Cuando yo entré al bar era otra cosa, no solo el bar, sino el centro de la ciudad, la vida que había acá”. Fernando Cabrera tiene 59 años. Lleva una camisa blanca impecable, con cuello y puños azules, y, sobre ella, un delantal de jean azul oscuro con detalles en marrón. “Yo trabajaba en el turno de la noche en aquel entonces. Entrábamos a las siete más o menos pero no sabíamos nunca a qué hora terminábamos. De domingos a jueves el bar cerraba a las cuatro de la mañana todas las noches, los viernes se iba hasta las cinco, y los sábados cerrábamos con el sol afuera”. En el centro del delantal hay un bolsillo y, en el bolsillo, bordado en blanco dice: Bar Facal. Clásico de Montevideo. “De día también se trabajaba mucho, pero el fuerte era la noche. Todas las noches, por ejemplo, sobre las doce, llegaba un grupo de hombres, se iban encontrando en el bar, y se terminaban quedando hasta las tres, cuatro de la mañana, sin importar el día que fuera”.
La historia es así: en 1882 empezó a funcionar, en la esquina de 18 de Julio y Yi, la fábrica de chocolates y dulces de membrillo de la familia Zubizarreta. Varios años después, le alquilaron el lugar a una familia de apellido Facal. Esa familia instaló, en el antiguo edificio de la fábrica, un bar que, luego, los Zubizarreta continuaron.
Esa esquina del Centro de Montevideo le pertenece, desde entonces, a la misma familia. El bar, que lleva el apellido de otra familia, estuvo a cargo de Raúl Celsi Zubizarreta primero y, ahora, está a cargo de su hijo, Federico.
Es, además de uno de los bares más emblemáticos de la ciudad, uno de los más antiguos. De todas las personas que han trabajado allí, hay dos que llevan 30 años ininterrumpidos: la cocinera, que está por jubilarse, y Fernando.
“Ahora todo cambió. De noche, como tarde, cerramos a la una y media, dos de la mañana. Las cosas cambiaron mucho, porque la ciudad cambió mucho. Hay alunas cosas que se mantienen, como la costumbre de algunos clientes de venir todos los días a la misma hora, de pedir siempre lo mismo. Todavía tenemos varios clientes de esos, a lo que ni siquiera les tenés que preguntar qué quieren porque ya lo sabés”.
Él, un hombre que nació en Canelones y habla con la voz baja, casi como pidiendo permiso, es el único representante, en ese bar con un mostrador de madera, ventiladores de techo y tonos sepias, de una época que ya no existe, en la que el tiempo pasaba lento y todo -todo- empezaba y terminaba en el Centro de Montevideo.
En Parador Tajes, en Los Cerrillos, Canelones, había, en la época en la que Fernando nació, un parador, una especie de boliche que funcionaba como bar, como almacén y como lugar en el que se podía encontrar todo lo que se necesitara -un paquete de arroz, jabón, un balde, un chorizo al pan, un refuerzo, un futbolito, una mesa para jugar al truco-. Era el lugar de encuentro de las personas que vivían en las localidades cercanas. Todos los domingos se llenaba.
Fernando bromea cuando dice que, antes de mudarse a Montevideo, su único acercamiento con la gastronomía era ese boliche. Hijo de un padre y una madre que vivieron toda la vida del trabajo en el campo, nunca imaginó que terminaría dedicándose a la gastronomía.
Todo empezó cuando tenía 16 años y, mientras cursaba cuarto de liceo, le dijo a un hermano que ya vivía en Montevideo, que quería trabajar, que lo ayudara a conseguir algo en la capital.
Fue así como llegó a la cantina del Banco República y empezó a trabajar en la parte de cafetería. Después, a finales de 1983, un primo suyo que trabajaba en el restaurante Los Alemanes le consiguió un lugar allí. Era un sitio elegante y él no sabía nada sobre cómo poner una mesa, servir o atender al público. Empezó de a poco, primero como ayudante de mozos, llevaba a la mesa la manteca, las bebidas, después sirvió postres, y, de pronto, trabajaba incluso más que los mozos.
Fue un compañero suyo de Los Alemanes el que le dijo, a comienzos de los 90, que se fuera a trabajar en el bar del Centro de Montevideo en el que él estaba. Fernando entonces trabajaba en El Águila, pero no lo dudó.
Entró a El Facal en 1991. Se fue para hacer temporada en Punta del Este -“Era otra época, se trabaja muy bien en el verano”-, en 1995 volvió y nunca más se fue. Durante 20 años compartió trabajo con su hermano, Ricardo, que estuvo en el bar desde los 90 y se jubiló antes de la pandemia. “Cuando inauguraron el deck, que fue el primer bar en tener algo así, con mi hermano éramos los que cerrábamos, entonces era la madrugada y había uno en el deck y otro adentro del bar”, cuenta.
Treinta años en un mismo lugar no son para cualquiera. A Fernando le gusta lo que hace. “Si no te gusta no podes aguantar. Yo tengo la camiseta puesta. Sé que este lugar no es mío, pero uno siente una sensación de pertenencia muy grande, es mucho tiempo”.
Dice que la gastronomía es sacrificada. Que a sus hijas las vio crecer demasiado rápido, que se perdió cumpleaños, encuentros y celebraciones, pero que, sin embargo, nunca dejó de trabajar. Que ahora los tiempos son diferentes. “La gente más joven es diferente, dejan un trabajo, se van a otro, no se complican mucho. A mí nunca se me ocurrió hacer una cosa así, yo nunca falté a trabajar por nada”.
Desde hace cinco años vivo en Montevideo, pero, antes, vivió siempre en Canelones y toda la vida viajó a trabajar. Incluso, cuando hacía horario cortado: viajaba de mañana, volvía a su casa, tomaba unos mates, comía algo, y regresaba a Montevideo para el turno de la noche.
Ahora, si mira para atrás y piensa, cree que nada en su vida fue planificado, que los caminos lo fueron llevan a lugares impensados, inimaginados.
De todos estos años en esa esquina de Montevideo se le vienen varios recuerdos, pero, sobre todo, el de algún día de algún verano a comienzos de los 2000, cerca de Carnaval. Los dueños del bar habían viajado a México y habían comprado una fuente para poner en la vereda. No sabe quién fue, pero una tarde llegó a trabajar y había tres o cuatro candados prendidos a la fuente con dos iniciales. Recuerda cómo, poco a poco, fueron apareciendo más y más y más. Cómo, poco a poco, donde no había nada, se empezó a contar una historia.