ENTREVISTA
El trabajo "Semillas de Resistencia" del uruguayo visibiliza todas las luchas de las comunidades tradicionales a lo largo del río Amazonas
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Ojos claros, piel blanca, pasaporte extranjero. Esa breve descripción de Pablo Albarenga encierra una realidad atroz: en plena Amazonía, donde él retrata a los activistas de las comunidades tradicionales, corre “con ventaja”: si le llega a pasar algo, alguien preguntará por él. “La vida indígena es la que menos cuesta a la hora de matar”, explicó a El País. Desde 2016 visibiliza el espíritu colectivo por la preservación del territorio, uno que es sagrado para sus habitantes. Su serie “Semillas de Resistencia” le ha valido el premio Fotógrafo del Año por la World Photography Organisation.
—Has sido seleccionado como el fotógrafo del año. ¿Qué significa para ti y para Uruguay este reconocimiento?
—Es un premio que claramente no esperaba y que me llegó con mucha sorpresa. Me significó dos grandes victorias. Por un lado, en medio de una pandemia y de crisis global, poner estos temas sobre la mesa aunque sea por un ratito es una victoria muy grande. Visibilizo una situación de varios países que cubre la Amazonía donde siguen siendo invadidas aldeas y comunidades indígenas por madereras, estancieros y mineros. Y, por otro lado, es un orgullo que el premio al fotógrafo del año aterrice en Latinoamérica que es un continente que históricamente ha sido mirado por extranjeros a través del exotismo. Es un lindo mensaje para la comunidad latinoamericana que podemos llegar a ocupar estos mensajes.
—Tu primer acercamiento con la fotografía fue en el Foto Club Uruguayo. ¿Qué te inspiró a continuar con el fotoperiodismo?
—En 2016 tomé un taller de fotoperiodismo con Iván Franco, quien nos mostró una serie de una comunidad guaraní mbyá en Paraguay que había fotografiado hacía 20 años. Me llamó mucho la atención porque esas imágenes no se parecían en nada a las imágenes con las que había crecido. Estos eran totalmente distintos: tenían ropa occidental, bicicletas, relojes… Eso me dio mucha curiosidad. Me puse a investigar y me encontré con este conflicto muy grande que están disputando los guaraní cuiabá en Mato Grosso do Sul que es el estado más violento contra los indígenas, quienes están siendo desplazados, amenazados y asesinados por el constante avance de los agronegocios. Mato Grosso es uno de los principales productores de soja y ese factor de productividad no tiene en cuenta factores como el asesinato de los líderes indígenas o cuestiones de derechos humanos. A partir del primer viaje en octubre de 2016 decidí que quería visibilizar y contar esas historias. A partir de ahí conté más de 20 sobre comunidades tradicionales combatiendo el extractivismo y otras luchas más.
Fotógrafo del año.
El uruguayo Pablo Albarenga ganó el premio Fotógrafo del Año por su serie “Semillas de Resistencia”. La World Photography Organisation destacó en un comunicado que el trabajo de Albarenga, de 30 años, combina fotografías de paisajes y territorios “en peligro por culpa de la minería y la agroindustria” con retratos de los “activistas que luchan por conservarlos”. El libro Retomada recoge sus últimos trabajos con textos de Raúl Zibechi.
—En tu serie “Semillas de Resistencia” no solo vemos activistas luchando por la preservación de sus territorios frente a la minería y agronegocios, sino también otras luchas: LGTB, violencia de género, contaminación de las aguas o ayuda a las mujeres embarazadas.
—Uno de los objetivos del proyecto es mostrar que no es solo la desforestacióno la minería los únicos problemas de la Amazonía. Hay otras historias que son poco reporteadas y que también traen un mensaje esperanzador y que, de alguna manera, también podrían emponderar a otras comunidades e inspirar a seguir algunos ejemplos.
—Desde tu primer viaje, ¿cómo cambiaste tu visión de lo que puede aportar el fotoperiodismo a estas comunidades?
—Toda fotografía tiene un valor de verdad muy importante. La gente piensa que, si está la foto, es porque eso existió. Es una reflejo fiel de un momento histórico y de una verdad. Pero, en realidad, esto está cuestionado, porque cuando uno hace una foto está diciendo una porción muy pequeña de una historia que –por más que suene cursi– queda inmortalizada en un recurso. Esa toma de decisiones es completamente subjetiva. No existe una fotografía que sea fiel al momento. Es una representación que el fotógrafo hace para contar ese pedacito de la historia. Es una responsabilidad muy grande teniendo en cuenta que las imágenes tienen ese valor de verdad que es tremendamente cuestionable pero no deja de ser así: tienen un papel muy importante en moldear la perspectiva del mundo. Cuando hablamos de la Amazonía pasa eso: historias narradas por extranjeros con esa mirada exótica, que solo hacen un recorte de lo exótico y se la encasilla aun más, por lo que tenemos una percepción totalmente equivocada. Hablamos de la Amazonía y no tenemos en cuenta que ahí viven 30 millones de personas. Nos imaginamos solamente árboles y especies todavía desconocidas por la ciencia pero no hablamos de las personas.
—Eso lo dejaron en evidencia los incendiosdel año pasado. No se habló casi de las comunidades afectadas.
—La cobertura mediática de los incendios perdió una pata muy importante que era la gente. Revisé muchas imágenes y las únicas personas que aparecían eran casi siempre bomberos mostrados como héroes pero no aparecía una comunidad; el resto era animales huyendo del fuego o de árboles quemándose. Eso alimenta aun más ese estereotipo que tenemos sobre la Amazonía de que todo es naturaleza. Mi trabajo busca romper con ese estereotipo: existen otras luchas, luchas que son muy positivas y que pueden contagiar esa resistencia. Estas personas tienen un vínculo con el territorio que es totalmente distinto al nuestro. Nosotros nos vinculamos desde una mirada economicista, pero ellos tienen una relación sagrada. Debajo descansan cientos y cientos de ancestros; esos territorios son la herramienta fundamental para el soporte de la vida. Te dicen que es lo que para nosotros es el supermercado o la farmacia. Ahí tienen todo lo necesario para vivir y así han sobrevivido durante miles de años.
—¿Has vivido situaciones de peligro?
—Es un territorio muy hostil. Por más que haya mucha persecución, creo que aun corremos con la ventaja de ser, en mi caso, un hombre blanco internacional, porque es la vida indígena la que menos cuesta a la hora de matar. Seguro que si me pasa algo, por lo menos, va a haber alguien que pregunte, pero si matan a un indígena solo le va a importar a los indígenas y a las personas que trabajan con ellos.
—Has trabajado desde el gobierno de Dilma Rousseff hasta el presente. ¿Qué tanto ha cambiado con Jair Bolsonaro?
—Las comunidades tradicionales han tenido una bajada estrepitosa, pero hay una cuestión importante a destacar. En los gobiernos del PT fue cuando se construyó Belo Monte, la hidroeléctrica más grande del mundo que tuvo un montón de consecuencias para las comunidades de la cuenca del río Xingú y nadie habla de eso. El genocidio indígena no empezó con la era de Bolsonaro; ahora se recrudeció, sí, pero ya venía sucediendo. La constitución que reconoce el derecho de los indígenas a vivir en su territorio y usufructurarlos fue aprobada el 5 de octubre de 1988 y a la fecha hay menos de dos decenas de territorios indígenas demarcados y más de 600 que todavía están en ese proceso.