Martín Bianchi / El País de Madrid
El traje nuevo del emperador, la fábula decimonónica de Hans Christian Andersen, encierra una moraleja que no pierde su vigencia: “No tiene por qué ser verdad lo que todo el mundo piensa que es verdad”. También nos enseña que no hay preguntas estúpidas. Las advertencias del cuento infantil de Andersen resuenan más que nunca en el palacio de Buckingham, residencia oficial del rey del Reino Unido y templo espiritual de la monarquía británica. En setiembre de 2022, cuando Carlos Mountbatten-Windsor fue proclamado Carlos III, la opinión pública de ese país celebró unánimemente la llegada al trono de un hombre de 74 años que llevaba más de medio siglo esperando su momento. Hoy, un año y medio después, el pueblo se pregunta si su rey no va desnudo.
Carlos III se ha retirado de la vida pública para tratarse un cáncer; su esposa, la reina Camila, se ha tenido que tomar una semana de vacaciones por agotamiento; la princesa Kate está de baja médica tras una misteriosa cirugía de abdomen; el príncipe William, heredero al trono, ha reducido sus compromisos oficiales para acompañar a su esposa convaleciente; el príncipe Andrés ha desaparecido de la agenda institucional tras el escándalo del caso Epstein; el príncipe Harry está fuera de la familia real y vive en California. La gente se pregunta: ¿quién está al mando de la institución, uno de los pilares del Reino Unido?
Nunca antes los británicos habían visto a su monarquía tan desvestida y vulnerable. La polémica que rodea a la enfermedad de Kate, princesa de Gales, es probablemente la que más está poniendo a prueba las costuras del traje invisible que viste a la institución.
El martes 16 de enero, la princesa se sometió a una cirugía abdominal planificada, pasó dos semanas de convalecencia en el hospital, y ha desaparecido de la escena pública, al menos hasta después de Pascua. Su larga ausencia sugiere que el diagnóstico es serio, pero nadie ha aclarado qué le ocurre.
“La princesa confía en que los ciudadanos entiendan su deseo de que su información médica personal permanezca privada”, explicaba Palacio en un comunicado. Pero los ciudadanos no lo han comprendido.
La opinión pública lleva semanas especulando sobre la salud de la princesa y eso la ha forzado a hacer una serie de apariciones a modo de prueba de vida. La primera fue hace una semana, cuando se dejó fotografiar en el asiento de copiloto de un coche que conducía su madre, en los alrededores del castillo de Windsor. La segunda fue este fin de semana, cuando publicó en sus redes sociales una foto rodeada de sus tres hijos. La manipulación de la imagen no hizo más que alimentar rumores y teorías conspirativas sobre la gravedad de su dolencia.
La princesa de Gales se ha visto obligada a pedir disculpas. “Como muchos fotógrafos aficionados, a veces experimento con la edición. Quiero expresar mis disculpas por cualquier confusión que haya provocado la foto familiar que compartimos”, dijo. Este lunes, pocas horas después de disculparse, se dejó ver saliendo de Windsor en otro coche, acompañada por su marido.
Las decisiones de la princesa de Gales sobre la gestión de su convalecencia han sumido a la monarquía británica en una crisis de comunicación, imagen y credibilidad. Fue ella quien decidió que su información médica se mantuviera privada, lo que ha generado, a su vez, mayor especulación sobre su estado. Y ella también decidió difundir a la prensa —al menos la versión oficial le atribuye la responsabilidad en exclusiva— una imagen manipulada que ha sembrado más dudas sobre su salud
El caso ha dejado al descubierto los problemas de comunicación de la Casa Real y ha reabierto el eterno debate entre privacidad y transparencia, un dilema recurrente de la familia real británica. A los Windsor les toca reinar en un país donde los tabloides tienen enorme poder e influencia y en el pasado han abierto verdaderas crisis constitucionales y políticas, haciendo tambalear a la institución con fotos comprometedoras de Lady Di o Sarah Ferguson y grabaciones íntimas de los ahora reyes Carlos y Camila.
Un problema real
Esta es la primera vez que Kate Middleton, apodada por la prensa de su país como “la joya de la Corona”, se convierte en un problema real para la monarquía británica. Una encuesta realizada por el canal de televisión británico Sky News en mayo de 2023 la colocaba como el segundo miembro de la familia real más popular y más apreciado, solo por detrás del príncipe Guillermo. Un 59% de los encuestados la valoraban con un “muy favorable” o “principalmente favorable”, muy por delante del rey Carlos y la reina Camila. Hoy, un año después de la encuesta, se ha convertido en un talón de Aquiles para la Corona.
Pero la futura reina del Reino Unido lleva más de dos décadas lidiando con la presión mediática, el escrutinio público y las críticas. Middleton dejó de ser una desconocida el 26 de marzo de 2002, cuando participó en un desfile de la Universidad de St. Andrews a beneficio de las víctimas del atentado terrorista de las Torres Gemelas. “¡Wow!”, exclamó el príncipe Guillermo a su amigo Fergus Boyd cuando la vio desfilar. Ese día, Kate perdió su anonimato.
Los círculos aristocráticos y de clase alta en los que se movía el príncipe consideraron que Middleton, proveniente de una familia de clase media-alta, no era lo suficientemente buena para el futuro heredero al trono. Algunos amigos del hijo de Diana de Gales la llamaban “Kate Middle Class” (Kate clase media), bromeaban sobre el hecho de que su madre, Carole Middleton, hubiera trabajado como azafata de British Airways, y se reían de su forma de hablar.
En 2007, Kate usó la palabra “toilet” en vez de “loo”, la forma que suelen emplear los aristócratas para referirse al baño. Los toffs, los ricos de clase alta inglesa, filtraron la anécdota a la prensa, que tituló el asunto como el Toiletgate.
Dicen que Middleton nunca dejó que eso le afectara. También aguantó estoicamente la presión mediática. En 2004, cuando el noviazgo con el príncipe ya era oficial, los periodistas preguntaban incesantemente a un Guillermo de 22 años si tenía planes de boda. El joven contestaba horrorizado que no quería casarse hasta que no tuviera 28 o 30. Entonces los medios apodaron a su novia como “Waity Katie” (Katie la que espera o Katie la paciente). Luego, cuando renunció a su trabajo en la joyería Jigsaw para prepararse para su vida en la familia real, la llamaron “Lazy Katie” (Katie la vaga).
A diferencia de su cuñada, Meghan Markle, Middleton ha soportado en silencio las vejaciones de los tabloides y la prensa amarillista de su país. Tras ocho años de noviazgo, en 2010 se comprometió con el príncipe y en 2011 se casó con él. Desde entonces, se ha ganado a pulso su popularidad, convirtiéndose en una pieza clave de la monarquía británica. La incógnita ahora es si saldrá airosa de esta controversia que ha acrecentado la sensación de turbulencias en la Corona.
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