Diez minutos de terror: anatomía de un ataque de pánico

Según la OMS, el 30 por ciento de la población mundial ha sufrido un ataque de pánico alguna vez.

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Hombre teniendo un ataque de pánico

Por María José García Rubio / The Conversation*

Enrique está sentado en la butaca del cine. Ha ido a ver una película con un amigo. De repente, comienza a experimentar angustia, taquicardia, y sofocos; siente mucho calor pero a la vez está frío y tiene escalofríos. “Me está dando un infartoo me estoy volviendo loco”, piensa.

Sale de la sala y bebe un poco de agua. Se siente desorientado. Luego lo describiría como “estar fuera de sí”. Acude a urgencias del hospital más cercano, donde cuenta su motivo de consulta: “Me está dando un ataque al corazón”. La película quedó muy atrás. Tras dos horas de pruebas y esperas llega el diagnóstico. “Usted ha sufrido un ataque de pánico”, dice el médico de urgencias. Enrique se siente desorientado, incapaz y temeroso de que la situación se repita.

Es probable que esto le suene. Según la OMS, el 30 % de la población ha sufrido o sufrirá algún ataque de pánico. De hecho, en 2019 se registraron 301 millones de personas con diagnóstico de algún trastorno de ansiedad; 58 millones eran niños y adolescentes.

Un ataque de pánico implica sufrir un miedo intenso que desencadena reacciones físicas muy alarmantes sin motivo aparente. Una de sus características es la falta de control del afectado sobre el cuándo, el dónde y el porqué. Un alumno estresado puede padecerlo días antes de la defensa de su tesis doctoral, pero también mientras se da un baño caliente días después del evento.

La corta duración es otro rasgo definitorio. Mientras que otros trastornos de ansiedad, como la ansiedad generalizada, son relativamente duraderos y requieren una intervención prolongada, el ataque de pánico dura escasamente diez minutos. De todos modos, la persona puede sentir sus secuelas días después debido al estrés anticipatorio que implica no saber cuándo va a vivir otro episodio similar.

Aunque no todas las personas lo experimentan igual, los síntomas más comunes son palpitaciones, sudoración, temblor de manos, flojedad de piernas, náuseas, molestias abdominales, mareos, dolor de cabeza, opresión en el pecho, sensación de ahogo y sofocación. Son manifestaciones fisiológicas que alertan al organismo de que existe una amenaza (en este caso imaginaria) contra su integridad física o psicológica.

Desde una perspectiva psicobiológica, supone la puesta en marcha de los procesos implicados en la lucha del organismo por la propia supervivencia. Es decir, se activa la liberación de cortisol, de adrenalina y noradrenalina y otros mecanismos hormonales relacionados con el sistema nervioso autónomo y estructuras subcorticales como la amígdala y la hipófisis.

Este fenómeno también se asocia con un déficit cognitivo. Algunas investigaciones han demostrado que haber padecido uno empeora el rendimiento en funciones como la atención, la memoria de trabajo y la velocidad de procesamiento. Esto se explica fundamentalmente por el estado de confusión e incluso “despersonalización” que acarrean.

Durante el ataque de pánico la persona siente que se está volviendo loca, que va a morir o que algo está atentando contra su propia integridad. Se trata de una amenaza imaginaria.

Esta percepción imaginaria es lo que diferencia a los seres humanos de otras especies, como diría el neurocientífico y escritor Robert Sapolsky, autor del libro Por qué las cebras no tienen úlcera. Muchos humanos del siglo XXI vivimos con miedo a lo que pueda pasar porque nuestras necesidades básicas (comida, casa, bebida, afectos), las que nos garantizan una supervivencia sin apenas costes, pueden estar cubiertas incluso desde antes del nacimiento.

De hecho, varios estudios epidemiológicos han demostrado que los ataques de pánico son más comunes en países occidentales con altos ingresos económicos.

¿Quién puede padecerlos?

No existe una relación causa-efecto entre poseer un determinado gen, carácter o rasgo de personalidad y las posibilidades de experimentar un ataque de pánico. Sin embargo, sí parece existir un factor hereditario. También el temperamento influye: personas altamente sensibles o con elevados niveles de neuroticismo y autoexigencia tienen más papeletas de pasar por ese angustioso trance. El género es también una variable clave. Numerosos estudios han mostrado que las mujeres tienen casi el doble de probabilidades que los hombres. La explicación reside en los procesos hormonales cíclicos asociados con el género femenino: la menopausia es un periodo de máxima suceptibilidad.

Lo imprevisible del ataque de pánico dificulta su prevención, aunque el paciente que lo ha sufrido al menos una vez puede reducir los niveles de estrés anticipatorio ante la idea de vivir nuevos ataques. También puede adquirir nuevas habilidades para manejar el episodio en el caso de que vuelva a aparecer.

Esto se consigue combinando terapia psicológica y la toma de medicación específica. Lo fundamental es que los sistemas de salud estén preparados desde las consultas de atención primaria y las urgencias con protocolos específicos y estrategias de actuación para estos y otros casos relacionados.

Finalmente, hay que destacar la importancia de dar visibilidad al ataque de pánico y otros trastornos de ansiedad: si alguien sabe lo que es un ataque de pánico podrá actuar de forma adecuada cuando lo sufra y, lo más importante, podrá vivir sin miedo a que se repita. Y esta labor es tan importante como la evaluación y el tratamiento psicológico.

*Codirectora de la Cátedra VIU-NED de Neurociencia global y cambio social - Profesora Máster Neuropsicología Clínica - Miembro del Grupo de Investigación Psicología y Calidad de vida (PsiCal), Universidad Internacional de Valencia

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