La tendencia de grabar y compartir experiencias en conciertos ha crecido notablemente con el auge de las redes sociales como Instagram y TikTok. En recitales multitudinarios, medios e incluso pequeños, de artistas uruguayos, sudamericanos y de todo el mundo, muchas personas sienten la necesidad de levantar sus teléfonos para capturar momentos con la intención –presumo, porque no siento ese impulso–de revivirlos en el futuro o compartirlos en sus redes buscando, probablemente, sentirse parte de un grupo de pertenencia.
Otros dicen que tal vez quieran acordarse después. En un artículo de La Vanguardia, la psicóloga Eva Molero señala que la sobreestimulación sensorial puede llevar a olvidar rápidamente las sensaciones experimentadas. En este contexto, la grabación de videos se convierte en una herramienta para reforzar la memoria. “Ahora estamos tan sobreestimulados que es fácil olvidar rápidamente las cosas, o las sensaciones y emociones que se han experimentado en una situación específica”, afirma la psicóloga. Las redes sociales han asumido el papel de intermediarias entre la experiencia y la exposición de la experiencia: “Son nuestras influencias más directas hoy en día; te sorprendería (o aterraría) ver el tiempo que les dedicamos”.
Para los puntos negativos de esta práctica, la autora de esta columna no tiene que investigar tanto ya se le ocurren varios solo de pensar en su propia experiencia. En primer lugar, está el hecho de que la práctica puede interferir con el campo visual de quienes están detrás y obligarlos a realizar movimientos de cuello innecesarios para poder ver el escenario. Ni hablar de cierta desconexión de quien lleva adelante el video con lo que efectivamente está pasando en el escenario o en sus oídos. Casi como un consejo de gurú del mindfulness, diría que mejor que filmar sería estar en el momento.
Pero existen otros aspectos que no surgen de la experiencia personal. La difusión masiva de videos de conciertos en plataformas como TikTok generan debates sobre derechos de autor. Tanto, que algunos artistas como Beyoncé piden a sus fanáticos no grabar ciertas partes de sus presentaciones u otros como Jack White que promueven poner los celulares dentro de fundas de plástico que no permiten usarlos. El extremo es la banda de metal alternativo Tool, que directamente prohíbe el uso de teléfonos en sus recitales.
El otro aspecto importante es el impacto medioambiental. Porque esos videos con sonido e iluminación deficiente (o directamente insalubre) suponen niveles de contaminación considerables. Grabar y subir un video de un minuto en un concierto genera emisiones de CO₂ en varias etapas. En primer lugar, durante la grabación un smartphone consume cerca de 0,01 kWh por minuto, lo que supone menos de 1 g de CO₂.
Pero el mayor impacto ocurre al subir el archivo a redes sociales. Un video en 1080p puede pesar entre 100 y 150 MB, mientras que si está en 4K ya supera los 300 MB. Si se usa 4G/5G, la subida puede generar entre 2 y 3 g de CO₂, mientras que con Wi-Fi se reduce a 0,2 g. Las plataformas almacenan y procesan los videos en centros de datos que consumen grandes cantidades de energía. Se estima que un minuto de video genera entre 0,1 y 0,5 g de CO₂ por visualización. Si el video alcanza 10.000 vistas, puede producir entre 1 y 5 kg de CO₂ solo en almacenamiento y procesamiento. El impacto aumenta con la reproducción. Ver un minuto de video en 1080p emite entre 0,2 y 0,6 g de CO₂ por usuario, mientras que en 4K puede superar los 2 g. En total, un video con miles de reproducciones podría generar entre 10 y 20 kg de CO₂, equivalente a conducir un auto nafta por entre 80 km y 100 km.
Me acerco al final de esta columna y una pregunta me queda, ¿será que vale la pena?