La técnica se llama trencadís y es una forma del mosaiquismo que utiliza fragmentos irregulares de cerámica que se unen con cemento para formar una imagen. El primero en nombrarla fue el arquitecto español Antonio Gaudí. Se trata, de alguna manera, de romper para encontrar formas nuevas, para hacer, con ellas, algo que nada tiene que ver con lo que fue, de partir en pedazos para poder crear, de encontrar en lo roto la inspiración y la belleza, de no descartar lo que se quiebra, de reutilizarlo.
Paloma Szkope nació en Corrientes, Argentina, pero cuando tenía seis años su padre se tuvo que ir a estudiar a España y su familia se mudó por un tiempo a Madrid. Instalados allí recorrieron varios países de Europa. Ella todavía se acuerda del impacto que le generó la arquitectura, el arte que había en esos países de los que no conocía nada. Y entonces, entre todos los edificios, entre las iglesias, los monumentos y las esculturas, apareció Gaudí y, con él su mundo de piezas de colores.
De vuelta en Argentina Paloma empezó a estudiar arquitectura en la Universidad Nacional del Chaco, cerca de su ciudad natal. No terminó la carrera, pero, después de muchos años volvió a encontrarse con los mosaicos de Gaudí.
Paloma ya pintaba, ya hacía esculturas, ya escribía, pero lo hacía como una actividad secundaria, como un hobby, como algo que se hace con el tiempo que queda. Pero entonces empezó a investigar sobre mosaico con un amigo y a practicar en los espacios que encontraban en la casa de cada uno. No sabían demasiado, no conocían las técnicas, ni las formas para hacerlo, pero insistían, probaban, rompían, creaban. Mientras estudiaba en la facultad un profesor la invitó a un encuentro de mosaiquismo en Villa Ángela, en el Chaco. Allí conoció a sus dos primeras maestras, aprendió técnicas, herramientas. Regresó, dejó la carrera, siguió investigando, se fue a estudiar escultura a Buenos Aires y empezó un proyecto para llevar el mosaico a escuelas.
Después se dedicó a viajar. Entendió que el mosaico era un artemuy sencillo de trasladar porque alcanzaba con llevar una tenaza y un martillo, en cualquier lugar al que iba podía encontrar cerámicas y cemento. Decidió instalarse en Buenos Aires y, en 2015, volvió a su ciudad natal para organizar junto a su amigo el primer encuentro de mosaico, con más de 15 muralistas que trabajaban la técnica. Lo organizaron durante tres años consecutivos, pero al último, en 2018, Paloma lo vivió y lo siguió desde la distancia.
Después de vivir en el campo en Minas Gerais, en Brasil, sin luz eléctrica, sin computadora, ni celular, lejos de todas las personas, conoció La Pedrera, en Rocha. Y supo que su próximo hogar sería allí: podía vivir rodeada de naturaleza, como le gustaba, criar a sus hijos en ese entorno, había una escuela y servicios a los que se podía acceder fácilmente.
“De a poco nos fuimos adaptando, pasamos, sobrevivimos la pandemia y ahora siento que es mi lugar. En invierno es más difícil generar trabajo, pero tengo mi atelier del bosque, en verano el trabajo es más intenso, pero en invierno tengo a mis alumnos de la zona. Ya estoy instalada hace siete años, llevé el proyecto de los mosaicos las escuelas de Rocha, de Maldonado”, cuenta la artista.
Un día en setiembre de 2024 Paloma pasó por el lugar por el que pasaba siempre: la escalera que está donde termina la calle principal del balneario y por la que se puede bajar a las rocas, a la playa. Frenó, sacó una foto y decidió que el año siguiente realizaría un diseño de mosaico en esa escalera.
“Tres días después me llamaron de la Asociación de Comerciantes de La Pedrera. Ellos están haciendo un montón de intervenciones para embellecer el balneario y que quede más cómodo y lindo para el visitante. Me dijeron que como la escalera estaba a la vista querían saber si yo me animaba a intervenirla”.
Creó un diseño: un sol en el escalón 46, que es más o menos a la mitad de la escalera, hacia arriba las estrellas, los pájaros, la luna, hacia abajo el océano, una ballena, una sirena. En el medio, varios personajes para descubrir. No hay, en Uruguay, otra escalera como esa.
Cuando comenzó a trabajar la gente del lugar empezó a acercarse, a ayudarla; Paloma les mostraba la imagen, les explicaba cómo pegar las piezas,. Entonces sucedió algo: los 93 escalones de la escalera se llenaron de las historias de cada una de las personas que pegaron allí un trozo de cerámica. “Fue un proceso hermoso de soltar, de saber que no iba a quedar como yo lo diseñé, porque ya no era mío, era de todos”.
Llevar la técnica a los más chicos
Cuando vivía en Argentina Paloma empezó un proyecto para llevar la técnica y el arte del mosaico a escuelas y jardines. Cuando se instaló en La Pedrera lo continuó con instituciones de la zona.
“Surge por la inquietud de llevarle herramientas de oficios a las infancias, a mí siempre me gustaron los niños y cuando más grande empecé a buscar las formas de expandir el mosaico me pareció súper interesante llevar las herramientas a las escuelas, a los jardines. Siempre empiezo contando alguna historia para dejar un mensaje y a partir de ahí empezamos a trabajar. O, a veces, trabajamos con el mensaje que quiera dar la comunidad a través del mural, entonces trabajo con los niños, pero también con los padres, con la comunidad, aunque el centro siempre son los peques, son ellos los que parten las piezas, los que las pegan, yo solo los voy guiando”, dice. “Es interesante porque es un arte en el que se puede reciclar, pero que además perdura, posiblemente lo que hagan esté ahí por mucho tiempo”.