The conversation / María Dolores Marrodán Serrano*
Hasta hace poco se pensaba que el síndrome metabólico (un conjunto de al menos tres componentes de riesgo cardiovascular que incluyen alto nivel de glucosa, colesterol, triglicéridos en sangre y presión alta) era una patología que afectaba exclusivamente a los adultos. Pero en 2017, la Academia Americana de Pediatría alertó de su presencia en edad infantil y adolescente.
Más recientemente, el Grupo de Trabajo de la Sociedad Europea de Cardiología también ha emitido un informe acerca de la importancia que el síndrome metabólico –y en particular la hipertensión– está cobrando entre los niños, niñas y jóvenes de este continente.
Cuestión de (malos) hábitos
Aunque en algunos casos la tensión alta puede tener un origen genético, relacionado con alteraciones hormonales o con enfermedad renal, el incremento de su prevalencia parece ir en paralelo al aumento de la obesidad, la transición alimentaria (el paso de las dietas tradicionales a la dieta globalizada) y el sedentarismo. Los estudios epidemiológicos apuntan en esta dirección, poniendo de relieve que este problema tiene mucho que ver con los hábitos de vida.
En España, por ejemplo, la presión arterial elevada afectaba al 3,17 % de los niños y al 3,05 % de las niñas en edad escolar en 2013. Pero estas cifras, que el grupo de investigación EPINUT de la Universidad Complutense publicó en la Revista Española de Cardiología, se han incrementado en dos puntos porcentuales durante la última década.
Así, de acuerdo a una nueva investigación también efectuada por el mismo grupo, la prevalencia de hipertensión alcanza en 2022 al 5,3 % de los niños y niñas entre 9 y 16 años. En este último estudio, que contó con el apoyo de la Fundación Alimentación Saludable y de la Sociedad Española de Dietética y Ciencias de la Alimentación.
En Uruguay, un estudio realizado en 2016 por la Comisión Honoraria para la Salud Cardiovascular, determinó que el 40% de los niños uruguayos tiene sobrepeso y el 15 % hipertensión arterial.
La dieta y el sueño, factores clave
Algunos números ponen negro sobre blanco que la condición nutricional tiene mucho que ver. Por ejemplo, la presión arterial sistólica promedio aumenta de 99,2 mmHg en los escolares con normopeso hasta 135,8 mmHg en los obesos. Y pasa de 107,57 mmHg en los sujetos sin grasa abdominal a 111,51 mmHg en aquellos cuyo perímetro de la cintura dividido entre su estatura sobrepasa el valor de 0,5, indicativo de adiposidad visceral.
Siguiendo con las cifras, un índice de masa corporal (que se calcula dividiendo el peso en kg por el cuadrado de la estatura en metros) de obesidad multiplica por tres el riesgo se ser hipertenso, mientras que un porcentaje de grasa por encima del percentil 97 duplica las posibilidades de tener la presión alta.
Dormir menos de lo necesario es otro factor implicado. En el estudio se comprobó que un descanso insuficiente (menos de 8 horas de sueño) multiplicaba por 1,5 el riesgo de que los menores padecieran presión arterial elevada. La restricción del sueño tiene consecuencias perniciosas porque, entre otros efectos hormonales, aumenta la concentración de cortisol y grelina a la vez que disminuye la leptina, provocando mayor sensación de hambre durante el día.
Medidas de prevención
En la parte positiva, la calidad de la dieta (no tanto la cantidad de alimentos ingeridos) tiene un papel protector sumamente importante. Así, entre los niños y niñas que seguían una alimentación de óptima calidad de acuerdo al índice KIMED (que evalúa el grado de adhesión al patrón mediterráneo) ninguno era hipertenso. Entre aquellos otros clasificados con un nivel de calidad dietética media, la tasa de afectados fue del 4,7 %. Y este valor se duplicó (8,1 %) en los escolares cuya dieta se puntuó como de baja calidad.
La actividad física también resulta muy beneficiosa para prevenir la hipertensión infantil: seguir las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (que establecen el mínimo en una hora de practica intensa), o hacer deporte extraescolar tres veces a la semana, disminuyen el riesgo en torno a un 20 %.
La importancia de una detección temprana
Aunque la prevalencia de la hipertensión en la infancia y adolescencia no presenta todavía cifras alarmantes, sí que está aumentando de manera paulatina. Por esa razón conviene identificarla cuanto antes.
Los valores límite de presión arterial sistólica y diastólica para los adultos (130/80 mmHg) no son aplicables en los menores de 16 años. Durante el crecimiento, los valores de normalidad van aumentando y varían en función del tamaño corporal. Por ello, el diagnóstico debe hacerse mediante tablas que tengan en cuenta el sexo, la edad y el percentil de estatura.
La Sociedad Europea de Hipertensión (ESH), la Sociedad Europea de Cardiología (ESC) y la Asociación Española de Pediatría recomiendan usar las tablas contenidas en The Fourth Report on the Diagnosis, Evaluation and Treatmen of High Blood Pressure in Children and Adolescent, que se publicó en 2004. Dicha normativa, conocida coloquialmente como Fourth Report, fue actualizada con el respaldo de la Academia Americana de Pediatría (APS) en una Guía Clínica publicada en 2017. Su aplicación distingue tres niveles de riesgo y establece criterios más protectores para el cribado, manejo y tratamiento de la hipertensión pediátrica.
Son ya muy abundantes los estudios que relacionan la presión arterial elevada en la infancia con la hipertensión, el daño orgánico y otras enfermedades asociadas en edad adulta. Sin duda, es una condición infradiagnosticada y no hay datos sobre el riesgo que asumirán en el futuro los niños hipertensos no tratados.
Por ello, aunque la toma de la presión arterial sea un tanto complicada en los niños (el manguito del tensiómetro debe adaptarse al tamaño del brazo y el efecto de “bata blanca” es frecuente) y su clasificación requiera un poco de tiempo (medida de la estatura, manejo de las tablas…), debe ser un protocolo a incluir en los controles pediátricos habituales en atención primaria. Prevenir es siempre la mejor opción.