Mire, señor, si para mañana en la noche no tiene lista su embarcación, yo no me hago responsable de lo que le pueda pasar a usted”, le dijo Lorenzo Latorre a Manuel Puig Moré, un catalán dueño de una embarcación que habitualmente transportaba tasajo de Montevideo a La Habana.
Sucedió hace exactamente ciento cincuenta años, el 27 de febrero de 1875, y de nada sirvieron los argumentos de Puig para convencer a Latorre de que su barca no estaba apta para transportar a quince hombres más veinticinco guardias de infantería que oficiarían de custodia. Horas más tarde, el catalán se enteraría que once de los pasajeros serían jóvenes principistas, pertenecientes a familias patricias. Además, viajarían los cuatro hijos del general Venancio Flores.
Los principistas eran parte de una generación muy ilustrada de universitarios que abrazaba al liberalismo y defendían principios que consideraban esenciales en una sociedad civilizada. Eran de origen blanco y colorado y marcaron el rumbo del Parlamento surgido de las elecciones de noviembre de 1872. Dichas Cámaras fueron llamadas “bizantinas”, en alusión a los bizantinos del Imperio Romano de Oriente caracterizados por sus largos debates sobre la esencia de las cosas y apartados de la realidad. El presidente de la República era José Ellauri.
Derrocado Ellauri, luego del motín del 10 de enero de 1875, fue designado presidente interino Pedro Varela. Pero quien mandaba era el coronel Lorenzo Latorre, Ministro de Guerra que, meses más tarde, se haría de todo el poder .
El barco en cuestión era el Booptahorse, un bergantín inglés de casco de roble que había encallado en las costas de Maldonado y que luego de ser rescatado fue trasladado y reparado en el dique Mauá. Allí lo compró Puig.
Al día siguiente, Latorre volvió a convocar a Puig y le comunicó que el gobierno pagaría por el viaje doce mil pesos, suma que contemplaba todos los costos. La embarcación tendría pabellón uruguayo y se la declararía barco de guerra mientras durara la travesía. Llevaría el nombre de su propietario; sería la barca Puig. El capitán del puerto de Montevideo, coronel Ernesto Courtin, tendría bajo su mando a los desterrados y a la guardia de seguridad.
Los pasajeros fueron encarcelados en el Cabildo. La noche del 28 de febrero se los trasladó al puerto en carruajes. José Pedro Ramírez, Agustín de Vedia, Aureliano Rodríguez Larreta y Juan José de Herrera subieron en el primer vehículo. Juan Ramón Gómez (hermano colorado de Leandro), Carlos Gurméndez, Julio Herrera y Obes y Cándido Robido entraron en el segundo coche. Anselmo Dupont, Octavio Ramírez y Osvaldo Rodríguez ocuparon el tercero. Por último, fueron llevados: Fortunato, Eduardo, Segundo y Ricardo Flores.
En los tres primeros carruajes marchaba lo más brillante y notable de la clase política e intelectual del Uruguay: juristas, políticos, periodistas y directores de periódicos capaces de derribar con su sola prédica a cualquier gobierno. Era lo más granado e ilustrado de un país que nacía y buscaba su propia identidad, pero que también estaba sumido en el caos y en el que muchas voces se alzaban pidiendo orden.
Comienzo de un tiempo oscuro
La barca Puig soltó amarras cerca de medianoche. Comenzaba una travesía terrible en la que los desterrados y la tripulación padeció sed y hambre, y de milagro no naufragó en dos ocasiones en medio de tempestades tropicales.
En una carta fechada el 4 de marzo, Juan José de Herrera le escribía a su mujer, Manuela de Quevedo:
Puerto de Maldonado. 6 y media de la mañana.
