HISTORIAS
Es uruguaya y desde 2018 vive viajando. Lleva más de 28 países recorridos y ahora va por Medio Oriente.
Hace tres días, Franca Levin cargó su auto —un Holden Astra 2003— manejó sola por rutas rodeadas de un paisaje verde, cruzó por un camino que era solo para 4 x 4, encontró un parque y frenó. Armó una carpa, desplegó una silla, extendió un pareo sobre el pasto, sirvió una copa de vino y leyó un libro. Se hizo la noche. Durmió en el auto: el frío era tan frío que, al otro día, todo alrededor amaneció blanco, helado. Se levantó, aprontó el mate y desayunó en el medio solitario y silencioso. Era un buen día: el cielo era absolutamente celeste y, a pesar del frío, el sol caía sobre el pasto, sobre las montañas y sobre ella.
Después se dedicó a recorrer las cuevas del Parque Nacional Kosciuszko, en Nueva Gales del Sur, Australia. “En esta zona hay más de 400 cuevas (...) Hoy fui a una de las más grandes”, escribió junto a una imagen que compartió a través de las historias de su Instagram, “Demente con mochila”. Y después compartió videos: bajando escaleras, caminando pasillos oscuros y húmedos, recorriendo recovecos repletos de piedras y picos y colores, bajando y bajando y volviendo a bajar hasta estar a 100 metros por debajo de la entrada.
Consiguió entrar sin pagar a otra de las cuevas, anduvo por un bosque, caminó siguiendo un río, encontró una piscina de agua termal, se descalzó, se mojó los pies, se cruzó con tres canguros, volvió a cargar el auto con todas sus cosas y se fue.
Franca Levin tiene 31 años, es uruguaya, feminista y profesora de matemáticas. En 2018 se fue de Uruguay. Tenía un sueño: vivir viajando, hacer que los días no fueran iguales, que el tiempo no pasara con la sensación —pesada y densa— de que tenía que haber algo más, conocer personas y culturas y costumbres, romperse la cabeza y con ella todos los prejuicios y las fronteras, algunas ideas. Lo logró. Y lo sigue haciendo.
Es un miércoles a fines de abril. Franca aparece en la pantalla de la computadora vestida con una musculosa verde y con un mate. Ahora, dice, está sola en un pueblo rural en el medio de Australia, donde consiguió, a través de plataformas online, un trabajo en la construcción de un campo de paneles solares.
Antes, hace unos días, estuvo viviendo durante tres meses en Rutherglen, donde trabajó en una bodega mientras duró la vendimia. Está en Australia desde 2018 pero en 2019 viajó durante un año. Iba a trabajar un tiempo y se volvía a ir pero la pandemiaparalizó al mundo. “Obviamente Australia fue un buen lugar porque yo pude seguir trabajando -en ese momento como niñera, pero también trabajó, por ejemplo, en un matadero- y más o menos la vida continuó, pero mi necesidad de movimiento y de viaje y de mochila estaba muy dormida”.
El comienzo del viaje
Todo empezó cuando tramitó la visa Work and Holiday para irse a trabajar a Australia. O quizás empezó antes, cuando murió su abuela y, por la venta de un apartamento, su familia le dio a ella y a sus hermanos unos pocos dólares que, para ella, que trabajaba como docente de matemáticas y no podía ahorrar nada, era mucho dinero. O quizás fue antes, durante un viaje que hizo sola al Sur de Chile cuando tenía 24 años en el que conoció a personas que vivían viajando y supo que viajar no significaba ir 15 días a Europa. O quizás antes, cuando era una niña que tenía pasión por los mundiales de fútbol y los Juegos Olímpicos y se pasaba horas mirando banderas en un planisferio que había colgado en su casa de Montevideo. O antes, cuando su madre le regaló un juego de mesa que se llamaba Buen viaje. No lo supo entonces. Pero ahora, si mira hacia atrás, sabe que todo eso fue marcando algo: una huella, un camino, una forma.
Cuando llegó a Australia trabajó durante un año, ahorró toda la plata que pudo e inició un viaje por el Sudeste asiático durante once meses, primero sola y después con Mercedes, una amiga. El objetivo era poder hacer el viaje con un presupuesto de 10 dólares por día.
Franca no viaja para dormir en hoteles ni para recorrer museos o atracciones turísticas. Se mueve a dedo, para poder compartir con personas locales, busca quedarse en casas de los lugareños, por la misma razón, come lo más económico que puede y casi siempre lo hace en la calle. Ha dormido en templos, en estaciones de servicio y en estaciones de trenes, armando la carpa en espacios baldíos o en patios de quienes se lo permitan. Lleva, más o menos, 28 países recorridos pero, en su lista, solo cuenta a los que siente que realmente conoció.
Solo así, dice, solo con tiempo y con la apertura necesaria para convivir con culturas que no se parecen en nada a la suya, pueden pasar cosas como esta: que un día, en Tailandia, mientras ella y Mercedes hagan dedo, las levante una pareja de pescadores, las invite a almorzar y después a conocer a su familia, que se comuniquen a través del traductor de Google porque ellos solo hablen tailandés, que se queden en su casa durante dos días, que las lleven a recorrer y a conocer la comunidad, que les cocinen los platos más ricos que sepan hacer, que ellas se vayan y regresen tiempo después. Que ellos, Nu y Meaw, sean hoy como su familia tailandesa.
O como esta: que otro día, en Koh Lanta, una isla tailandesa, Franca alquile una moto, salga a recorrer las calles, vea a un grupo de mujeres musulmanas entrando en calor para jugar al voleibol, frene, se acerque, se quede mirando, que alguien le pregunte si quiere jugar y que ella diga que sí y que se pase horas jugando con ellas sin poder intercambiar ni una palabra porque ninguna de esas mujeres hable inglés. O como esta: recorrer en moto las montañas de Tailandia, asistir a la reinauguración de un templo en Chiang Saen, llegar a la cima del mirador Nam Xay, cruzar la frontera entre Laos y Camoya, conocer los templos de Angkor, terminar internada por una deshidratación en Nom Pen, asistir a una riña de gallos en Bali.
“El constante movimiento y el adaptarme y conocer y descubrir otra gente que es muy distinta me hace derribar un montón de prejuicios que yo misma tengo. Así que mi objetivo es ese: romper esas fronteras, primero para mí. Y después para el resto. Estamos en un momento donde el diferente es el enemigo y me parece que la forma de combatir eso es conectarnos desde otro lugar y ver que aunque el otro parezca muy distinto, en algún punto es igual, en algún punto, más allá de la diferencia, siempre estamos en casa”.