María Paulina Ortiz, El Tiempo/GDA
Cada día, durante dos o tres horas, la mujer más rica del mundo se sienta ante su piano Steinway y toca alguna obra de su compositor preferido: Bach. Una buena jornada para Françoise Bettencourt Meyers es aquella en la que no tiene que salir de casa, una moderna edificación en Neuilly-sur-Seine, la exclusiva zona colindante con París, que varios allegados han descrito como “la residencia de una intelectual”.
Rodeada de libros —algunos escritos por ella— y de su música selecta, esta francesa de 70 años se convirtió en diciembre pasado en la primera mujer en amasar una fortuna de 100.000 millones de dólares, según el índice de Bloomberg. La heredera del emporio de belleza L’Oréal está solo a un puesto de entrar en el top ten de los multimillonarios de Forbes. Si bien su presencia en estos listados ha sido constante desde hace siete años —cuando asumió el lugar que dejó su madre, Liliane Bettencourt, que murió en 2017—, su nombre no es tan conocido como los de sus vecinos de ranking, Elon Musk, Jeff Bezos o Bill Gates, por ejemplo. Claro, con una excepción que sí la llevó a los titulares del planeta: cuando su familia protagonizó el llamado ‘affaire Bettencourt’, un escándalo que comenzó como un enfrentamiento familiar y terminó en un asunto de Estado.
Françoise Bettencourt Meyers hubiera preferido seguir en la sombra, como había vivido hasta entonces. Introvertida, tímida, incluso un poco huraña, son adjetivos que aparecen entre quienes la conocen cuando tratan de definirla. No parece algo fácil, sobre todo porque su entorno íntimo es reducido y su círculo de amigos se ha mantenido silencioso ante las preguntas de los medios de comunicación: saben que ella le huye al protagonismo. Ha sido un carácter forjado desde niña. Nacida en 1953, hija única de André y Liliane Bettencourt, tuvo a su alrededor un mundo protegido que sus padres se encargaron de preservar. Él, un político conservador, ministro en lo gobiernos de George Pompidou y Jacques Chirac; ella, heredera de la fortuna de L’Oréal y figura clave de la alta sociedad parisina. Queda claro que Françoise nació en un hogar marcado por los privilegios del poder y la fortuna. Pero ni lo uno ni lo otro, se sabe, garantizan la felicidad.
Durante sus primeros tres años de vida, Françoise vivió separada de su madre. Liliane se vio obligada a ausentarse de París para tratar los efectos de una tuberculosis que la perseguía desde niña y le había dejado problemas de audición que la acompañaron hasta la muerte. Françoise añoraba la presencia materna y cuando de nuevo la tuvo cerca se aferró a ella con fuerza. “Como un mejillón pegado a una roca”, describió en una ocasión. Liliane, sin embargo, se sentía incapaz de dar todo el tiempo que su hija le pedía. Sí se encargó de crearle un esquema de protección. Como temía que su niña fuera secuestrada, la enviaba rodeada de guardaespaldas al colegio donde empezó a estudiar, el Marymount de Neuilly-sur-Seine, regido por monjas católicas.
La niña crecía sin mucha libertad. Sin embargo, ella recuerda una infancia feliz en la que los tres —papá, mamá, hija— viajaban por el mundo y eran un equipo: “El nombre de mis padres no puede relacionarse solo a los rankings de las grandes fortunas —dijo a Le Figaro, en una de las pocas entrevistas que ha dado—. Formamos una familia unida, que compartía las cosas simples de la vida”.
Françoise siguió cultivando esa sencillez y, sobre todo, empezó a forjar un carácter muy diferente al de su madre. Liliane: bonita, glamurosa, siempre simpática, amante de la alta costura, la suma de todo lo chic. Françoise: de pocas palabras, adusta, vestida con colores oscuros, gafas gruesas, casi cero maquillaje —curioso, siendo dueña de L’Oréal—, negada a ser protagonista de grandes fiestas o alfombras rojas. Incluso hoy, con sus compromisos como miembro directivo de su empresa, son pocas sus apariciones públicas. “Olviden su nombre y verán a una mujer que no podría ser más normal”, dijo en una ocasión el magnate inmobiliario Olivier Pelat, amigo de la familia.
