Al norte de Suecia, unos 200 kilómetros más al norte, en el Círculo Polar Ártico, en un lugar inhóspito cerca de la ciudad de Kirnua donde se estableció un pueblo de 900 personas y 1.100 perros que se llama Jukkasjärvi, se construyó, en 1989, un hotel de hielo. Fue el primero que existió en todo el mundo y hoy, más de 30 años después, sigue siendo el principal y más visitado del planeta. Durante la temporada de invierno miles de turistas de todas partes, pero sobre todo de Estados Unidos y Europa, llegan para dormir en unas habitaciones que están a menos cinco grados, y tener una experiencia que no se parece a ninguna otra. Todo, en el pueblo, gira alrededor de ese hotel y todo está al servicio de hacerlo funcionar. Pero, cuando llega la primavera, los enormes bloques de hielo provenientes del río Tornes empiezan a derretirse y el hotel va desapareciendo de a poco.
Allí, en ese lugar imposible, estuvo cocinando Germán Olmedo, un chef uruguayo de 39 años que vive en Estocolmo, Suecia. Al Ice Hotel lo mandó la empresa con la que trabaja. Era el final de la temporada, el hotel necesitaba un cocinero con experiencia y un buen currículum y allá fue Germán, a cocinar platos basados en la carne de reno y de alce, el principal alimento del pueblo, y también de un pescado llamado salmonete que sacan directamente de abajo del hielo. “Fue una linda experiencia, algo diferente. Por suerte llegué en una época en la que se ve la luz del sol, porque en invierno es crudo, pueden pasar varios meses sin ver la luz. Tuve la oportunidad de ver zorros, conejos blancos y auroras boreales, que fue una de las mejores experiencias de mi vida”.
Aunque ni él ni su equipo dormían en habitaciones de hielo, una noche hizo la prueba. “Casi me muero de frío. Te tenés que cambiar en el baño, que es el único lugar caliente, y te aconsejan no dormir con un pijama demasiado grueso, ponerte una gorra y algo para taparte la cara. Te dan un sobre aislante y dormís sobre un colchón que no es muy grueso. Como a las cuatro de la mañana me desperté muerto de frío porque había transpirado y la transpiración se volvió fría. Me fui a dormir al baño”.
Hoy, en este momento, Germán está en medio del mar Báltico. Es que, cada diez días sube a bordo de un crucero en el que viajan unos 300 pasajeros que hace la ruta entre Estocolmo y Helsinki. Cada vez que embarca le toca trabajar para un restaurante diferente en un barco que, mientras avanza, va rompiendo las capas de hielo que cubren el mar.
La vida de Germán está hecha de muchas historias. De experiencias que no se parecen en nada, pero que se encuentran en un lugar: la gastronomía, la pasión por la cocina.
Todo empezó en Montevideo, en una casa del barrio Reducto en la que siempre había comida casera. Su madre, Elur, cocinaba todos los días de la semana un plato diferente para Germán y sus cinco hermanos: milanesas, canelones, niños envueltos. Podía llegar hasta 30 o 40 platos y todos eran suculentos, deliciosos.
Si se le pregunta a Germán por los comienzos de su vocación, aunque entonces no lo tenía tan claro, él habla de su madre. Y también de un asma alérgico que le provocaban comidas y alimentos con colores fuertes. Tenía prohibidas las frutillas, las naranjas, el chocolate. Por eso, cuando en la adolescencia se le pasó, supo que iba a comer todo, a probar todo lo que existiera. Y, cuando terminó el liceo, con 16 años -porque siempre, desde la escuela, estuvo adelantado- empezó a estudiar gastronomía. No tenía tan claro que esa era su vocación. Quería ser profesor de literatura, pero, por algún motivo -para trabajar en un restaurante durante las noches y estudiar en el día, para conseguir trabajo, para probar cosas- se anotó en la escuela Gato Dumas.
Se graduó en 2004 y nunca más frenó. Trabajó como sushiman en Punta del Este. A los 21 años viajó a Suecia, trabajó y se formó con maestros japoneses, justo en el momento en el que el sushi empezaba a sonar fuerte en Occidente. Un tiempo después trabajó, durante dos años y medio, en el equipo que cocina para la ceremonia de los Premios Nobel que se celebra cada 10 de diciembre en Estocolmo, cocinó recetas que habían comido Gabriel García Márquez o Marie Curie, cocinó en vajilla de oro y de cristal, hizo platos para reyes y princesas.
En 2016 viajó a Grecia para ayudar en la crisis de refugiados que llegaban de a miles por la guerra de Siria. Fue parte de un documental, Waynak, que se exhibió en el festival de Cannes. Viajó por el mundo, para aprender y también por placer, hizo el viaje en el Transiberiano, que conecta los ocho husos horarios de Rusia. Volvió a Uruguay y abrió una empresa para organizar eventos. Tuvo un restaurante de comida balinesa en Montevideo que cerró por la pandemia.
Viajó a Barcelona para especializarse en gastronomía catalana. Trabajó para el equipo del Barcelona, cocinando para los jugadores y sus familias. Cuando estalló la guerra con Rusia, viajó a cocinar en Ucrania, donde también transportó medicamentos. Hizo la Maestría en Artes culinarias, Innovación y Dirección de cocina en Girona. Trabajó para un restaurante con dos Estrellas Michelín en Barcelona que después, mientras él cocinaba allí, ganó la tercera. La vida de Germán está hecha de muchas historias que parecen, todas, partes de diferentes vidas. “Me gusta hablar de cocina de contraste. Porque puedo cocinar para los reyes de Suecia, y después, para personas desesperadas de hambre por una guerra. No importa el comensal, si hay que cocinar yo siempre estoy listo”.