Manuel Ansede/ El País Madrid
La naturaleza todavía esconde sorpresas descomunales. Un equipo de siete científicos —incluidos dos españoles y el nobel estadounidense Andrew Fire— ha descubierto en el interior del ser humano una nueva “entidad biológica”, en la frontera de lo que se considera vida. Estos elementos, bautizados obeliscos y todavía más sencillos que los virus, son agentes infecciosos que aparentemente colonizan algunas bacterias de la boca y los intestinos de las personas. Su presunto impacto sobre la salud humana, perjudicial o beneficioso, está todavía por dilucidar. “Los obeliscos son inclasificables”, sentencia el virólogo Marcos de la Peña, coautor del descubrimiento.
Los investigadores han detectado obeliscos en la mitad de las 32 bocas analizadas y en el 7% de las heces de 440 donantes. El propio De la Peña se hace una pregunta obvia: “¿Cómo narices nadie lo había visto antes?”. El manual de instrucciones presente en cada una de las células de una persona, su ADN, posee unos 3.000 millones de letras. Frente a esa complejidad inimaginable, los obeliscos son una molécula circular estirada que apenas tiene unas mil letras de otro tipo de material genético, el ARN.
Las nuevas entidades biológicas son tan sencillas que podrían haber tenido un papel en el origen de la vida en la Tierra hace unos 4.000 millones de años. El virólogo español recuerda la hipótesis del mundo de ARN, que propone que estas moléculas versátiles funcionaron como la primera información genética hereditaria en los organismos primitivos. “Creemos que llevan mucho tiempo con nosotros”, explica De la Peña, del Instituto de Biología Molecular y Celular de Plantas, en Valencia. “Estructuralmente, tienen pinta de ser uno de los elementos más antiguos del planeta. Poseen todas las características clásicas de lo que sería el mundo de ARN primigenio. Estos bichos tienen todas las papeletas para haber estado desde el principio”, añade.
El asombroso descubrimiento se publica este miércoles en la revista especializada Cell. Los autores han identificado 30.000 especies de obeliscos, pero de momento solo han podido asociar una de ellas a una bacteria específica, la Streptococcus sanguinis, típica de la boca humana. De la Peña subraya que este microbio oportunista puede acceder al torrente sanguíneo y provocar inflamaciones del corazón. “Estas infecciones pueden ser incluso mortales. Estamos viendo que solo algunas cepas de Streptococcus sanguinis tienen obeliscos, pero hasta ahora no hemos detectado una correlación [con su gravedad]”, señala De la Peña, perteneciente al Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Los siete firmantes recalcan que desconocen los huéspedes del resto de obeliscos, pero asumen que otras bacterias también albergarán estos misteriosos elementos. Cada microbio puede almacenar más de 1.000 obeliscos, según un cálculo de dos científicos de la Universidad Duke, en Estados Unidos.
El biólogo estadounidense Andrew Fire ganó el Nobel de Medicina en 2006 tras demostrar que pequeñas moléculas de ARN pueden inactivar genes específicos. Fire, de la Universidad de Stanford, reconoce las incógnitas: ¿cómo definir los obeliscos? ¿Son realmente agentes infecciosos? ¿Cuál es su efecto en los seres humanos? ¿Podrían tener aplicaciones en medicina? ¿Son vestigios del origen de la vida en la Tierra? “La respuesta a cada una de estas preguntas es que todavía no lo sabemos”, afirma.
Su colega Ivan Zheludev, también de Stanford, ha consagrado su tesis doctoral a los obeliscos. El doctorando propuso bautizarlos así porque su forma estirada le recordaba a la de las Agujas de Cleopatra, los célebres monumentos egipcios reubicados en su Londres natal y en Nueva York. El 21 de enero, Zheludev y sus seis coautores publicaron un primer borrador con sus resultados preliminares, pero habían rechazado hacer declaraciones hasta ahora.
La bióloga María José López Galiano, coautora del trabajo, cree que el descubrimiento de los obeliscos abre la puerta a aplicaciones potencialmente revolucionarias. “Estas moléculas se comportan de una forma diferente a todo lo que conocemos hasta ahora. Hemos intentado entender cómo interaccionan dentro de su huésped, con la bacteria Streptococcus sanguinis en el laboratorio, pero no sabemos realmente qué están haciendo. Desconocemos si los obeliscos confieren alguna ventaja respecto al resto de bacterias, como una resistencia a algún tipo de antibiótico”, opina López Galiano, de la Universidad de Valencia. La bióloga especula con la idea de utilizarlos de alguna manera para contrarrestar la pérdida de eficacia de los antibióticos. Las bacterias multirresistentes provocan 33.000 muertes al año solo en Europa.