Con personalidades tan opuestas, madre e hija crearon una relación llena de altibajos. Liliane no comprendía cómo Françoise podía tener rasgos tan contrarios a los suyos y llegó a definir a su hija como “demasiado fría”, “un poco pesada”, según el escritor estadounidense Tom Sancton, autor del libro The Bettencourt Affair.
Françoise se mantuvo firme. En lugar de ser parte de las actividades del jet set, se quedaba en casa leyendo, —en especial libros sobre mitología griega—, tomando clases de piano —sus maestros dicen que lo domina a la perfección— o escribiendo. Hacia el final de su adolescencia, sus padres quisieron conectarla con jóvenes que coincidían con su idea del yerno perfecto. Hijos de políticos, alta aristocracia. Muy rápido Françoise les hizo ver que no iba a aceptar un matrimonio por conveniencia. Además, a los 19 años, ya había conocido al hombre que sería su marido: Jean-Pierre Meyers, judío, nieto de un rabino asesinado en Auschwitz. En esta elección quizás hubo algo más allá del amor: quizás hubo también unas gotas de rebeldía. Para entenderlo, hay que hablar de su abuelo materno, Eugène Schueller, el ingenioso químico fundador de L’Oréal.
De tintes y nazismo
Schueller, de ascendencia alemana, nació en París en 1881 en un hogar de pasteleros. De niño se acostumbró a ayudar a sus padres en el negocio, hasta cuando logró reunir dinero para estudiar en la Facultad de Química. Un día, con su título bajo el brazo, tuvo una conversación con un peluquero que le sembró la idea de crear un tinte para el pelo que no causara toxicidad. El tema quedó en la mente de Schueller, que ya había dado muestras de ser muy creativo. En ese momento su laboratorio eran dos pequeñas habitaciones y un baño. Allí, durante dos años, se dedicó a experimentar —incluso con él mismo como conejillo de Indias— hasta que en 1907 logró crear el que sería el primer tinte sintético no tóxico. Schueller se dio cuenta de lo que tenía entre manos y corrió a registrar su empresa, primero como Sociedad Francesa de Tintes Inofensivos para el Cabello. Después la llamó L’Oréal.
Al poco tiempo sus tintes ya se comercializaban en países vecinos. Paso a paso, la empresa amplió su portafolio a más productos de belleza. Pero vino la sombra: durante la Segunda Guerra Mundial, Schueller no tuvo reparos en financiar movimientos pronazis, incluso prestó la sede de L’Oréal como lugar de encuentro. Schueller, que fue investigado por eso cuando la guerra acabó, murió en 1957. En ese momento, su única hija, Liliane, tenía 35 años y ya estaba casada con el político André Bettencourt, también reconocido por sus diatribas antisemitas.
Así que la decisión de Françoise de casarse con un hombre judío, descendiente de rabinos, al principio no cayó muy bien entre sus padres, aunque terminaron por aceptarlo e incluso le dieron un lugar en sus empresas. Su matrimonio con Jean-Pierre Meyers fue en 1984, más de diez años después de conocerse, en una ceremonia privada en Florencia (Italia). “Si alguien hubiera querido casarse conmigo solo por el dinero, lo habría visto —dijo ella en Le Monde—. Esperé mucho tiempo a mi marido y sé que no era el dinero lo que le atraía”. Tienen dos hijos: Jean-Victor y Nicolas, a quienes han educado en la religión judía.
De hecho, el tema religioso comenzó a interesarle a Françoise desde muy joven, tanto que su formación académica está centrada en ello. Se especializó en la École des Hautes Études en Sciences Sociales en relaciones entre judíos y cristianos y ha escrito varios libros sobre ese tema. Mientras su marido se implicaba en los negocios de la familia, ella seguía enfocada en la lectura y la escritura. Es autora de Los dioses griegos y ha publicado cinco tomos dedicados al análisis de los vínculos entre el judaísmo y el cristianismo, obra que le ha valido premios como el de Les Lauriers Verts, recibido en 2009.
Su compromiso con las letras es tal que en algunas ocasiones ha dejado atrás el deseo de anonimato para asistir a firmas de libros y encuentros con lectores. También hubo otra razón por la cual olvidó su gusto por no ser protagonista: cuando decidió enfrentarse a su madre y al hombre que había llegado a su familia, según ella, como un intruso manipulador: el fotógrafo de celebridades François-Marie Banier. Era el momento de destapar el “affaire Bettencourt”.
