CORONAVIRUS
El experto en invasiones biológicas Franck Courchamp se mete en la piel del coronavirus que desde hace meses puso en jaque a todo el planeta.
Desde hace meses, solo hablamos de él, sin embargo, ¡nunca hemos escuchado su punto de vista! Durante esta entrevista imaginaria, Franck Courchamp, director de investigación del CNRS y titular de la Cátedra AXA de Invasiones biológicas (Universidad Paris-Saclay), se mete en la piel del SARS-CoV-2. Más allá del punto lúdico, este “encuentro” es una forma de hacernos cambiar la perspectiva sobre los desafíos de la pandemia y las lecciones que de ella podríamos extraer.
—¿Quién es usted, coronavirus?
—Yo diría, modestamente, que soy el Rey. Al fin y al cabo, ustedes lo reconocen al ponerme en el nombre la “corona”. Soy una pequeña joya de la evolución, aunque mantenga la sencillez. Paradójicamente, esta simplicidad es una fuente de incomprensión para ustedes. Les cuesta decidir sobre un asunto tan básico como si estoy vivo o no. Personalmente, poco me importa cómo me clasifiquen. Pueden verme como una especie de máquina biológica microscópica. Mi programa es muy sencillo: sobrevivir y reproducirme para perdurar de una generación a otra. En ese sentido, tengo exactamente el mismo objetivo que todas las especies vivas. La diferencia, seguramente, es que yo solo necesito lo mínimo: penetro en las células de mi huésped y me apodero de todo lo que me hace falta. Secuestrando la maquinaria de las células que infecto, fabrico copias de mí mismo, tantas como puedo. Luego, mis semejantes, partículas virales completamente nuevas, se expanden por todas partes al asalto de otras células. Los coronavirus producimos 1.000 virus por célula infectada, ¡en apenas 10 horas! Sin embargo, no soy grande. Mi diámetro es del orden de 100 nanómetros. Soy mil veces más pequeño que las bacterias, que son de 10 a 1.000 veces más pequeñas que una célula humana.
—¿Por qué infecta usted a las personas?
—Es una pregunta rara. Las personas son mi hábitat, mi ecosistema y mi medio. Soy nómada, puesto que mi huésped no es inmortal. Así que, con el fin de perpetuarme, debo pasar a otro huésped antes de que el primero desaparezca. Hay que admitir que, a veces, algo de culpa tenemos: algunos huéspedes no soportan nuestra proliferación, que termina dañando sus órganos. En otras ocasiones, son víctimas de la batalla que libran contra nosotros sus sistemas inmunológicos y acaban perdiendo el control.
—¿Cómo nos infecta usted?
—Mis recursos son sencillos, usted ya ha descubierto algunos de mis secretos, como el que consiste en viajar en las gotitas de saliva, al estornudar, y quedarme en las manos o en los objetos manipulados por personas que se han tocado la saliva o los mocos. Puedo meter a 100 mil millones de mis congéneres por mililitro en un salivazo. No soy muy sofisticado, pero soy eficaz. Somos expertos en eficacia, nos adaptamos sin límite.
—¿Es consciente del daño que causa?
—Deseamos causar el mismo daño que una oveja le desea a una mata de hierba. Si tuviéramos elección, evidentemente preferiríamos que las personas que hemos infectado no murieran y siguieran albergándonos. Nos facilitaría enormemente la vida. Pero a veces su naturaleza mortal nos impulsa a replicarnos con rapidez para infectar a otra persona antes de que muera la primera. Esta replicación provoca síntomas que en ocasiones resultan nocivos e incluso letales. Entre sobrevivir sin hacer demasiado daño y ser eliminados, ¡no es fácil encontrar el punto medio!
—¿Cómo nos deshacemos de usted?
—En teoría, es bastante sencillo. Solo tiene que imaginar las epidemias como si fueran incendios forestales. Ambos son fenómenos naturales, pero si juega con las leyes de la naturaleza, puede perder el control. La suma de condiciones propicias (como la acumulación de leña seca) favorece los incendios. Tras una quema rápida, el incendio suele extinguirse: ya sea porque llega a zonas donde los árboles están demasiado separados como para que las llamas pasen de uno a otro (el equivalente al distanciamiento social) o bien porque llega a zonas donde las especies de árboles son menos combustibles (son inmunes al fuego). Las epidemias naturales surgen y luego se propagan hasta que se frena el contagio porque la mayoría de los infectados no logran infectar a otras personas, debido a que no encuentran a nadie o porque los que encuentran son inmunes. Si el ritmo de infecciones disminuye, la epidemia se atenúa hasta que desaparece.
—¿Qué nos tiene reservado para el futuro?
—No podría decirle: mi descendencia y yo infectamos y mutamos al azar. Si usted sobrevive a mi paso, ¿quedará inmunizado? No lo sé y no es mi problema. ¿Podrán mantenerme a raya con mascarillas y distancia física? Lo averiguaremos. Una cosa es cierta: de un año para otro no seré igual. Los virus mutamos. Y si somos muchos, las mutaciones serán más numerosas. De todas la mutaciones, la mayoría dan cepas poco viables, poco contagiosas o poco virulentas y desaparecen pronto. Excepcionalmente, las mutaciones dan cepas muy contagiosas o más mortales. Aunque esto se dé con menos frecuencia en los coronavirus, cuanto más les cueste mantenernos a raya, más numerosos seremos y aumentarán las posibilidades de que aparezca una cepa muy peligrosa… Pero tranquilícese: no existe un virus tan peligroso como para destruir completamente a toda su población huésped. Sencillamente porque también destruiría sus recursos, su ecosistema y su medio. Desaparecería, por lo tanto, al mismo tiempo. Y aunque no sea listo, no soy tan tonto como para destruir mi propio medio. ¿Quién lo es?
*The Conversation