Mi Manuela querida: Estamos levantando las anclas para hacernos definitivamente al mar, y, por si tengo proporción quiero mandarles estas líneas cuyo objeto es sepan ustedes que mi salud sigue bien. Por lo demás y en relación tanto a lo que dejo en Montevideo como a lo que me espera en esta caravana que se me impone, no hay más que tener confianza en Dios. Tengo conmigo para confortarme en ella a todo momento, mi conciencia pura de todo cargo, como ciudadano y como hombre. […] Me encuentro dignificado con que la canalla de mi tierra me haya creído, con muchísima razón, uno de los ciudadanos menos acomodaticios con ella y más refractario. Así me explico y así acepto mi destierro, y si no me arrancasen el corazón de padre, de esposo y de hijo al arrancarme de mi hogar, yo iría hasta agradecerles a esos despreciables personajes lo que hacen conmigo…
Por su parte, Julio Herrera y Obes, desde que zarparon comenzó a escribir una larguísima carta a su madre que se transformó con el tiempo en una suerte de diario de viaje:
Mamá querida: […] La bodega del buque construida para conducir carne y tasajo, era lo que nos servía de cámara, y estaba toda agrietada con el sol y derramaba el agua a chorros por todas partes, a punto de que todos preferíamos soportar la lluvia durante al día sobre la cubierta. Solo de noche era forzoso bajar a nuestro calabozo. ¡Era de ver entonces aquel espectáculo de galeros! Los más robustos y despreocupados, vencidos por el sueño, se envolvían en una frazada y sobre un colchón empapado, recibiendo el agua que destilaba la cubierta, pagaban sus tributos a las fatigas del cuerpo…
Cuando la barca Puig llegó a Cuba habían transcurrido cuarenta y ocho días desde que se alejó de la costa brasileña. Los deportados estaban extenuados y habían perdido muchos kilos. Algunos manifestaban síntomas de deshidratación y sus rostros lucían quemados y con úlceras en la piel y los labios por la inclemencia del sol. El largo viaje había tenido también su lado positivo. Sirvió para establecer entre ellos lazos aún más estrechos a los preexistentes, vínculos que nada lograría romper y que servirían en el futuro para allanar diferencias políticas, tejer alianzas o ayudarse mutuamente en circunstancias adversas. El movimiento principista apuntaba a la política de fusión de las divisas; estaba condenado al fracaso, pero sin saberlo había constituido una suerte de cofradía para siempre.
En La Habana, se les prohibió desembarcar. Hasta allí llegó la influencia de Latorre que, ante la Delegación de España en Montevideo, había denunciado a los desterrados como revolucionarios promotores de la independencia de Cuba. Siguieron viaje hacia Estados Unidos.
Un final inesperado
El 18 de junio, la Puig llegó al puerto de Charleston. Las autoridades norteamericanas impusieron a la embarcación una severa cuarentena de un mes por considerar que provenía de un puerto infestado. A la mañana siguiente, un bote con dos médicos de la sanidad norteamericana y un funcionario de aduanas inspeccionaron la barca. Regresaron a tierra acompañados por Courtin y Julio Herrera y Obes, quienes procurarían convencer a las autoridades de que levantaran la cuarentena.
-Mister Herrera, bienvenido -dijo el director de la Aduana de Charleston en un español con marcado acento norteamericano.
-Mister Wilmington, ¿es usted? -preguntó asombrado, Julio Herrera.
-Sí, mi amigo, soy yo -respondió el alto funcionario.
-¿Qué hace usted aquí? -expresó Julio, que no salía de su asombro.
-Esa pregunta debería hacérsela yo a usted, pero no es necesario, pues estoy enterado de su situación y la de sus compatriotas.
Wilmington había sido cónsul general en Montevideo y Buenos Aires a comienzos de la década de 1870. Su actuación coincidió con la gestión del padre de Julio, Manuel Herrera y Obes, al frente del Ministerio de Relaciones Exteriores, durante la presidencia de Lorenzo Batlle. En esos años se conocieron y frecuentó las tertulias y los banquetes que se celebraban en la casa familiar.
-Como director general de Aduanas he resuelto que usted y sus compañeros de odisea pueden desembarcar ya mismo. Están en su casa.
Los hermanos Flores fueron los primeros en regresar a Montevideo. Un mes después, lo hicieron los principistas.
El barco inglés Cotopaxi entró en la bahía de Montevideo y fue obligado a fondear mucho más lejos del lugar en que habitualmente lo hacía. Un enviado de Latorre subió a la embarcación, le comunicó al capitán que había once pasajeros que no podrían desembarcar y le suministró la lista. Cuando el capitán les comunicó a los desterrados las órdenes recibidas, estos no se sorprendieron, aunque no ocultaron su indignación. La jugada le había salido mal a Latorre, quien siempre alentó la esperanza que la barca Puig zozobrara en alta mar. Y, por si eso no ocurría, hizo todo lo que tuvo a su alcance para impedir el desembarco en La Habana. Latorre apostaba que la Puig se convirtiera en una nave a la deriva. Lo que el ministro de Guerra nunca imaginó, como tampoco lo habían hecho los condenados, era que en los Estados Unidos serían recibidos como héroes por un ex cónsul norteamericano en Montevideo. El destierro continuó en Buenos Aires.
Bibliografía consultada:
-Maiztegui Casas, Lincoln. Orientales Tomo 3. Planeta. Montevideo 2004.
-Fischer, Diego. El sentir de las violetas. Montevideo. Planeta.2024