Por Soledad Gago
Cuando Floren volvió a su casa después de haber estado internada tres meses, todo estaba intacto. En especial su taller de pinturas: los lienzos sin terminar, los pinceles apoyados en la paleta, la paleta sucia, repleta de colores, las piezas de joyería que había empezado a fabricar sumergidas en ácido. Como si la vida hubiese decidido detenerse, como si el tiempo no hubiese pasado, como si nada de lo que sucedió entre el 30 de noviembre de 2019 y el 10 de marzo de 2020 formara parte de la realidad.
El 30 de noviembre de 2019, Floren se subió al auto con su madre,Elisabeth Arrieta, ingeniera civil y diputada del Partido Nacional, para regresar desde Montevideo a Maldonado, donde vivían. Iban al cumpleaños de una de sus sobrinas, se desviaron y chocaron contra una parada.
Floren lo recuerda todo: que se durmió en el asiento del acompañante, que era un día de un calor asfixiante, que cuando se despertó estaba apretada entre el cinturón de seguridad y el asiento, que escuchaba las voces de quienes querían ayudarla.
En esos primeros días después de la internación, de nuevo en su casa de Maldonado, había algo que no pasaba: Floren se sentaba frente al lienzo, agarraba el pincel y no salía nada. Insistía, tenía paciencia, esperaba, pero había algo que se había roto.
Después de semanas de intentarlo hubo algo que salió, sin que ella entendiera por qué, sin saber cómo: primero dibujó a dos mujeres fundidas en un abrazo y después las llenó de colores y, con los colores, hizo que una de esas mujeres se esfumara en la imagen, como si se estuviese yendo a alguna parte, como si no fuese a quedarse en ese momento. Las pinturas que siguieron luego de ese abrazo fueron, casi todas, de manos: manos que se mueven, manos que se encuentran, manos que sostienen flores o una taza, manos que no van hacia ningún lugar.
Cuando llegó al hospital tras el accidente, a la familia de Floren le dijeron que las posibilidades de que viviera eran del dos por ciento: tenía varios órganos comprometidos, además de una lesión medular que, posiblemente, la dejaría sin movilidad.
Hoy, que es un jueves de febrero y que pasaron más de tres años del accidente, Floren camina distancias cortas ayudada de un bastón o de un carrito que es como un andador, maneja su auto, que está adaptado a su cuerpo y sabe algunas cosas: que aunque le digan que no ella va a intentarlo igual, que pinta porque es la única manera que tiene para expresar lo que siente, que el arte se trata de generar diálogo y que las pinturas de las manos que hizo cuando salió de la internación tienen que ver con ese día, mientras ella estaba asfixiada con el cinturón de seguridad, miró hacia el costado y no le vio el rostro, pero si encontró su mano.
Esta es la historia de Floren (30), así, a secas. Prefiere que la llamen sin apellidos. Y de cómo el arte, a veces, puede salvar a alguien.
Seguir caminando aunque digan que no
Nació en Maldonadoy es la cuarta de cinco hermanos. No hubo un momento, algo que marcara el inicio de una vocación. Dice que el dibujo, la ilustración, el arte, siempre fueron parte de su vida, pero nunca de una forma definitiva, clara.
A los siete años se sumó a un grupo de baile con el que hacían espectáculos de tango. Fue ahí, entre escenarios y bambalinas, que supo que quería ser vestuarista. Decidió estudiar Diseño de Moda y se mudó a Montevideo.
Sin embargo, hubo un día, un poco antes de eso, cuando ella estaba en tercero de liceo y tuvieron una clase de dibujo y Floren hizo una lámina con un libro, una manzana y una botella. Después, en una hora libre, siguió trabajando en ella más y más y más hasta que se sorprendió del resultado que había conseguido. Supo, entonces, que a partir de ese momento iba a intentar llevar sus láminas siempre más allá.
Fue en 2018 cuando, un día, pasó del papel al lienzo y al óleo. Buscó información, leyó, miró videos en Youtube, se sentó y pintó. Al comienzo sin demasiado criterio: un paisaje, un rostro, un tigre. Se encontró, de pronto, con que cuando pintaba entraba en una especie de trance, de estado meditativo. Después, todo sucedió demasiado rápido: un día se fue de su casa y no volvió por tres meses. Era 30 de noviembre de 2019. Cuando regresó, tenía una lesión medular parcial que la tuvo varios meses en una silla de ruedas y aún en rehabilitación, sin saber si algo en su cuerpo, alguna vez, va a ser como era antes.
“Yo no creo en nada y a la vez creo en todo. Lo que quiero decir es que siento que el universo me preparó para algo que después sucedió y sobre lo que yo no podía explicar ni decir ninguna cosa porque de verdad no sabía cómo decirlas, no entendía, y ahí estaba la pintura. Al principio yo pintaba por el placer de pintar, pero después del accidente tuvo otro sentido. Mis cuadros son 90 por ciento de abstracción y accidentalidad y un 10 por ciento de control, que siempre está enfocado en el dibujo en sí. Y así también vivo la vida. Hay un 90 por ciento de lo que me pasa que no puedo controlar y está bien, dialogo con esa accidentalidad”.
De eso, dice, se ha tratado siempre: de dialogar con esa accidentalidad. De sobrevivir, de seguir caminando aunque todos digan que no, de hacer algo con el dolor, de pintar un cuadro y otro, de mostrarlos, de conmover, de ir hacia alguna parte, de creer que el mundo, para ella, es un lugar repleto de posibilidades, con todo y a pesar de todo.