Madre vs. hija
El nombre de François-Marie Banier comenzó a sonar en su entorno familiar en 1987, cuando fue contratado por la revista francesa Egoiste para hacerle unas fotografías a Liliane Bettencourt. Entre los dos hubo un clic inmediato. A Liliane le gustó el ímpetu de Banier, su desparpajo, incluso su insolencia, que más que molestarla la hacía reír.
A su hija Françoise, en cambio, le pareció un personaje desagradable. La relación empezó mal desde cuando, en una cena familiar, Banier se burló de André, el padre de Françoise, en su presencia y sin reparo. Françoise le advirtió a su madre que si el fotógrafo seguía frecuentando la casa —una mansión, en el mismo Neuilly-sur-Seine, a escasos metros de la suya—, no volvería a visitarla con la misma frecuencia. En efecto, se distanció al punto de que madre e hija casi no se hablaban.
Mientras esa separación se ahondaba, Banier ganaba terreno con Liliane. Algunos amigos cercanos decían que su presencia le daba vida a la multimillonaria. Otros, entre ellos Françoise, consideraban que se estaba aprovechando. Banier no solo consiguió con L’Oréal un contrato por 900.000 dólares anuales como “consultor creativo”, sino que luego de cada encuentro con Liliane se iba con las manos llenas, ya fuera con un cheque de varios ceros, o un Picasso, sin contar que estuvo a punto de quedarse con la isla que la familia tiene en las Seychelles. Después de que todo salió al aire, se supo que recibió en total más de mil millones de euros.
La gota que llenó la copa llegó después de la muerte de André, el padre de Françoise, en 2007. Fue entonces cuando empleados de la mansión se acercaron a su residencia y le dijeron que habían oído a Banier pedirle a Liliane que lo adoptara. “Seré el hijo que nunca tuviste”, al parecer le propuso el fotógrafo. Cargada de rabia, y mandando al traste su discreción, Françoise denunció a Banier ante la justicia por aprovecharse de la “debilidad psíquica” de su madre, que ya superaba los ochenta años, con el fin de arrebatarle la fortuna.
Al mismo tiempo los medios publicaban unas grabaciones clandestinas que el mayordomo de Liliane había hecho durante varios meses, gracias a las cuales se evidenciaron no solo los alcances de Banier, sino posibles casos de fraude fiscal por parte de la multimillonaria e incluso corrupción política. El propio Nicolas Sarkozy, que acababa de llegar a la Presidencia, terminó salpicado debido a sus continuas visitas a la mansión Bettencourt.
El rostro de Liliane llenaba las portadas de todos los diarios y revistas, mientras su hija se defendía por haber abierto la caja de Pandora. “Es una historia trágica de la que mi madre es víctima, y a mí, como hija única, me corresponde protegerla”, decía Françoise. Su madre era tajante: “Ya no veo a mi hija. Para mí, ella se ha convertido en algo inerte”.
Banier, al final, fue condenado a cuatro años de cárcel, a devolver 150 millones de euros a la familia y pagar una multa de 375.000. El fotógrafo apeló y tiempo después obtuvo un veredicto menos fuerte y se libró de ir a prisión. Liliane, por su parte, quedó bajo la tutela legal de su hija. Su mundo se redujo a no poder tomar ninguna decisión sobre sus empresas. Con los años, madre e hija lograron reconciliarse. Para entonces, Liliane ya tenía alzheimer. Murió a los 94 años.
Hoy Françoise Bettencourt Meyers controla alrededor del 35 por ciento de L’Oréal, un emporio que tiene bajo su control más de veinte marcas poderosas, entre ellas Giorgio Armani, Prada o Valentino, y que está logrando ganancias inéditas. Su hijo mayor, Jean-Victor, se ha vinculado a la junta directiva y ocupa un papel cada vez más preponderante. Como presidenta de la Fundación Bettencourt Schueller, Françoise realiza una labor filantrópica que apoya la ciencia y el arte. También ayuda en una causa sensible para ella: la investigación en implantación coclear y el desarrollo de cirugías innovadoras para personas sordas, el mal que tanto hizo sufrir a su madre. “Me gustaría que ella supiera que nunca dejé de amarla”, dijo Françoise en una ocasión. Mañana, como hoy, tocará el piano.
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