El biólogo Gustavo Gómez recuerda que, históricamente, las moléculas de ARN se han considerado meras transmisoras de la información contenida en el ADN. Cada célula posee dos metros de ADN plegados de manera inverosímil en su diminuto núcleo. Para extraer esa información, las células copian esas instrucciones y las redactan en otro idioma, el de las moléculas de ARN, capaces de salir del núcleo de la célula y dirigir la fabricación de proteínas, las auténticas protagonistas de la vida. “Diversos descubrimientos realizados en las dos últimas décadas han puesto de manifiesto que los ARN pueden cumplir complejas funciones reguladoras, convirtiéndose, según algunas teorías, en uno de los responsables directos de la complejidad biológica en los organismos”, señala Gómez, director del Instituto de Biología Integrativa de Sistemas, en Paterna (Valencia).
A juicio de este biólogo, que no ha participado en la investigación, el descubrimiento de los obeliscos, asociados tan íntimamente al microbioma ambiental y humano, “pone aún más de manifiesto la potencialidad biológica de los ARN”. Para Gómez, estas nuevas entidades biológicas “contribuyen a que la línea entre lo que hoy conocemos como vivo y lo inerte esté cada vez menos definida”.
Los virus eran la frontera de la vida hasta 1971, cuando se descubrió que la enfermedad del tubérculo fusiforme de la patata era provocada por unos agentes infecciosos todavía más simples, a los que se denominó viroides, con unas 300 letras de ARN. De la Peña recuerda que apenas se conocían unas 50 especies viroidales en plantas y animales hasta 2023, cuando un equipo internacional, en el que participó él mismo, reveló la existencia de otros 20.000 tipos, entre los que ya había algunos obeliscos en muestras recogidas en la naturaleza.
El virólogo Guillermo Domínguez, del Instituto Español de Oceanografía, cree que el nuevo estudio es un paso más en la carrera por hacer “ambiciosas búsquedas bioinformáticas” en el material genético hallado en muestras de suelo, estuarios y océanos. “Desde el 2015, aproximadamente, presenciamos una expansión de la diversidad de parásitos cuyo genoma es de ARN en vez de ADN”, explica. “Todo esto sugiere que lo descubierto hasta ahora es aún la punta del iceberg, un porcentaje ínfimo de una virosfera de ARN que podría reunir más de dos billones de especies de virus de ARN”, señala Domínguez, citando un cálculo propio.
“Tradicionalmente, los viroides habían sido unas pocas especies, todas ellas parásitos de plantas como la patata y el aguacate. Parásitos tan simples que no codifican proteínas ni tienen cápside, sin vida extracelular, que se transmiten de una planta a otra verticalmente a través de las generaciones”, expone. “Estos extraños parásitos han permanecido en la sombra de los casos anecdóticos de la virología, despertando sólo el interés de fitopatólogos y biólogos evolutivos interesados en vestigios del mundo de ARN precelular. En estos últimos tres años, han surgido más trabajos donde se potencian estrategias bioinformáticas para detectar estos parásitos crípticos en la infinitud de secuencias disponibles hoy en las bases de datos, advirtiendo nuevos tipos, como los zetavirus y los obeliscos”, añade Domínguez. “Aún no sabemos cuán extenso puede ser el efecto de estos viroides y agentes parecidos a viroides infectando bacterias de nuestro microbioma y sobre nuestra salud, pero sin duda es un descubrimiento prometedor que puede abrir el camino para comprender mejor el ecosistema microbiano con el que convivimos”, sentencia.
El virólogo Marcos de la Peña participó en 2022 en otro gran descubrimiento: la identificación de 132.000 nuevas especies de virus, incluidas nueve de coronavirus, gracias a una nueva herramienta informática capaz de peinar gigantescas bases de datos genéticos, como las procedentes de hospitales y ecosistemas naturales. Pese a estos éxitos, De la Peña cuenta que la Agencia Estatal de Investigación, dependiente del Ministerio de Ciencia, acaba de rechazar financiarle un proyecto para seguir investigando este enigmático nuevo mundo de ARN. El virólogo considera que es más fácil recibir dinero público produciendo muchos estudios mediocres, en vez de pocos y de calidad, con coautores como el nobel Andrew Fire. “Hacer ciencia de primer nivel en España es tremendamente complicado. Parece que solo cuenta ser el que mete el gol en Segunda o Tercera división y no vale de nada ganar en Champions tras montar equipos top”, lamenta. El año que viene, afirma, tendrá cero euros para investigar.