Fernando inclina el cuerpo, se sube las medias. Mira directo a la cámara como si buscara complicidad. Como si con ese segundo bastara para plantear las condiciones, el juego. Gira, pone un brazo sobre el pecho y al otro lo levanta en ángulo recto. Se pone en pose de tango o de milonga, y baila. Da pasos cortos, un pie detrás del otro como el ritmo fuese algo innato. Cierra los ojos. Sonríe apenas, en una mueca que se parece a la gloria o al desparpajo total. Se acerca a una mesa, agarra un portarretratos, lo pone contra el pecho y sigue bailando: sube y baja los hombros, camina de un lado a otro del living, balbucea unos versos que dicen “se mueve la paisanada va rumbo a la patria gaucha, el futuro en la puntera y el pasado en la culata”. Tiene el pelo gris y corto, prolijo. Una camiseta blanca y un short celeste. De fondo, su casa: las paredes empapeladas, un cuadro de marco dorado con unas flores, un sillón color mostaza, una lámpara, una bicicleta fija, el mate preparado sobre una mesa.
Cada tanto suena una risa desde atrás de la cámara, pero él no se inmuta. Sabe que su nieta Valentina está filmándolo y hace un pequeño show para ella: la divierte, se muestra en toda su simpatía, en toda su gracia, en toda su forma. Porque, al final, él hace todo para la cámara, pero podría hacerlo, también, en su vida, todos los días: tener esos momentos de goce, vivir de esa manera.
Todo empezó como un chiste: un día Fernando le dijo a Valentina Baracco —producotra y directora— que quería hacer una película y que necesitaba su ayuda, porque él sabía qué quería contar, pero no cómo hacerla. Al principio era solo eso: una idea. Pero entonces Valentina cumplió 26 años y le dijo a su abuelo Fernando que se iba a vivir con su novio. Y él insistió: ya que dejaría la casa en la que habían vivido toda la vida, quizás, era momento de hacer una película juntos.
Valentina vivió en lo de Luz y Fernando desde que cumplió un año, cuando sus padres se separaron y con su madre se mudaron para allí. Poco antes de 2011 Luz murió y, un tiempo después, su madre se mudó. Y quedaron ellos, Valentina y Fernando, mano a mano.
“A mí me costaba mucho irme, primero porque no me quería ir del todo y también porque no quería que él quedara solo. Pero también su casa me quedaba muy lejos del trabajo y me iba a vivir con mi novio, era algo natural que yo me fuera. Entonces al principio le dije que sí a la película solo para hacerle el gusto, me costaba mucho decirle que no”. Entonces agarró una cámara y empezó a filmarlo.
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“Adelante de la cámara abrir la tapita del lente con el botón del costado que está en close. Paso dos: abrir pantalla. Paso tres: prender cámara con ruedita. Paso cuatro: apretar X, la cruz de la pantalla. Y paso cinco: apretar REC de al lado de la ruedita”. Fernando sigue las instrucciones. Sostiene la cámara con cuidado. La mira como si fuese un animal delicado y extraño. Prueba. Aprieta algunos botones. La acerca a su rostro y, finalmente, dice: “Estoy grabando, viendo la cama. Qué bien hecha que está”. Después de tenerla controlada, algún día saldrá al patio de su casa, la apoyará en el piso, tirará arroz y presionará REC. Los pájaros se van a acercar a comer el arroz, pasarán por delante de la cámara, se verán muy cerca, en detalle. Después, Fernando le mostrará lo que filmó a Valentina. Le dirá: “Acá tengo a toda la familia. Nadie deja de venir. Están contentos conmigo. Los atiendo muy bien”.

Cuando Valentina empezó a filmarlo se dio cuenta de que, detrás de esas imágenes de su abuelo, había algo más: lo estaba mirando por primera vez. Lo enfocaba, a través del lente de su cámara, y mientras su abuelo barría las hojas de la vereda o le preparaba la comida a los perros, ella lo conocía de una manera profunda y primitiva.
