La historia de Nicolás Maggi Berrueta -18 años, el pelo negro y espeso sobre la frente, las cejas tupidas, los ojos brillantes, la piel pálida y lisa, el porte de alguien de otro tiempo- puede tener muchos comienzos.
Puede empezar el día en que, con cuatro años, decidió estudiar piano con la profesora que había en el colegio de su ciudad, San Jacinto, en el departamento de Canelones, porque la suya era una familia en la que todos habían estudiado música. Pero puede empezar, también, el día en el que no quiso estudiar más piano. O el día que, con seis años recién cumplidos, viajó con su madre a ver un concierto en la sala Adela Reta del Auditorio Nacional del Sodre.
Esa fue la primera vez que Nicolás vio un violín. Y supo que quería cambiar al piano por ese instrumento del que no sabía nada, y que quería hacer lo mismo que el hombre que lo tocaba con tantos sentimientos, con tanta pasión.
Las opciones que entonces tenía el Sodre para estudiar música eran tres: en Montevideo, en Minas y en Florida. Las tres ciudades quedaban lejos de la suya, pero eligieron Minas. Hablaron con la Orquesta Eduardo Fabini y los profesores dudaron en aceptarlo por la distancia entre las ciudades. Finalmente lo hicieron. Y Nicolás y su madre, que había tenido que jubilarse por una enfermedad, empezaron a viajar juntos a Minas dos o tres veces por semana, cada vez que hubiese un ensayo, un seminario o un concierto.
En la orquesta le dieron un violín prestado, que Nicolás podía llevarse a su casa para practicar. En ese momento, dice, era un instrumento muy caro y su madre no podía comprarle uno para él.
Fue con ese violín que Nicolás empezó a tocar en los ómnibus, mientras viajaba desde su ciudad hacia Minas. Era una forma de hacer que el viaje pasara más rápido, de practicar y de empezar a mostrarles a otras personas lo que hacía.
“Yo tocaba algunas piezas arriba del ómnibus e invitaba a la gente a que fuera a vernos a los conciertos, a que nos conociera. Y a partir de eso se armó una especie de hinchada que empezó a ir a vernos cada vez que tocábamos”, cuenta.
En el primer concierto que hicieron, el director de la orquesta decidió hacerle un pequeño reconocimiento a Nicolás: no había faltado, nunca, a ninguna clase, a ningún ensayo, a ningún seminario.
De esa época en Minas, Nicolas tiene muchos recuerdos: las caminatas de 25 cuadras hasta la punta de un cerro para estudiar teoría y solfeo con el maestro Ulises Peña Marichal, el dinero que ahorraban en la semana con su madre para comprar un helado y que la caminata no se hiciera tan pesada y, sobre todo, aquel violín que le habían dado y que, para él, era como un amigo más. Dormía con él en su cama, lo cuidaba, lo arreglaba y lo lustraba para cada concierto.
También recuerda el día que lo perdió. Fue después de un concierto de Navidad en Minas. Como el último ómnibus salía a las siete de la tarde y la actividad era a las nueve de la noche, un amigo de su familia se ofreció a llevarlos. Al regreso, su madre apoyó el violón arriba del techo del auto, para que el amigo lo guardara. En el camino sintieron un golpe, pero no le dieron importancia. Cuando llegaron a San Jacinto, el violín no estaba en ningún lado.
Su madre tuvo que comprar otro en cuotas para reponerlo a la orquesta y, recién después de que pudo terminar de pagar ese, decidió comprarle uno para él.
Y también recuerda aquella noche. Nicolás había ido a una reunión del Rotary Club y había contado su historia. Al final, muy tarde en la noche, un hombre que lo había escuchado en silencio, le dijo que quería regalarle un violín que había encontrado hacía algunos años tirado en la ruta. El final de la historia parece el de un cuento: cuando vio el violín Nicolás empezó a llorar. Era el suyo, el que años atrás se había caído del techo del auto de su amigo. Todavía estaba lustrado, perfecto.
Después de estudiar cuatro años en Minas, decidió hacerlo en el Sodre, en Montevideo. Y ahí estaba su madre, como había estado siempre, acompañándolo. Incluso cuando no podía entrar a los conciertos por haberse quedado sin entradas y por no poder comprarla, incluso cuando había que bancar el frío y los viajes y los regresos a casa en la madrugada. Nicolás estaba haciendo su camino con la música y ella quería estar a su lado, no importaba el sacrificio ni el esfuerzo.

Hoy, que tiene 18 años y viaja solo a Montevideo para estudiar Derecho en la Universidad de la República, Nicolás dice que todo lo que logró, más allá de su esfuerzo, fue gracias a su madre, que fue la primera persona que confió en él, que nunca le soltó la mano.
Después, las cosas empezaron a suceder muy rápido: una invitación para estudiar en Alemania, reconocimientos a nivel departamental, reconocimientos en el Ministerio de Educación y Cultura, una invitación a la Cumbre Mundial de las Artes por la Paz y la Vida en Ecuador, el título de embajador de la Paz por Uruguay, y, entonces, llegó la pandemia.
Y en ese tiempo, Nicolás empezó a pensar en sus comienzos y en los sueños que todavía tenía por cumplir. Entre ellos estaba la idea de darle a su ciudad un lugar en el que los niños pudieran estudiar música, sin necesidad de viajar, como había tenido que hacer él. Y como él siempre creyó que había que tener perseverancia y trabajar mucho para conseguir las cosas, empezó a golpear puertas para lograrlo. Así consiguió que la alcaldía de San Jacinto le diera un espacio, que la fundación Living Peace Internacional lo ayudara con la difusión de la idea en todas partes del mundo, que algunas personas donaran instrumentos.
El 21 de setiembre de 2021 se inauguró el conservatorio Miguel de Cervantes -por aquello que decía el autor español de que no era necesario que la cultura fuera de la mano con el dinero- con clases gratuitas de cello, violín y piano.
“El conservatorio no tiene fines de lucro y eso es importante. Los profesores dan clases de manera voluntaria, solo les pagamos los viáticos de los boletos o el transporte para que puedan llegar”, cuenta.
En 2022 le otorgaron, por su historia y por su obra, el premio de la paz de Luxemburgo que se entrega en el Parlamento Europeo, y una distinción de embajador de paz del Círculo Universal de Embajadores de Paz de Francia y Suiza. Ese mismo año, empezó a trabajar en la creación de un conservatorio en la ciudad de Pando. El proceso fue el mismo. Golpear puertas, buscar ayuda, confiar en que la música puede cambiar la vida de una persona. Un sacerdote le consiguió un espacio en la Parroquia, llegaron donaciones de instrumentos, antes de abrir las puertas se anotaron más de 100 personas y, el primero de abril de 2024, se inauguró el conservatorio en Pando.

La gracia, dice, es que además de ser gratuito, pueden ir a aprender música personas de cualquier edad. "A veces es lindo porque ves que hay una abuela y una nieta aprendiendo un mismo instrumento".
Nicolás quiere seguir formándose: además de abogacía, quiere estudiar la carrera de director de orquesta, pero sabe que todo es de a poco, con trabajo y con paciencia.
Mientras, sigue dando clases en el conservatorio de su ciudad, lo siguen invitando a eventos -en julio viajará a Río de Janeiro para dar una charla ante 6.000 jóvenes de todo el mundo en el marco de GenFest, un evento internacional- y sigue teniendo al violín como su mejor aliado: el que está cuando está muy feliz o cuando se siente cansado, cuando está triste o cuando no sabe qué hacer. La música le cambia el estado de ánimo. Y él siempre lo supo.