-2002) legó un cuerpo de composiciones acotado, sus diferentes búsquedas estilísticas son contundentes signos de la ruptura con la provinciana oposición entre nacionalismo y universalismo, que dividió las aguas en las primeras décadas del siglo, y a la vez es uno de los primeros planteos conscientes (y creativos) de la identidad musical y cultural como un proceso en dinámica construcción. Tal aporte dejó su primera huella en la generación de compositores de los años sesenta y luego gravitó, sobre todo a través de su labor pedagógica, en las generaciones siguientes.
En el conjunto de su obra, la música para piano, así como para otros instrumentos de teclado, ocupa un lugar destacado. Y este muy reciente lanzamiento del sello Ayuí/Tacuabé, Héctor Tosar: composiciones para teclado, reúne en dos Cd las piezas más importantes en este rubro. El material, además, es un documento de la faceta interpretativa de Tosar, que se revela en una fluida e intensa articulación con la labor compositiva.
El primer disco presenta cinco piezas de los años ochenta. Por un lado, cuatro resultados de su incursión en el mundo de los sintetizadores (dos versiones de Voces y vientos, Música festiva y la lograda La gran flauta). En ellas no hay drásticos cambios de lenguaje con sus músicas anteriores, sino una suerte de replanteo o ajuste a las posibilidades del entonces nuevo instrumento.
Y por último, su notable Sul re, de 1988, para piano: si acaso la mejor síntesis de sus inquietudes por controlar la organización de las alturas y al mismo tiempo ahondar en una profunda expresividad. El segundo disco, en cambio, propone un recorrido desde Ecos, Nómoi y Tres piezas de los años setenta, donde germinan los hallazgos sonoros y refinamientos en la estructuración formal, hasta las Cuatro piezas (1961-1963) que documentan una de sus etapas de transición y cambio.
La última parte de este volumen está dedicada a tres interpretaciones a cargo de Cristina García Banegas (órgano), Luis Batlle Ibáñez y Lyda Indart en piano. Con ellas se recorren las primeras etapas de Tosar ( Danza criolla y Sonatina N°2, ambas para piano), donde se evidencia la transformación de su juvenil lenguaje nacionalista (la Danza criolla fue compuesta en 1940, cuando tenía 16 años) y el luego el primer abordaje del atonalismo libre dentro de una concepción formal neoclásica, que identificó a sus creaciones en los años cincuenta, cuyo ejemplo más notorio fue la Sinfonía para cuerdas. Y la pieza para órgano, Passacaglia sobre el nombre de Bach, completa este panorama histórico con un Tosar en plena madurez, hacia comienzos de 1990, articulando varias marcas que identifican sus principales intereses estéticos.