“Yo soy una persona que viene del documental, me gusta mucho observar la realidad, soy muy atenta en ese sentido, y nunca me había detenido a mirarlo a él. Me empecé a dar cuenta de que yo estaba reconociendo a mi abuelo a través de la cámara, estaba verdaderamente compartiendo tiempo con él, entendiendo qué es lo que le emociona, qué es lo que siente, más allá de lo que hace, porque a veces en la cotidianeidad te perdés un poco de eso”.
Entonces siguió mirándolo: Fernando tendiendo la cama, Fernando mirando al jazmín y al hibisco, Fernando hablando con su amigo Carlitos, Fernando pasándose crema en la espalda repleta de lunares y marcas, Fernando diciendo que llora cuando está solo, Fernando mirando por la ventana, Fernando tomando mate, Fernando observando a las palomas, Fernando escuchando tangos, Fernando repitiendo esos versos que dicen “Porque me duele si me quedo, pero me muero si me voy”.
Pero también está ella, Valentina. No es solo el ojo detrás de la cámara. Es parte de la historia. De eso se dio cuenta después: no estaba haciendo una película sobre la vida de su abuelo. Estaba hablando de ellos, de los dos. Y de cómo aunque el tiempo pase, siempre hay un lugar que los encuentra.
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Fernando ayuda a Valentina a hacer la mudanza. Le dobla la ropa, la pone dentro de la valija. Sacan juntos un colchón. Le abre la puerta a los fleteros. Mira, desde allí, cómo su nieta se va a vivir a otra casa. Después la llama por teléfono. Y como Valentina está trabajando o no ve las llamadas, le deja mensajes en el contestador. Le dice: “Valentina, mi nieta, mirá, anoche soñé cosas muy interesantes como para poder agregar a la película, al documental mío. Quiero pasar a la historia. Por eso me preocupo tanto. Hasta sueño. ¡Hasta sueño! Espero tu llamado cuando te acuerdes de mi. Un beso grande, te quiero mucho. Chau, viejita, chau”.
Los mensajes siguen. Hablan de la película. También reclaman: más visitas, más atención, más tiempo. Casi todos terminan igual: “Te quiero mucho. Chau, viejita, chau”.
Esta película, que se estrena hoy en Cinematecay en la Sala B del Sodre y que tendrá una proyección en el Florencio Sánchez, es muchas cosas, pero, sobre todo, es un encuentro: entre dos generaciones, entre dos formas de vivir, entre Fernando y Valentina. Aunque el tiempo pase cada vez más veloz, durante diez años, una nieta regresó a la casa de abuelo solo para mirarlo.
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Una paloma torcaza hizo un nido en el patio de la casa. Todos los días Fernando lo mira desde la ventana. A veces se acerca con prudencia, dice “qué increíble, qué maravilla”. Prende la cámara, la filma con el pulso tembloroso. Se lo muestra a Valentina. Y entonces ella también empieza a mirar por la ventana. Están atentos, pendientes: quieren ver el momento exacto del nacimiento de los pichones.
“Haciendo la película y viendo su forma de vivir la vida, tan activa, tan vivaz, me hizo cuestionarme mucho, me interpeló un montón. Pensaba un poco en que en realidad yo tengo miedo de que se muera mi abuelo, pero no sé cuál es la generación acá que está más viva o está más muerta. Yo, que vivo sin tiempo y corriendo, mientras hacía la película me sentí más viva que nunca”, dice Valentina.
Quizás eso -estar viva- se le parezca a esto: ella es una niña y se va de viaje a Piriápolis con sus abuelos. Se sienta en el medio del asiento de atrás de un Chevette rojo, apoya un brazo en el respaldo de los asientos delanteros. Luz canta: “Volver con la frente marchita, las nieves del tiempo platearon mi sien”. Fernando sigue: “Sentir que es un soplo la vida, que veinte años no es nada, que febril la mirada errante en las sombras te busca y te nombra”. Y Valentina completa: “Vivir con el alma aferrada a un dulce recuerdo que lloro otra vez”. Abre la ventanilla. El viento le golpea la cara, se mezcla con el sonido de su voz.
De esos viajes Valentina solo recuerda el camino. Cuando su abuelo le dijo que hicieran una película, ya sabía el título. Quería llamarle Ese soplo.